Debes pensarlo dos veces antes de levantarte a las cuatro de la mañana, manejar 456 millas, ver la carrera de Montoya y manejar de vuelta. Las carreteras de los Estados Unidos son seguras, pero siempre hay la posibilidad de que algo suceda, sobre todo si lo haces solo, y manejas durante la noche cuando el universo muestra su rostro.
Pongo el despertador a las 4:30 a.m. Tres horas y media de sueño. Mejor que nada. ¿Estás seguro? Sí, me llama la velocidad, el rugido ensordecedor, el olor a combustible quemado, ver a Montoya en la punta desafiando a tipos rudos que lo rechazan por extranjero y colombiano.
Apago la luz del cuarto e intento dormir pensando en que el día será largo. Doy algunas vueltas en la cama. ¿Estás seguro? ¡Qué sí! ¡Maldita sea! Son casi mil millas, ¿sabes lo que es eso? Mil quinientos kilómetros, podrías ver la carrera aquí en la T.V. No me infundas temores, la semana pasada recorrí 535 millas para ir a la carrera de Charlotte. Sí, pero ibas acompañado y lo hiciste en dos días. Voy a ir, ya tomé la decisión.
Doy vueltas en la cama. El reloj marca la 1:30 a.m. Si tan sólo pudiera conciliar el sueño dormiría tres horas, un número impar según los expertos, la cifra adecuada para profundizarte sin romper los ciclos del sueño. Me volteo para un lado, luego para el otro. La cama está caliente. ¡Mierda!
El sonido espacial resuena en la mitad de la noche. Los números digitales titilan en la oscuridad señalando las 4:30 a.m. Apago el despertador y camino a la ducha con vista nublada. Meto la cabeza bajo el chorro caliente y me doy un baño rápido. Me alisto y como una tostada con un café cargado. Guardo las direcciones del ‘mapquest’ en un bolsillo de la chaqueta, junto a la libreta y mi cámara fotográfica. Tomo las llaves del carro y un morral en el que llevo bananos, maní, pan, jamón y queso.
Bajo en el ascensor y salgo a la noche de Filadelfia que en otoño asemeja el clima de Bogotá. Camino por la calle trece hacia el sur entrando al ‘gayborhood’. Travestis desafían el frío con minifaldas en la esquina de Walnut.
– ‘Are you going by yourself, sweety?’ -, me pregunta uno de vientre plano con los pechos apretados en un ‘top’. Sus ojos almendrados delatan algún ancestro oriental. Sigo derecho. Media cuadra más adelante deja salir un chillido: ¡Gggrrrrrrrrrrhhhh!
Las calles lucen solitarias a excepción de Locust, donde un jíbaro me abre los ojos. Se queda con las palabras en la boca cuando sigo derecho. Termino de recorrer el céntrico barrio habitado por casas de dos y tres pisos con porches y portones de colores.
Mi carro anda en la 13 con Lombard, donde lo dejé hace una semana al llegar de Charlotte. Fue ahí donde Montoya perdió las aspiraciones del título en la Nascar, 2009. Lo caliento un par de minutos. El tablero marca las 5:35 a.m., una temperatura de 47º F. Estás loco. Qué es lo que te impulsa, ¿dime? Tú sabes: el sentimiento aventurero, la necesidad de saber que no hay límites, que puedes hacer lo que te propongas, que lo difícil se vuelve tangible. Le doblas el brazo a la situación y te sientes ganador. Siempre es bueno ganarle el pulso al miedo, ese maldito demonio que te come por dentro y te corta las alas. Es tan sencillo como hacerlo: montarte en tu carro e irte sin pensarlo tanto.
Tomo Broad St. hacia el sur. City Hall y la Avenida de las Artes reflejada en el espejo retrovisor. Bajo por Washington AV., pasando frente a los establecimientos cerrados del mercado italiano. En Columbus Boulevard una flecha indica el acceso a la Autopista Interestatal 95, dirección sur. Lo transito frente al Walmart, Home Depot, Target y otros almacenes de grandes superficies. Las dos chimeneas del S.S. United States se asoman sobre la bodega del muelle 82. El viejo barco de pasajeros luce como un fantasma con su metal de cubierta oxidado y la pintura desteñida. Nadie creería que aún conserva el record mundial de velocidad entre Londres y Nueva York, impuesto el 14 de julio de 1952, en tres días, doce horas y doce minutos.
