Cerca a Lexington me frena un trancón. «Trabajos en la vía a cuatro millas», leo en un aviso. No te puedo creer. El reloj marca las 8:20 p.m. Me tomo la cara con las manos. La fila de carros se mueve de vez en cuando. Prendo la cámara y veo las fotos que tomé en la carrera. Cierro los ojos y dormito cada vez que los vehículos frenan. 8:40, 9:00 p.m. Las cuatro millas transcurren de forma tortuosa. A las 9:30 paso junto a las aplanadoras que nivelan el asfalto ante los rayos de unos reflectores poderosos.
 
Ubico el carro en el carril de alta velocidad y subo a 75 mph. Mi estimativo inicial se fue a la mierda. La noche empieza a pasar de largo ante el tramo eterno de la carretera interestatal. Entro a Virginia del Oeste, mi mente puesta en llegar a casa, terminar esta odisea de mil millas, aprovechar el día de mañana escribiendo.
 
Una modorra me invade. Tomo agua. Me despabilo. Como un pedazo de queso. Tengo hambre y sueño. Necesito ir al baño. El medidor de combustible marca un cuarto de tanque. ¿Cuando vas a parar? Más adelante. Sigo recorriendo millas entre el tráfico de tractomulas que se pasan unas a otras, interrumpiendo el impulso de los carros. Tomo agua de nuevo, froto mis ojos con las palmas de las manos. Quiero estirar la parada hasta las afueras de Harrisburg.
 
A las 11:15 p.m. entro a Maryland. La botella de agua yace vacía sobre el puesto del copiloto. Tomo un cuncho que sobra. ¿Por qué haces esto? Le dijiste a papá que pararías si te sentías muy cansado.
 
A las 12:30 a.m. mi vejiga está a reventar. Paro en una estación de servicio al norte de Williamsport. Me hecho agua fría en la cara. Mis ojos lucen irritados. Ojeras prominentes denuncian mi cansancio. Estás hecho mierda.
 
Salgo del baño y me sirvo un tinto cargado. Me preparo un par de perros calientes con queso derretido y me los como pensando en que me faltan unas 80 millas por la I – 81 N, 84.5 por la I – 76 y 18 por la I – 476 vía Valley Forge, en las afueras de ‘Philly’.
 
– Winter is coming -, dice un hombre que entra frotando sus manos.
 
Le pago a la tendera, una mujer de mediana edad con acento sureño y le pongo treinta dólares de combustible al carro. Mi mano está a punto de congelarse cuando dejo la manguera en el repartidor. El tablero del carro marca 37º F. Salgo a la carretera sintiéndome renovado. Mis ojos se concentran en la vía sin hacer tanto esfuerzo. Me nivelo en 75 mph y paso tractomulas con paciencia. No quiero quemar el pan en la puerta del horno.
 
A medida en que me acerco a Harrisburg el radio empieza a captar emisoras de ‘Philly’. En una andan pasando clásicos de los ochentas y noventas. Eye of the Tiger, Survivor, Against all Odds, Phil Collins, Time for me to Fly, Reo Speedwagon y Miles Away, Winger, entre otras.
 
Salgo a la carretera estatal PA – 581. La recorro por 7.4 millas. Desemboco en la I – 83 S que ando por 2.2 millas hasta entrar en la I – 76, el Pennsylvania Turnpike, en dirección a Filadelfia. Me regulo en 70 mph y empiezo a descontar millas en la autopista de tres carriles. La ausencia de tractomulas hace la manejada más agradable.
 
A medida en que me acerco a ‘Philly’ me entra un segundo aire. Mis ojos abiertos sobre la carretera despejada, las luces lejanas de un carro en el retrovisor. Me siento ganador. ¡Maldita sea! ¿Ves que todo es posible? Te propones algo y le doblas el brazo a la situación. Es éste sentimiento de triunfo el que me motiva a hacer estas cosas. No hay límites sino los que tu mismo te impongas. Planeas algo y lo ejecutas.
 
Filadelfia a 20 millas indica un aviso. A esta velocidad estaré en casa pronto. La desviación a Valley Forge está cerca, todo territorio conocido. El reloj marca las 2:30 a.m. Puedo estar entrando a mi apartamento a las 3:15. Aún debo buscar parqueo en las calles del centro y caminar hasta mi edificio en la 13 con Chestnut. Don’t Stop Believin’, Journey, suena en el radio. Subo el volumen. Es lo que siempre he dicho, le pones la cara al miedo y lo vences.
 
Un fantasma salta frente a mi carro. ¿Un fantasma? ¿Cual fantasma? Un fantasma de ojo verde. Alcanzo a verlo. Es grande y luminoso. Me mira con angustia. Malditas películas de terror, te rayan la mente. Llenan tu psiquis de miedos infundados. Su cabeza alargada se inclina contra el capó del carro. Es un macho. De cuernos extensos, cuerpo macizo y musculoso. ¡Mierda! Un fantasma. Sus cuernos golpean contra el capó, su cuerpo contra la punta izquierda de mi BMW 530 modelo 1994. Me voy hacia delante. Aprieto el timón, tensiono los músculos. ¡Demonios! ¿Qué es esto? El sonido seco de latas hundiéndose resuena por encima de la canción. El animal sale disparado en diagonal. La oscuridad se lo traga. «… their shadows searching in the night», canta Journey. ¡No es posible! Apago el radio. Un fantasma. Apareció de la nada.
 
‘No ‘left beams’ me indica el tablero. ¡Maldita sea! Como si no lo supiera. Un ronroneo continuo del guardafango contra la llanta confirma que todo se fue a la mierda. No lo creo. Perdí el BM que me costó tres mil cuatrocientos dólares – las bellezas de la sociedad capitalista -. Puedes tener el carro de una persona rica pero si le pasa algo debes botarlo a la caneca.
 
