Siete y treinta. El sol aparece tangencial sobre el este entibiando las calles de Filadelfia. Un viento frío sopla por Broad confirmando la llegada del otoño. Acelero el pedaleó sintiendo el esfuerzo en mis muslos. Algunos estudiantes pasaron la noche en carpas al lado de Progress Plaza. Los vi a la una de la mañana, cuando salí del trabajo en la universidad. Supongo que para esta hora hay una fila larga. Continúo hacia el norte, pasando al lado del edificio abandonado del hotel Lorain, plagado de ventanas en arco y balcones estrechos. Sigo adelante entre un tráfico espeso de carros y buses que paran en los múltiples semáforos.

 

Barack Obama se presenta a las ocho y treinta. Va a dar cuatro discursos y el del norte de la ciudad, ubicado justo al lado de la Universidad de Temple, es el primero de todos.

 

Cruzo Poplar Street y veo la fila desde lejos. Llega hasta Girard Avenue, donde un viejo tranvía de color verde recoge pasajeros. Maldigo al no haberme levantado más temprano. Cinco cuadras de fila significan unos cuatrocientos metros de distancia. Calcomanías y pancartas aparecen en los vidrios laterales de los carros estacionados junto al andén, con el lema The change we need, o con la imagen del rostro de Obama levemente inclinado hacia la izquierda, dibujado en trazos de tinta azul, gris, blanca y roja.

 

Carros de policía y agentes a uno y otro lado de Broad dirigen el tráfico. Encadeno mi bicicleta a una señal de tránsito y me paro al final de la fila, detrás de una pareja de norteamericanos que hablan entre ellos. Afirman que será imposible verlo. Pienso en volver a la bicicleta y llegar hasta el punto de entrada. Puede que desde ahí logre divisarlo. Decido quedarme. Padres con sus hijos, estudiantes y habitantes del barrio siguen llegando. Al cabo de unos minutos, cientos de personas hacen fila detrás de mí. Todos traen la motivación de ver a un hombre que se ha vuelto un ídolo sin precedentes en la historia de los Estados Unidos.

 

Maldigo de nuevo al dejar al azar semejante posibilidad histórica. Saco la cámara y empiezo a tomar fotos. La fila pasa al lado de una edificación en la que hay un mural de un niño con una gorra roja. Se extiende hacia el norte hasta perderse de vista. Hacia el sur, baja por Girard. Desde ese punto se ve el centro de Filadelfia con los rascacielos, la torre Comcast y City Hall con su fachada gris en piedra caliza y su arquitectura de segundo imperio francés, su enorme reloj y la estatua en bronce de William Penn, erguida sobre la cúpula gótica contra una nube blanca.

 

Me distraigo pensando en el fenómeno de estrella naciente en el que se ha convertido Obama. Sus políticas sociales, en un momento en el que Estados Unidos atraviesa por el peor período económico desde la crisis de los treinta, sin duda le suenan atractivas a un público que se ve afectado por la recesión. Es el primer candidato negro en un país que a pesar de cargar la bandera de la libertad, tiene una historia oscura de racismo. Hasta los años sesenta operaba el Ku Klux Klan. El año pasado, el país vivió el escándalo de Jena seis, un incidente que movilizó a millares de personas a nivel nacional, en protesta contra una decisión judicial que acusó a Mychal Bell, un estudiante negro de un colegio en Jena, Louisiana, por atacar a un estudiante blanco llamado Justin Barker, quien colgó una horca de un árbol. Bell estaba siendo juzgado como mayor de edad por tentativa de homicidio en segundo grado cuando aún era menor de edad y Barker había salió del hospital el mismo día en que entró. Yo mismo fui testigo de las manifestaciones. Miles de estudiantes de todas las razas se vistieron de negro en símbolo de protesta alrededor de la torre de la campana en Temple.

 

A un lado de Broad se levanta un McDonalds con su casa tradicional de color amarillo, blanco y rojo. Una persona ordena un pedido dentro de su carro. Del otro lado de la avenida, la hamburguesería Chequers le hace competencia. Anuncia una promoción de dos hamburguesas por cuatro Dólares. La fila avanza unos metros.

