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Las vetas en la piedra del volcán Izalco forman líneas que bajan por la ladera empinada. Una fumarola de vapor asciende por un borde del cráter–. ¿Sabes que dijo mi papá hace un par de días cuando vio el cráter desde aquí?
–¿Qué dijo? –pregunta Steve cuadrando el lente de su cámara.
–Dijo que le producía una excitación tan grande como la que sintió al ver una vagina por primera vez en su vida.
–Es emocionante verlo. Constituye un fenómeno natural fascinante –dice apuntando la cámara hacia él cráter–. Te da una sensación de novedad. –Toma una foto y cuadra el lente de nuevo–. Sabías que es uno de los volcanes más jóvenes del mundo. Tiene menos de trescientos años. Su primera erupción fue en 1770.
–Eso dice la versión popular –nos cuenta un guía que se introduce con el nombre de Martín. La imagen cónica del volcán aparece estampada en su camiseta–. De acuerdo al historiador Jorge Lardé y Larín, sus orígenes se remontan al 19 de marzo de 1722 cuando un buen día la tierra comenzó a expedir humo y cenizas en una hacienda que solía existir ahí abajo –indica apuntando hacia la falda de Cerro Verde–. Luego empezó a emanar lava y sus más de cincuenta erupciones lo han elevado hasta una altura de 1952 metros. Hubo una que duró 196 años. Se alcanzaba a ver desde el océano –añade dirigiendo su índice hacia la fina línea que forma la costa a lo lejos–. Los barcos lo usaban como referente y por eso se le conoce como el “Faro del Pacífico”. Ese que ven allá –dice señalando unos cerros hacia el este–, es el volcán de Apaneca. Y ese de ahí es el Santa Ana –añade da cara al norte–. El mismo Cerro Verde fue un volcán que se apagó hace millones de años.
–¿Cuándo fue la última erupción de Izalco? –pregunta Steve.
–En 1966. El camino de lava iba directo al poblado de Sonsonate. Por fortuna la erupción se apagó antes de que llegara.
–Allá también hay casas –digo señalando unos asentamientos aledaños a la falda de Izalco–. No entiendo por qué la gente construye sus casas al lado de los volcanes –le digo a Steve.
–La tierra debe ser barata –responde sacándoles una foto.
–¿Izalco está formado por qué tipo de piedra? –le pregunto a Martín de cara a una prolongación de rocas oscuras encañonadas entre el volcán y Cerro Verde.
–Basalto. Es liviana. La tomas en tu mano y la puedes romper. Ese sendero lo formó el descenso del río de lava en la penúltima erupción que tuvo el volcán en 1958. La del 1966 la hizo del otro lado –añade señalando la parte del volcán que da hacia la costa.
–¿Qué diámetro tiene el cráter?
–Alrededor de 250 metros.
–Mi papá tiene razón –digo sonriendo–. Si lo vez bien tiene cierta forma vaginal. Es bastante erótico.
Le pedimos a Martín que nos tome una foto y paso mi brazo sobre los hombros de Steve. Sonreímos y la toma.
–Hay que documentar el evento. Eduardo es la única persona en el mundo que puede dar fe de que esta coincidencia es verdad.
Steve toma algunas otras fotos ante un par de nubes entrantes que flotan desde el norte sobre el volcán.
–Tienen suerte –dice Martín–. Por lo general el volcán anda cubierto por nubes.
–Ven te llevo a un sitio que parece salido de una película de terror –le digo a Steve bajando las escaleras del mirador. Nos montamos al carro y tomamos un camino destapado que nos lleva a las ruinas de un hotel abandonado. Parqueo bajo una baranda de concreto que amenaza ruina–. A mi mamá le dio escalofríos el lugar –añado bajando del carro–. Había un mapache escarbando en esos arbustos de ahí cuando vinimos –digo señalando unos matorrales. Pasamos un aviso que dice. “No pasar / Do not enter”, sobre un círculo rojo y salimos a una terraza en la que algunas personas toman fotos–. Ese día no había nadie –le aclaro ante lo que debió ser un recinto con un jardín central y un piso de madera que yace a la intemperie. Nos acercamos al marco de un par de puertas solitarias. Steve les toma una foto. Retrata cada ángulo, cada pequeño detalle de la estructura ruinosa. Su arquitectura centro europea de tejados triangulares le da una apariencia alpina. En el interior de un salón llamado “El mirador” algunas personas atienden mesas con artesanías, collares y pulseras de cuero, como en un mercado de las pulgas. Me acerco a una señorita y le pregunto qué le pasó al hotel.