¿Qué pasó? ¡Dime! Te juro que no lo vi. Saltó de la nada. Un hueco en el cuello de mi estomago. No te lo puedo creer. Te dije que terminaras el viaje mañana. Eso no tiene nada que ver, me sentía bien, salió de la nada, ¿no te das cuenta que ni siquiera pude frenar?
 
– Acabo de atropellar un venado -, le digo a mamá ante la mirada de una joven que detalla la punta del carro. Acelera su ‘Station Wagon’ y sigue adelante.
 
– ¿Qué le pasó al venado? -, pregunta mamá.
 
– Creo que no me has entendido. Acabo de tener un accidente -, la señal se cae. Vuelvo a llamar.
 
– Edu, qué pasó -, contesta papá.
 
– Un venado me saltó de la nada. Lo vi cuando estaba encima. Ni siquiera pude frenar. Estoy a 20 millas de ‘Philly’.
 
– ¿Estás bien?
 
– El carro está vuelto mierda. Lo totalicé. Perdí el carro, ¿entiendes?
 
– ¿Todavía anda?
 
– Sí, pero el guardafango da contra la llanta -, digo ante la imagen de otro venado tendido en la mitad de la carretera. Sus extremidades tiesas denotan rigor mortis.
 
– Manéjalo hasta Filadelfia. Mañana lo llevas al taller.
 
Mi record de 20 años sin estrellarme se fue al carajo. Se te juntan las cosas y parece como si algo conspirara en tu contra. Pago con dificultad el arriendo; ahora esto. ¡Maldita suerte! Tientas el destino y te comes tus palabras. Me vine a los Estados Unidos para intentar surgir y me tocó su crisis. Estoy harto de las crisis. La que viví en Colombia, la actual, la del mundo entero y los seres humanos mostrando su peor cara. Habitamos un planeta de locos.
 
«Estaba a 20 millas de ‘Philly’. Un venado me saltó encima. Iba a 70 mph. El golpe fue durísimo». Le envío el mensaje de texto a Pali en Houston y a Pispe en Miami.
 
– ¿Quieres que te valla a rescatar? -, me pregunta Annete.
 
– Voy por la I – 76, no por la I – 95.
 
Hasta que te cobraron la osadía. Años de tentar la suerte, recorrer el mundo sin descanso. Algo tenía que pasar tarde o temprano. No seas tan trágico. Cualquiera tiene un accidente. Sí había oído que los venados se le tiran a las luces. ¿Alguien me puede explicar por qué?
 
Un aviso indica las millas a Trenton y Princeton en Nueva Jersey. ¿Es posible? Perdí la entrada a Valley Forge. No voy por la I – 76 sino por la I – 276. Los músculos de mi cara duelen. Mi mandíbula está tiesa.
 
Conduzco por media hora hasta que un anuncio indica la salida a ‘North Philly’. La tomo y pago el peaje. Ando lejos del centro. Freno en un semáforo ante el sonido del ventilador que se acelera y desacelera a su propio arbitrio. Recorro Roosevelt Boulevard plagada de semáforos. Me desvío por la salida al ‘Northeast Philadelphia Airport’. El ruido en el guardafango se intensifica cuando doy la curva. El timón no gira del todo. Te lo dije, totalizaste tu carro, el golpe es grave. Un arreglo en una concesionaria te puede costar catorce o quince mil dólares. Busco la salida de la I – 95 hacia el sur. Cada chillido de la llanta me quema el estómago. El que produce cuando doblo a la derecha es aún peor. Entro a la carretera interestatal con aprensión. Me ubico en el carril derecho a 50 mph. Temo que el carro falle en cualquier momento. Ya son las 3:55 a.m. Tractomulas con las luces altas me pasan por el carril del medio.
 
El reloj amarillo de ‘City Hall’ relumbra entre los rascacielos que dibujan sus puntas filudas ante el hemisferio. El puente Benjamin Franklin aumenta su tamaño a medida en que me acerco bordeando el río Delaware. Me desvío por la salida a la I – 676 y salgo por Broad Street. La recorro con un nudo en la garganta. No hay satisfacción de misión cumplida. Nada es igual que antes. Hastío y desagrado enrarecen el ambiente. Annete llama.
 
– ¿Ya llegaste?
 
– Estoy parqueando -, le respondo metiendo el carro en un espacio que encuentro por Pine Street bajo un farol. El reloj marca las 4:10 a.m., casi 24 horas después de salir hacia Martinsville.
 
– Te juro que no quiero mirar -, le digo apagando el carro. Saco mis cosas, hecho seguro y me acerco hacia la punta de forma timorata. – El capó está doblado en la punta. Tiene los cuernos marcados. Toda la pieza anda desviada hacia la izquierda. El guardafango parece un acordeón. Se corrió hasta la llanta. Las luces quedaron destrozadas, – añado tomando mi cabeza. – El cocuyo no existe. El ‘bomper ‘se volvió pedazos. La parrilla anda rota al igual que el babero.
 
– Bueno, pero el seguro te lo paga.
 
– No tengo seguro de accidente. ¿Sabes cuanto cuesta? Lo jugué a una apuesta y lo perdí. Ahora no puedo hablar. Necesito estar solo, lo siento -. Cierro el celular, meto mis manos en los bolsillos de la chaqueta y camino bajo la penumbra de las calles solitarias.
 
 
 
Vea fotos en: www.eduardobecharanavratilova.blogspot.com
 
 
Lea las crónicas: Martinsville, desde los ‘pits’ – Parte I y II, III y IV en www.eltiempo.com/participacion/escarabajomayor
 
 
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