 

Un vendedor ambulante con camisetas de Obama llega ofreciéndolas a 10 Dólares. Levanto la cámara y retrato los trazos del rostro de Barack sobre la palabra HOPE. Pienso en que esa imagen va a verse en camisetas y afiches por muchos años, así como ocurre con la imagen del Che Guevara, Bob Marley, Elvis Presley, Marilyn Monroe, Maradona y otras figuras icónicas.

 

– Mira -, le digo a la mujer al frente de mí.

 

– Con eso te ahorraste 10 Dólares -, responde mirando la pantalla.

 

Otro llega ofreciendo carteras  con la imagen de Barack y uno más con almanaques en los que aparece el torso del candidato al lado del capitolio nacional y el obelisco en Washington.

 

La fila se mueve algunos metros hacia delante. Para, se mueve de nuevo, para y se mueve en momentos diferentes. Los rayos caen sobre la fachada del Philadelphia Reagency, iluminando el edificio cincuentero de ladrillos, ventanas rectangulares, y líneas simétricas. Algunos apartamentos continúan con los aires acondicionados empotrados en sus ventanas.

 

El cambio que Obama representa genera optimismo en la gente. Los Estados Unidos de hoy en día no es el mismo país que era en décadas pasadas. Así como las grandes ciudades latinoamericanas se llenaron de cinturones de miseria con campesinos que llegaban buscando un mejor futuro, miles y miles de personas de los lugares más deprimidos del mundo entero han llegado a los Estados Unidos en procura del sueño americano, incrementando su nivel de pobreza. A diferencia de lo que muchas personas pueden pensar, éste país tiene los mismos problemas que cualquier otro. Filadelfia es uno de los lugares en donde eso es más notorio.

 

Pasa una camioneta negra a toda velocidad y veo la figura del alcalde en el puesto del copiloto. – Mira, ahí va Michael Nutter -, le dice la señora a su esposo.  

 

– Y probablemente va Obama también -, responde él, mientras múltiples camionetas con vidrios polarizados, carros de policía y agentes en poderosas motos robustas rugen a su paso.

 

Si en algún sitio tiene impacto el discurso de Obama es aquí. Uno de los barrios deprimidos de la ciudad. Hace un año, cuando llegué, me lo introdujeron como el ghetto. Viví el primer semestre de Maestría en la calle veinte con Sasquahana. Durante ese tiempo, sólo me saludó una vecina. Un hombre escupió el andén a mi lado cuando caminaba hacia la universidad. – Pensaba que éste era un barrio de negros -, le dijo a sus amigos. Una casa se incendió a cuadra y media de la mía. Vi helicópteros y policías persiguiendo criminales, arrestos, un hombre pegándole a una mujer, niños y jóvenes con pistolas en sus manos. Una pandilla de narcotraficantes un día formó una balacera en frente de la ventana de mi cuarto. Las griterías y alegatos entre los ‘dealers’ eran constantes. Compré una bicicleta para hacer el recorrido en menos tiempo. Con el paso de los días me fui volviendo parte del paisaje, pero ellos ahondaron sus suspicacias. Puedo jurar que me tomaban por un policía encubierto. – ¿Qué diablos haces viviendo acá? -, me gritó uno cuando salía de la casa. Una vez se me vino otro pero alcancé a entrar rápido y cerrar la puerta. Al final del semestre debí salir corriendo cuando Kido, un estudiante nigeriano que también vivía ahí, estuvo a punto de llevarse un disparo por sacar la mano del bolsillo de su chaqueta, llevarla hacia atrás y levantar el pantalón que se le estaba escurriendo. Lo hizo al lado de un par de ‘dealers’ que estaban parados frente a un restaurante chino en la dieciocho con Sasquahana. Uno de ellos lo siguió al interior. – ¿Tienes una pistola? ¿Tienes una pistola? ¿Tienes droga? -, le preguntó apuntándole en el pecho.