–Parte de la estructura se vino abajo en un terremoto y fue clausurado.
–¿Quién era el propietario?
–El gobierno. Ahora hay un proyecto para reconstruirlo.
–¿Es decir que los van a sacar de acá y te vas a quedar sin trabajo?
–Sí –dice bajando los hombros.
–Bueno, pero podrías trabajar en el hotel, ¿no es verdad?
–Sí, eso es cierto.
Steve termina de fotografiar tres chimeneas de bronce que le dan un aspecto lujoso al salón y salimos al balcón de enfrente. La vista del volcán es majestuosa. Las vetas de la piedra en su figura cónica y fumarolas del cráter son aún más notorias. Tomo un par de fotos ante un paisaje sublime que me recuerda lo pequeños que somos en el mundo.
–¿Cómo te parece este lugar?
–La vista es espectacular –responde retratándolo en su cámara.
–Puede ser una de las mejores vistas de un volcán activo en el mundo –añade un norteamericano de brazos tatuados. Luce una pañoleta negra con el logo de Harley Davidson ajustada a su cabeza.
–Debió ser un espectáculo ver su erupción –dice un amigo suyo con un fuerte acento sureño–. Por eso edificaron este hotel –añade quitándose un chaleco de motociclista–. Lo empezaron a construir en la erupción de 1958 y cuando lo iban a terminar se apagó. Aprovecharon la erupción de 1966 para terminar su construcción y el día en que lo iban a inaugurar se volvió a apagar. ¿Lo pueden creer?
–¿En serio? Qué chistoso.
–Terminaron subiendo al volcán y lanzando fuegos artificiales desde el cráter.
–¿Por qué saben tanto?
–Somos pilotos y venimos mucho a El Salvador –responde el de pañoleta.
–¿De qué aerolínea?
–Una privada.
–¿Y este hotel?
–Solía ser un lugar elegante. En esa parte de allá –indica apuntando hacia la terraza del piso de madera–, quedaba el restaurante. Toda su estructura se cayó con el terremoto de 1986. Marcó 7.5 en la escala de Richter. En enero y febrero de 2001 tuvieron otro par de temblores que marcaron 7.6 y 6.6. Este es un sitio de muchos sismos porque las placas tectónicas de “Cocos” y “Caribe” están acomodándose de forma continua –dice deslizando una palma por debajo de la otra–. Por eso es que hay más de veinte volcanes en un país tan pequeño. Desde el aire es muy interesante verlos.
–Yo vi los del sur-este viniendo desde Colombia. La vista de la costa con los deltas de los ríos y los volcanes de San Miguel y San Jorge me pareció alucinante. ¿De donde son ustedes?
–Nueva Orleans.
–Estuve en Nueva Orleans hace un año. Es un lugar fascinante. Se respira ‘blues’ en el ambiente.
–A mi me gustan más estos países latinoamericanos –dice el de chaqueta–. Uno se sientes más libre –añade perdiendo su mirada hacia la línea que forma el borde del continente.
Una mujer con una bailarina de ‘estreptease’ tatuada en el hombro sale de “El Mirador” y llega junto a los norteamericanos.
–Nos vamos a hacer la “la ruta de las flores” Una carretera escénica llena de riscos y túneles que bordea el mar –dice el hombre de la pañoleta –es muy parecido a California. Ustedes también podrían hacerla –añade tomando de la mano a la joven–. Pueden parar en una de las playas surfistas y luego vuelven a San Salvador por La Libertad.
Me muestran la ruta en un mapa mucho más detallado que el mío y nos lo regalan. Tomamos otro par de fotos y nos despedimos. Le damos una vuelta al hotel por el otro costado. Steve aprovecha para fotografiar las paredes resquebrajadas, las grietas en la loza de concreto, el polvo sobre los pisos y los muebles del lobby apilados en una esquina.
–¿Sabes lo que un director de cine podría hacer con este sitio? –le digo frente a las puertas del corredor que lleva a los cuartos. Un gran candado ajustado a una cadena oxidada impide el paso–. Cuando era chiquito vi una película llamada “Barco fantasma”, este sin duda podría ser el: “Hotel fantasma”.
Atravesamos la plataforma del restaurante que se calló y volvemos en el carro hasta el parqueadero central.
