El viento sopla del éste refrescando el centro de Filadelfia. El verano se ha ido agotando y los primeros rasgos del otoño se perciben en el ambiente. Anochece más temprano y los árboles empiezan a perder sus hojas. Dentro de poco el suelo será un tapete de visos amarillos y ocres formando una hojarasca.
 
Bajo por Chestnut Street ante la amenaza de unas gotas que caen dejando su rastro sobre las fachadas de la librería Borders. Las nubes adelantan el crepúsculo cubriendo a los andenes de soledad. Una pareja apura el paso y entra al restaurante ‘Olive Garden’. Una joven afroamericana y su hijo se resguardan bajo la entrada de Macy’s.
 
La lluvia revienta contra el pavimento y un trueno suena sobre el cielo desatando la furia de la tormenta. ‘Jimmie’ encadena su carro de balineras a un poste y entra al edificio Adelphia House. Cruzo la trece frente a un Buick que espera el cambio del semáforo y entro tras él. Se sacude el agua de las solapas de su traje blanco. Es de lino, pero los bordes de su manga están raidos. Luce una camisa morada, unos pantalones negros con finas líneas y un gorro de ala corta del que caen unas gotas.
 
– Ando odiando a Barack Obama -, dice inclinando su rostro de tez negra hacia adelante. Nunca he visto sus ojos así: envenenados. Hay rabia en ellos.
 
– ¿Qué te hizo, ‘Jimmie’?
 
– Le quitó el incremento a mi seguridad social -. Unos dientes de oro brillan al interior de su boca. Habla rápido pero su mandíbula se mueve lento, como la de un camello. – ¿Cómo me va a gustar? ¿Me entiendes lo que te digo? -, añade subiendo al hombro un racimo de paraguas empaquetados con un cartón enrollado. – Pensé que le iba a quitar a los ricos pero también le está quitando a los pobres.
 
Cruzamos el lobby de lo que fue un hotel de lujo hace 106 años, con su techo alto de figuras labradas del que pende una lámpara dorada, sus pisos con enchapes y barandas de bronce que protegen la escalera y el mezanine que lo circunda en el segundo piso.
 
-¿Cómo van los Phillies? -, le pregunta al portero. Un hombre de cara rellena y corbatín absorto en un T.V. pequeño.
 
– Vamos perdiendo -, dice Timothy levantando sus ojos de la pantalla. – Pero aún hay un par de entradas en las que nos podemos recuperar.
 
Oprimo el botón del ascensor y esperamos a que uno llegue. – Es decir que te van a seguir dando tu seguridad social pero sin el incremento de éste año.
 
– Así, es -. Parpadea con desilusión. – Las personas mayores recibían los 500 Dólares sin el incremento -. Arrugas pronunciadas sobresalen a un lado y otro de su boca. Entramos al ascensor y pulso el piso doce. – ¿Cómo vamos a sobrevivir ahora los viejos? Tú sabes que aquí hay cuentas por pagar.
 
– Sí que lo sé. Ahora mismo me estoy viendo en dificultad para hacerlo -, respondo abriendo los ojos. – Si no consigo un trabajo no voy a poder pagar la renta de octubre.
 
– Pero tú aún eres joven, yo soy viejo. Ya tengo sesenta y tres -. Su piel esta ajada y se ve que las décadas bajo el sol y la intemperie lo han ido desgastando. – Un pobre no puede retirarse. Tú sabes que vendo paraguas para vivir -, añade de salida al corredor inundado por los acordes de un violín que provienen del interior de una puerta aledaña. Algún estudiante del conservatorio o de la Universidad de las Artes debe haber llegado al edificio.
 
Volteamos por la esquina de nuestra ala, pasando sobre la mancha que algún blanqueador dejó sobre el tapete azul con arabescos rojos. – Igual tienes que seguir adelante, tu sabes, tienes que seguir adelante, tu sabes, ‘you’ve got to keep movin’, you know’ -, repite abriendo su cuarto. Cajas de cartón, objetos apilados, cientos de paraguas y un biombo con vestidos colgando lo hace ver como un depósito.
 
– Si yo sé como es -, le digo llegando hasta mi puerta. – Hay que seguir adelante.
 
– No lo tomes a mal. Yo lo amaba -, me dice señalando un botón de Obama en una de sus solapas. En la otra lleva uno con el rostro de Michael Jackson y las palabras: ‘King of Pop’. – Esta que nos hizo es difícil de perdonar -, dice cerrando la puerta tras de si.
 