Recorro la rampa de acceso y desemboco en la autopista levadiza que recorre el litoral hasta Miami. Llega hasta Houlton, frontera con Canadá, hacia el norte. Acelero hasta las 65 millas por hora permitidas, bordeando al Río Delaware. Se prolonga como una mancha oscura a mi izquierda. Paso junto al ‘Lincoln Financial Field’ y al Citizens Bank Park, donde los ‘Phillies’ jugarán la Serie Mundial contra los ‘Yankees’. Una termoeléctrica alumbra la noche con miles de bombillos, junto a un cementerio marino donde barcos obsoletos flotan en el agua. Cruzo el puente sobre la Y que forma la desembocadura del Schuykill en el Delaware, ante la pista iluminada del aeropuerto. Transito junto a las cuatro terminales y dejo atrás a ‘Philly’.
Mis ojos arden, pero los mantengo fijos sobre la carretera. Algunos vehículos transitan por los carriles de alta velocidad a setenta y ochenta millas por hora. Acelero a 75 manteniéndome en el colchón de las diez millas adicionales con las que puedes andar sin que te pongan una multa. Si mis cálculos no fallan, estaré llegado a Martinsville a la 1:30 p.m., justo para los actos protocolarios de la carrera.
Recorro las 21.3 millas que me indica el ‘mapquest’ e ingreso a la autopista I – 495 entrando a Delaware. Ando 11.7 millas y vuelvo a salir a la I – 95, donde el trafico de tractomulas se acrecienta. Las luces altas de algunos vehículos perturban mi vista por momentos.
Las millas van pasando ante el panorama oscuro de arbustos y árboles. En Maryland la autopista se eleva de nuevo y las luces de los rascacielos dibujan el panorama urbano de Baltimore, con formas arquitectónicas y puntas de colores que muestran sus diversos ángulos a medida en que la veo pasar de largo. Termino de recorrer las 93.7 millas y tomo el Capital Beltway que circunvala Washington D.C., desviándome por la salida 170 B en dirección a Tysons Corner. Media milla después, entro en la I – 70 W en dirección a Frederick. Ando 39.6 millas hasta tomar la US – 340 W donde cruzo a Virginia.
Los primeros destellos de luz le dan un color azuloso al mundo. Al poco tiempo me encuentro atravesando parajes rurales con lomas verdes, casas de madera con techos triangulares, puertas y ventanas de colores. Algunas yacen frente a la carretera con graneros y silos. Los árboles quemados por el frío del otoño forman postales de tonos ocres, rojos y amarillos.
Hacia las 8:15 a.m. suena el celular – ¿Al fin te vas a Virginia? -, me pregunta papá desde Bogotá.
– Ya estoy en Virginia.
– ¿Ya estás en el autódromo? -, responde sorprendido.
– No, pero voy en camino. Aún debo recorrer unas 250 millas. No te imaginas los paisajes que ando viendo.
– Llámame apenas llegues. Sabes que me preocupo -. Cuelgo ante la imagen de un animal tendido al borde de la carretera. Parece un oso negro con su pelambre ensangrentado.
A medida en que entra el día el sol carga al mundo con su brillo. Me siento fortalecido. La modorra me abandona y mis ojos adquieren liviandad. En una de las salidas de la US – 340 S paro a llenar el tanque de combustible. Voy al baño. El aire fresco infla mis pulmones. El termómetro marca 55º F. Continuo mi camino hasta entrar a la carretera VA – 7 W, una vía estrecha que atraviesa el sendero de un río pedregoso. Algunos deportistas hacen canotaje en sus rápidos. Salgo a la I – 81 S en dirección a Roanoke, una autopista de tres carriles que debo recorrer por 172.2 millas. Me como un sándwich y un chocolate. Bebo agua. Acelero a 75 y empiezo a descontar la distancia pasando carros por el carril de la izquierda. Una hora pasa. Luego otra. Los trayectos se vuelven más o menos tediosos dependiendo del gusto que tengas por las canciones que las emisoras pasan.