–El Lonely Planet dice que hay algunas excursiones cercanas. Podríamos hacer una –propone Steve.
Una guía llamada Giselle plantea que nos lleva por un camino del otro lado de Cerro Verde, en el que hay un mirador hacia Santa Ana. Partimos en compañía de dos parejas de jóvenes salvadoreños que caminan tomados de la mano por un camino de tierra rodeado de árboles y maleza.
Giselle nos va dando el nombre vulgar de cada uno de los árboles y plantas floridas que pueblan el bosque montañoso tropical, hasta que el panorama se abre y Santa Ana aparece con su cráter grisáceo elevado a lo alto. El costado enorme forma vetas que se van perdiendo a medida en que bajan en la piedra y la superficie del volcán es cubierta por la maleza.
Nos tomamos una foto mientras que las dos parejas de jóvenes se besuquean. Me dan su cámara, posan para la foto y se las tomo. –Quedaron como cuatro tortolitos frente al volcán, podría ser el título de un poema de amor –les digo pasándoles la cámara. Una joven de ojos azules y labios gruesos sonríe ante mi apunte. Le traduzco a Steve.
–El volcán Santa Ana es un estratovolcán andesítico-basáltico –nos cuenta Giselle de cara a la cumbre–. Es diferente al Izalco porque ese es piroclástico, de erupciones estrombolianas, y sus flujos de la lava son geoquímicamente distintos –añade con propiedad–. Durante el colapso de Santa Ana, una avalancha voluminosa producida en el Pleistoceno, formó la Península de Acajutla en el Océano Pacífico. A este volcán se le conoce en nahuat, la lengua nativa, como Llamatepeq que quiere decir “Cerro Padre”. Es el volcán más alto de El Salvador con una altura de 2381 metros. Tiene cuatro cráteres diferentes. ¿Si ven que está lleno de ceniza en uno de sus bordes? –pregunta hacia el extremo este del cráter extendido–. En agosto de 2005 explotó expulsando cenizas y rocas. Un alud de agua caliente descendió del volcán matando a dos personas. La erupción forzó la evacuación de la zona de San Blas. La amplia cumbre del volcán es cortada por varios cráteres, respiraderos y conos que se han formado a lo largo de una grieta de 20 kilómetros que se extiende hasta muy cerca de la ciudad de Chalchuapa.
Seguimos hasta otro mirador desde el que se aprecia la laguna de Coatepeque. Una isla se levanta en el costado sur-este formando un cono. La curvatura de sus orillas y trazos de sus rectas convergen en la punta desafiando la teoría de que en la naturaleza es imposible hallar líneas y ángulos perfectos.
Giselle explica que todos los volcanes a la redonda son alimentados por la caldera de Coatepeque. Nos tomamos otro par de fotos, terminamos de dar la vuelta y le pagamos cinco dólares.
El cráter de Izalco anda tapado por las nubes. Descendemos conduciendo por la carretera empinada al ritmo de “Not Exactly” de Deadmau5. Voy manejando de forma prudente. Acelerando cuando se puede, sin tomar riesgos innecesarios.
–Explícame una cosa–, pregunta Steve ante tres hombres fornidos que bajan caminando al borde de la carretera –. Las personas que te atracan bajan caminando por aquí y luego toman el bus contigo.
–Supongo que sí –respondo con una sonrisa.
 

Lea la parte I de “camino al volcán Izalco” en: www.eltiempo.com/participacion/escarabajomayor

Vea fotos en: www.eduardobecharanavratilova.blogspot.com
escarabajomayor@gmail.com
www.eduardobechara.com

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Mi nombre es Eduardo Bechara Navratilova. Escribo como acto liberador que me ayuda a escapar del mundo, así termine volviendo a él. Me sirve para entender mis propios actos, aunque admito que acabo con más preguntas que respuestas. Tengo defectos despreciables, que dejaré al lector descubrir por si mismo. Detesto los trancones, las modelos y hacer fila en los bancos. Me gusta el fútbol y la rumba, me gusta la gente que persiste. Tengo los títulos de derecho (1999) y literatura (2005) en la Universidad de los Andes. La novia del torero, Editorial La Serpiente Emplumada (2002) y Unos duermen, otros no, Editorial Escarabajo (2006), son mis dos novelas publicadas. No tengo un peso en el banco, pero me he recorrido medio mundo en viajes. El ser humano y su comportamiento son mi tema de fondo.

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