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Viró por una carretera destapada bordeada por posadas con avisos en madera y tiendas de jugos. Un rubio con ‘dreads’ y una tabla de surf bajo el brazo pasa por enfrente del carro en compañía de una mujer de ojos claros. Parqueamos y bajamos bordeando un camino de arena por el que se venden bikinis, pareos y demás artículos para la playa. Personas comen pescado y frutos marinos en un restaurante de madera que da contra el océano crispado. Las olas revientan formando una nube de vapor que se extiende hasta la playa pedregosa tiñendo al lugar con un tono grisáceo. Un par de pescadores lanzan sus atarrayas en el estuario de un río aledaño. Algunas casas de madera con tejados de paja, terrazas y barandas lo bordean. Su agua verdosa da una curva escondiéndose tras la esquina que forman unos mangles frondosos. Steve les toma fotos a los pescadores desenredando un par de pescados en sus redes. Detallo a un grupo de jóvenes que toman el sol luciendo sus bikinis contra la baranda de concreto del restaurante. Una ola gigante estalla y su fuerza remonta la arena. –¡Se van a mojar! –les digo viendo el agua acercarse. Levantan sus mejillas de los pareos y ven el agua llegando hasta sus pies. Todas, menos una, se aventuran al mar chapoteando cerca de una roca de dos puntas que sobresale entre el agua–. ¿Son extranjeras? –le pregunto a la que se quedó. Está un poco pasada de kilos pero su cuerpo juvenil aun guarda curvas atractivas.
–Somos salvadoreñas –responde mirándome desde abajo.
–Pensé que la mayoría de personas aquí eran anglosajonas.
–Hay de todo –responde cubriendo sus ojos con unas gafas negras.
Una rubia con el ‘top’ de su bikini y unos jeans recortados en los que se resaltan sus glúteos sale a la playa, pone la mano sobre su frente y mira en una y otra dirección. –¿Sabes dónde queda la playa de los surfistas? –me pregunta en inglés mostrándome sus ojos azules.
–Supongo que es allá, donde se ven esos surfistas –le digo ante sus rasgos de nariz recta, pómulos medianos y quijada puntiaguda. Le pregunto a un pescador y me confirma la ubicación–. ¿De dónde eres? –le pregunto a la mujer.
–Australia –responde de forma relajada. Sus labios tiernos resaltan contra sus dientes ordenados.
–Eres muy bonita –le digo tras el lente de mis gafas oscuras–. De hecho eres la mujer más linda que he visto en El Salvador.
–Eso es muy generoso de tu parte –me dice con una sonrisa que acentúa sus pómulos.
–Solo digo la verdad. No hay por qué esconderla.
–De ser así, muchas gracias.
–Sí, es allá –añado señalando la playa con el índice.
–¿Y tú? ¿De dónde eres?
–De Colombia –respondo poniendo cara de malevo.
–Bueno, mucho gustó –dice mostrándome su mano. La aprieto y la veo alejarse absorto en sus piernas torneadas, su trasero y cintura curva.
Caminamos por la playa ante la marea creciente. Las jóvenes salen del mar y se cruzan con nosotros. –¿Qué tal está el agua? –les pregunto.
–Menos fría de lo esperado –responde una de cuerpo esbelto.
–Eres igual a Eduardo. Él es muy entrador. Realmente tú y él salieron del mismo molde –dice Steve negando con la cabeza.
–Eduardo es aún más entrador que yo –respondo asintiendo.
Steve le toma fotos a la piedra de dos puntas y caminamos sobre la arena oscura bordeando unas planchas de concreto en las que otros restaurantes y posadas abren sus puertas. Niños con vestidos de baño juegan entre ellos encaramados a las ramas de un árbol seco que yace sobre la arena. Subimos unas escaleras de concreto, compro un par de cocos que una joven de piel canela nos abre con un machete y nos sentamos junto a la mesa de unos surfistas extranjeros que lucen pañoletas y tatuajes en sus bíceps. Un par de pelirrojas se toman unos rones con ellos. El sol empieza su descenso dibujando resplandores plateados en el mar.
–El mundo es muy pequeño en realidad –dice Steve con la mirada perdida en el océano.
–Y la vida es circunstancial. Precisamente ahora estoy reescribiendo una novela llamada “El juego de María” en la que una esguince de tobillo le cambia la vida a María Costa, una jugadora de voleibol.
–Es cierto, las cosas en la vida son así. Por eso es que nuestra coincidencia es medio inverosímil. Eso la hace más interesante –añade dándole un sorbo al pitillo de su coco–. ¿Dime qué posibilidad había de conocernos en un lugar como este?
–Un país que no es muy turístico –añado tomando un sorbo del mío–. La oficial de inmigración del aeropuerto estaba sorprendida porque veníamos a hacer turismo. ¿Por qué escogiste El Salvador? –le pregunto.
–Tenía algunos días libres y decidí venir. No queda tan lejos de Nueva York –dice apoyando la espalda sobre el asiento–. Mi mujer está embarazada en El Cairo y mi vida va a cambiar. Quería aprovechar para hacer el último viaje antes de que eso pase.