 

– ¡No tengo nada! ¡No tengo nada! -, respondió Kido levantando las manos. – Casi te disparo por detrás. Pensamos que tenías una pistola. Lárgate antes de que te maten, no ves que en el barrio hay una guerra.

 

La fila continúa moviéndose hacia delante de forma cortada. Una mujer de piel cobriza, sostiene una cartulina que dice: S. Philly loves Obama. Más adelante un hombre lleva una chaqueta de sudadera con la palabra Bronx y el número 11 impresos en la espalda. Cruzando Thompson Street, un papá levanta a su hija en los hombros. La niña de pelo dorado y saco rosado sobresale entre el resto de personas, al lado del semáforo y una señal de tránsito que indica la dirección de la calle.

 

Obama representa un cambio radical en las políticas de gobierno. De ganar personificaría el triunfo de una izquierda moderada sobre una derecha recalcitrante. Los ‘gringos’ están cansados de ser estigmatizados en el mundo entero. Las políticas guerreristas del gobierno saliente han sido impopulares. Su actitud de policía del mundo ha hecho que ser norteamericano ya no sea algo ‘cool’ como era la costumbre después de la segunda guerra mundial y durante la guerra fría.

 

La fila vuelve a moverse, pero aún  podemos estar a unos trescientos metros de Progress Plaza. – No lo vamos a ver -, vuelve a decir la señora mirando su reloj. Son las ocho y veinte.

 

– Yo creo que no -, le responde su marido.

 

Del otro lado de Broad se levanta el Freedom Theater, el teatro afro-americano más viejo de Pensilvania y uno de los más importantes del país. En la parte lateral de su fachada de cuatro pisos resalta el mural de unos boxeadores.

 

Sin duda su calidad de excelente orador lo ha ayudado a llegar donde está. Es una persona carismática. Su imagen es fresca, representa la renovación de un pueblo que quiere volver a encaminarse dentro de unas políticas más globalistas y menos americanistas. Es entusiasta, moderado, sabe escuchar y lleva la bandera del optimismo, así como John F. Kennedy lo hizo en su momento. Para los norteamericanos más conservadores es una amenaza en potencia. Un signo de interrogación con el que se sienten en peligro. Su ascendencia musulmana, sus nexos con el activista Bill Ayers y sus políticas abiertas con mandatarios cuestionados como el presidente de Irán, Mahmud Ahmadinejad y el de Venezuela, Hugo Chávez, pone a temblar a más de uno, incluyendo a muchos colombianos, quienes además de ver alejarse la posibilidad de que los Estados Unidos firmen el TLC, no saben qué pueda pasar con las relaciones binacionales y las posibles agresiones de Chávez hacia Colombia. La intensión expansionista del proyecto bolivariano sigue latente. Hiela la piel recordar el momento en que el presidente venezolano puso en pie de guerra sus tanques en la frontera con Colombia, luego de la controversial muerte del guerrillero Raúl Reyes en territorio ecuatoriano.

 

La fila continúa moviéndose al lado del colegio distrital William Penn, donde otro mural en forma de collage muestra la campana de la libertad, ‘Independence hall’, la cúpula de la alcaldía, el puente Benjamin Franklin, el ‘Reading Terminal Market’, un barco de velas sobre el río Delaware, el rostro de un cuáquero y la imagen de Rocky Balboa.

 

Para alguien de ideas liberales, Barack Obama es el hombre a seguir. Sus políticas se inclinan hacia lo social, aunque es un defensor de la democracia, un hombre de espíritu libre que es sensible ante un mundo que necesita dirigir su mirada hacia los países más necesitados y apoyarlos. Suena una ovación a lo lejos acompañada de la canción City of Blinding Lights de U2 y todo mundo empieza a camiar calle arriba.

 

– Ya salió -, dice la mujer.

 

– Sí, vamos rápido.

 

 

Lea en los próximos días la crónica  Barack Obama en plaza pública – Parte II

 

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