El tablero marca las 11:20 a.m., 59º F. Me desvío por la US 220 S. El cielo está despejado, ni una sola nube flota en el horizonte. Aún me quedan 64 millas de recorrido. No es mucho. La autopista se angosta y me frena un semáforo. ¡Diablos! ¿Por qué me mando por aquí el ‘mapquest’? Sesenta y cuatro millas por una autopista no es mucho, por esta carretera serpentina sí lo es, conjeturo a medida en que empiezo a encontrar un semáforo tras otro. La vía atraviesa pequeños poblados en los que hay tráfico en las intersecciones. Me inclino hacia atrás y me relajo un poco. 12:30 a.m. ¿A qué hora me metí por aquí? ¡Maldita dimensión desconocida! La carretera se ancha a tres carriles y empiezo a descontar millas de nuevo. La dicha no dura mucho. Un nuevo semáforo me desacelera frente a unos locales cerrados. Una familia entra a un restaurante de cadena.
1:00 p.m., me empiezo a desesperar. Calma, aún falta una hora. La carretera recorre parajes montañosos plagados de vegetación espesa. Sube y baja por senderos, cruza ríos y lagos habitados por aves.
Vehículos con calcomanías de la Nascar y placas de Nueva York, Massachusetts, Connecticut, Rhode Island y otros estados norteños empiezan a desfilar ante mí. Bueno, por lo menos no soy el único idiota que viene por aquí. Los tres carriles se abren de nuevo y acelero hasta 75. Los avisos advierten que la velocidad de los vehículos es monitoreada por aeronaves.
A la 1: 30 p.m. aparece el dirigible de Good Year en el horizonte. Avionetas halan avisos publicitarios de las diferentes compañías de seguros. ¡La logre! ¡Maldita sea!
Tomo la salida a Martinsville y me devuelvo media milla por la US 220 N. Me desvío hacia Greensboro Rd., en donde policías dirigen el tráfico en dos carriles de ida que por fortuna andan despejados. El autódromo aparece a mi derecha enclavado en el fondo de unas montañas que lo protegen. Le pregunto a un oficial dónde puedo reclamar mi escarapela de periodista y me dirige hacia un tráiler cercano. Un par de señoras simpáticas me preguntan de dónde vengo.
– El periódico Al Dia, Filadelfia -, digo extendiendo mi tarjeta de conducir. – Sí, soy yo -, añado al verla abrir los ojos ante la foto. – Yo tampoco lo creería. Fueron momentos duros. Iba a dormir todos los días a las 3:00 a.m., estudiando una maestría -, explico.
Tomo mi carro y manejo hasta el parqueadero de prensa, ubicado en una montaña al borde de la tribuna norte. Parqueo, me cuelgo la escarapela y bajo por entre los carros estacionados. La panorámica interior del pequeño autódromo se ve desde afuera.
– En el carro número 42 del equipo Earnhardt Ganassi Racing, partiendo desde el puesto veintiuno, Juan Pablo Montoya -, indica el locutor por los parlantes del autódromo.
– ¡Buuuuuuu! -. Alcanzo a escuchar el grito al unísono en las tribunas abarrotadas. La imagen del piloto colombiano agitando su mano aparece en una pantalla empotrada en la mitad de la pista. Luce el overol rojo que le trae buena suerte.
– Ya estoy en Martinsville, un sitio lindísimo -, le digo a mamá por el teléfono. – Esta es una buena forma de conocer los Estados Unidos.
– ¿Cuándo te vas a devolver a Filadelfia? -, pregunta.
– Después de la carrera.
– Por qué no te devuelves mañana, cuando estés descansado -, sugiere.
– Quiero despertarme en ‘Philly’. Tengo muchas cosas que hacer. Pásame a papá.
– Edu, llegaste bien -, comenta con voz aliviada – Montoya sale desde bien atrás.
– Sí, aunque Jimmie Johnson también sale de atrás en el puesto quince -, le digo ante el ronroneo que produce el dirigible sobre el autódromo. – Me gusta cuando Montoya sale de atrás y empieza a ganar puestos en busca de la punta.
Vea fotos en: www.eduardobecharanavratilova.blogspot.com
Lea próximamente la crónica: Martinsville, desde los ‘pits’ – Parte II – Por: Eduardo Bechara Navratilova
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