Entro a mi cuarto, un aparta estudio con una mesa en la que yace un computador personal junto a una cama con cojines. Contra la ventana está el sofá que le compré a un amigo por sesenta Dólares, y un anaquel lleno de libros que se prolonga hasta una cocineta con estufa y horno. La nevera se levanta junto al T.V. al lado de la puerta del baño. Me preparo un sándwich de jamón y queso ante las imágenes del noticiero CNN, que muestran la multitudinaria protesta contra Obama en Washington D.C. Un reportero entrevista a un hombre que vino desde California.
 
– Duré tres días y medio viajando en bus.
 
– ¿Por qué has venido?
 
– Porque el gobierno está feriando nuestros impuestos. No podemos seguir tolerando éste gasto público -, indica ante los chiflidos de apoyo de las personas a su lado. Algunas levantan pancartas en las que se indica su inconformismo.
 
– Puede haber más de un millón de personas en lo que se ha denominado: ‘The Washington Tea Party’ -, «el Motín del té en Washington», dice el reportero. La cámara muestra mares de personas frente al capitolio nacional. La imagen es parecida a la del día en que se posesionó Obama ante millones de personas que lo ovacionaban hace menos de un año.
 
En Fox también andan cubriendo el evento. Un periodista indica que las personas en los Estados Unidos deben unificarse. – No podemos seguir divididos entre demócratas o republicanos. Debemos pensar de nuevo en que todos somos patriotas, en que hay que volver a los principios que nos dejaron nuestros padres de la patria, George Washington, Benjamin Franklin, Thomas Jefferson y John Adams. Sólo así podremos encontrar nuestro camino de nuevo.
 
Abro la llave de la ducha y me doy un baño de agua caliente pensando en que Barack Obama tendió su propia trampa. Hizo campaña con el eslogan: «El cambio que necesitamos» y dio miles de discursos socialistas con los que cautivo a millones de personas, incluidos jóvenes de familias de ascendencia republicana, que se deslumbraron ante la imagen de un nuevo Mesías, un hombre de color negro que de ganar no sólo rompía un pasado histórico de racismo y segregación, sino que limpiaba el nombre de los Estados Unidos, vapuleado en el mundo entero después del mandato de George W. Bush. Yo lo vi dos veces aquí en Filadelfia y sentí el carisma de su discurso.
 
Pero nada hay más condenable que un falso Mesías, sobre todo ante las personas que lo tienen como héroe. La crisis económica e institucional que lo ayudó a elegir es la que ahora lo hunde en esta arena movediza. Obama vendió «cambio» y el cambio no ha llegado. La reforma de salud tiene a todo mundo en vilo, la guerra de Irak se trasladó a Afganistán donde se han intensificado las bajas de soldados, y los inmigrantes indocumentados siguen esperando que impulse la reforma migratoria. El mismo senador Luis Gutiérrez lo dijo en la Iglesia Internacional ubicada en la avenida Hunting Park, al norte de Filadelfia: «Obama tiene que cumplir lo que prometió».
 
Barack Obama se haya entre la puja de dos fuerzas. El socialismo y la derecha norteamericana que le exige políticas tradicionales. Es de izquierda moderada. Por eso lo odian los de derecha. Pero es por eso que también lo odian los de izquierda, porque hizo creer que desafiaría las tendencias históricas y ahora que es presidente no apoya políticas socialistas por temor a ir minando aún más su reducido apoyo en el congreso, o simplemente porque se dio cuenta que la economía no da y que los Estados Unidos es de derecha en su médula espinal.
 
No es gratuito que sus niveles de popularidad hayan descendido hasta el número histórico de treinta y seis por ciento. Ni los de izquierda ni los de derecha están contentos con él. Millones de personas andas como ‘Jimmie’ y como yo, viéndose a rastras para pagar sus cuentas. Con lo que gano dictando la clase de Escritura Creativa en Temple no me da para vivir. Mi aparta-estudio es pequeño, pero es mi espacio. Aquí paso días enteros escribiendo sin que nadie me moleste. Pedí otra clase pero me la negaron: el número de estudiantes de la universidad ha bajado de forma drástica. Hay cientos de profesores en la misma situación. Odiaría trastearme, pero si no consigo otro trabajo voy a tener que irme a un sitio en el que pague menos. Me siento de vuelta en Colombia y la crisis de los noventas, cuando Ernesto Samper dejó entrar dineros del narcotráfico a su campaña y fue juzgado en el proceso 8.000. En esa ocasión duré tres meses y medio buscando trabajo. Todo era difícil, tenías que hacer esfuerzos adicionales para vivir al ras.
 
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