–Felicitaciones –le digo sonriendo–. Lo mismo dice mi papá: que su vida cambió cuando nació mi hermana mayor.
–Eduardo estaba conmigo cuando le propuse matrimonio a Helen, mi esposa –dice con los ojos puestos en el vacío. El sol sigue su descenso incrementando los resplandores.
–Entraste a ser parte de nuestra historia.
–Esta historia va a ser difícil de creer para nuestros amigos en El Cairo.
–Voy a darte una copia de “Creaturas del mandala” para que se las muestres.
Les dejo una razón a mis papás en el lobby del hotel para que sepan que estoy vivo, le damos una última mirada al ambiente paradisiaco, volvemos al carro y retomamos nuestro camino pasando por El Majagual. Un nuevo atasco nos frena en La Libertad. Le ponemos combustible al carro ante los últimos rayos de la tarde y nos desviamos por la CA-4 conocida como la carretera al puerto. Aceleramos por sus lozas de cemento pasando carros con facilidad ante el ritmo de “Till The Sky Falls Down” de Dash Berlin, “I’m in love” de Alex Gaudino, “In and Out” de Armin Van Buuren y “Oceanlab” de Sirens of the Sea, hasta que la autopista de dos carriles se angosta a uno y transitamos un atasco infernal durante varios kilómetros hasta Santa Tecla. Dejamos atrás el poblado y avanzamos por la CA-8 hasta que entramos a Nueva San Salvador. Tomó una U y salimos del otro lado frente a los centros comerciales de La Gran Vía.
Parqueamos en el hotel y nos bajamos ante un viento frío que sopla del este. Cruzamos el lobby y subimos al quinto piso. Papá anda en el sofá viendo T.V.
–Te presento a Steve –le digo con una sonrisa. Se saludan de forma cordial con un apretón de manos–. Ya te cuento quién es. –Papá lo mira con cierta curiosidad–. ¿Dónde está mamá?
–Abajo en el gimnasio.
Me la topo a la salida. –Ven te presento a Steve –le digo con entusiasmo.
–¿Quién es Steve? –pregunta limpiándose el sudor con una toalla.
–Ya verás.
Volvemos al cuarto y lo saluda de forma calurosa. Mamá sirve unos tragos de Black Label, nos los pasa y se sienta al lado de papá con su vaso en la mano.
–Salí como un desquiciado para llegar a tiempo a la excursión del volcán Izalco –les digo tomando un sorbo de whisky.
–Justo lo que tu papá te dijo que no hicieras –responde mamá.
–Estaba obstinado en llegar. Hacia las 10:30 a.m. divisé los volcanes… a las 10:40 a.m. tomé la ruta que lleva al complejo de volcanes… a las 10:45 a.m. viré para empezar a subir a Cerro Verde y vi a Steve con el pulgar apuntando hacia arriba. Sus ojos me rogaban que lo llevara –digo ante su sonrisa.
Cuento la historia reconstruyendo nuestros diálogos ante el asombro de papá y mamá.
–¡Increíble! ¡Increíble! ¡Increíble! –dice papá abriendo sus ojos negros–. Que coincidencia tan asombrosa.
–Si Eduardo no hubiera salido tarde, o algún otro carro me hubiera recogido, o si él no hubiera parado…
–¿Cómo no iba a parar con esa cara de bueno que tienes.
–… o sí yo hubiera llegado a tiempo, o cualquiera de los dos hubiera decidido ir otro día a la excursión, o por mil razones más, jamás nos hubiéramos conocido –dice bebiendo un trago–. La posibilidad de que algo así se de es de una en un billón –dice Steve con la alegría acentuada en sus pómulos redondos.
–O de una en un trillón –dice papá mirando a Steve–. Aún no salgo de mi asombro –añade levantando su vaso de whisky. –Bueno, ¡Salud! Por un encuentro alucinante. Lo único malo es que es tan improbable que nadie les va a creer que la historia sea cierta.
 
 
 
Lea la parte I, II, III y IV de “Camino al volcán Izalco” en: www.eltiempo.com/participacion/escarabajomayor
Vea fotos en: www.eduardobecharanavratilova.blogspot.com
escarabajomayor@gmail.com
www.eduardobechara.com

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PERFIL
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Mi nombre es Eduardo Bechara Navratilova. Escribo como acto liberador que me ayuda a escapar del mundo, así termine volviendo a él. Me sirve para entender mis propios actos, aunque admito que acabo con más preguntas que respuestas. Tengo defectos despreciables, que dejaré al lector descubrir por si mismo. Detesto los trancones, las modelos y hacer fila en los bancos. Me gusta el fútbol y la rumba, me gusta la gente que persiste. Tengo los títulos de derecho (1999) y literatura (2005) en la Universidad de los Andes. La novia del torero, Editorial La Serpiente Emplumada (2002) y Unos duermen, otros no, Editorial Escarabajo (2006), son mis dos novelas publicadas. No tengo un peso en el banco, pero me he recorrido medio mundo en viajes. El ser humano y su comportamiento son mi tema de fondo.

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