Lea la historia de Eduardo Bechara Baracat & Eduardo Bechara Navratilova en «Camino al volcán Izalco».

 

El sol resplandece en el cielo claro llenando de color al volcán San Salvador y los barrios de casas apeñuscadas que ascienden por la ladera de la montaña. A diferencia de ayer, parece el día perfecto para escalar el volcán Izalco. Mi reloj marca las 9:30 a.m., el tiempo justo si quiero tomar la carretera hasta el complejo de los volcanes y ascender a Cerro Verde.
Me alejo de la ventana y me pongo los tenis. Mamá anda dentro de las sábanas de lino leyendo la copia de «Creaturas del Mandala» que Eduardo Bechara Baracat les regaló a mis papás con una dedicatoria en la que dice que quiere: «estrecharlos en un gran abrazo y decirles que también quisiera ser su hijo».
Papá está en el baño cepillándose los dientes. Sale y mira su reloj. –¿A qué horas debes estar allá?
–A las once.
–Sal ya si quieres alcanzar a llegar –dice abriendo los ojos.
–Ya me voy –respondo terminando de poner el antisolar en mi cara. Tomo las llaves del carro con el llavero de AVIS, introduzco la billetera en el bolsillo trasero de mi pantalón y meto la pila recargada en mi cámara.
–Tal vez deberías dejarlo para mañana –añade recostando sus muletas contra la esquina. Se sienta en la cama y toma aire–. Se te hizo tarde, déjalo para mañana –insiste plegando los labios–. Lo peor que puedes hacer es ponerte a correr como un loco.
–Si salgo ya alcanzo a llegar –. Me acercó a él, bajo la cabeza y me da un beso en la frente.
–Déjalo para mañana –repite mostrándome sus ojos–, tu mamá y yo vamos a quedar preocupados.
–El día está perfecto, mañana tal vez vuelva a llover –respondo dándole un beso a mamá.
–Tu papá tiene razón. Se te hizo tarde. Mañana puedes ir con calma –dice pasando una hoja del libro–. Oye, en este último cuento «Un abrazo a mi reflejo», ¿qué terminó de pasar al fin con Valerie Rosemain?
–El último contacto que Eduardo tuvo con ella fue en ese mensaje que Valerie le envió en 2005 desde París contándole que le habían diagnosticado un tumor en la cabeza. Yo le escribí un mensaje a petición de Eduardo desde Itacaré, diciéndole que era el verdadero autor de «La novia del torero». Se lo envié a su correo de Hotmail y rebotó –digo doblando el mapa de El Salvador que me voy a llevar–. Le pedí otro correo a Eduardo y él me dio uno de Yahoo. Lo envié y rebotó. Le dije: «Edu, no tienes otro», lo busco y me dio un tercero de Wanadoo France. Lo envié y rebotó. Buscamos a Valerie en Google y Facebook y no apareció por ningún lado. Eso está en «Encuentro con mi otro yo», la memoria que escribí de nuestro encuentro. Cuando salga lo podrás leer.
–Bueno, si te vas a ir vete ya. No pierdas más tiempo –dice papá acomodando una almohada de plumas contra el espaldar de la cama.
–Es decir que Valerie murió –insiste mamá quitándose sus gafas de leer.
–No lo podemos asegurar aunque igual le hicimos el duelo –respondo desde la puerta.
–Déjalo irse que no va a llegar y después se va manejando como un loco –añade papá tomando en sus manos «El sueño del celta», la última novela de Mario Vargas Llosa–. ¡Vete despacio!
–Eso no te lo puedo prometer –respondo cerrando la puerta.
Bajo por el ascensor, cruzo el lobby del Courtyard Marriot en donde está Andrea, la recepcionista, y le digo que voy a ir a hacer la escalada. Mira el reloj y levanta sus ojos achinados. –¡Vas tarde! –me dice pronunciando el movimiento en sus labios carnudos.
–Ya sé –respondo.
Levanta sus cejas pobladas y se despide agitando la mano.
Termino de cruzar el lobby enchapado en mármol y salgo al calor del día. Los rayos del sol calientan al asfalto como una plancha hirviente con todo y que es invierno. El interior del carro está insoportable. Me pongo las gafas oscuras, prendo el aire acondicionado al máximo y hecho reversa. Salgo bordeando la glorieta. Del otro lado del hotel está el centro comercial La Gran Vía y su pasadizo adoquinado en el que abren sus puertas almacenes y restaurantes de cadenas americanas, junto a grandes salas de teatro Cinemark. El árbol de navidad parecido al del Rockefeller Center en Manhattan, exhibe sus bombillos frente a una fuente y un par de trenes a escala en los que algunos niños dan un paseo en compañía de sus papás. Otros juegan dentro de bolas de plástico gigantes que un empleado infla y pone a flotar sobre el agua de una pileta. Uno de ellos corre adentro de la bola como si fuera un hámster en un cilindro de laboratorio. Una adolescente de trenzas se lanza de una tirolesa y otro par de jóvenes suben un muro de escalar.
Dejo atrás lo que me he dado en llamar «Little America», y entro al verdadero país de El Salvador, el de los conductores que te tiran el carro encima, los vehículos que dejan fumarolas a su paso, las camionetas que transportan personas paradas en sus platones, buses destartalados de los que cuelga la gente de las puertas ante la mirada tranquila de los policías, y peor que eso, el de las Maras salvatruchas, las pandillas criminales originadas en los Estados Unidos que han asolado al país en los últimos años.
Pongo la estación de radio que pasa música electrónica las veinticuatro horas del día y salgo a la carretera CA-8 que lleva a Sonsonate y termina en el puerto de Acajutla en el océano Pacífico. Acelero ante los acodes electrónicos de «Haunted» de Paul Van Dyk. El ritmo repetitivo crea una sensación infinita en la que me pierdo pasando tractomulas y buses en un paraje boscoso. Un par de kilómetros después me frena un atasco frente a casas apiñadas de latón y teja. Miro el reloj. 9: 45 a.m.
¡Maldita sea! La entrada a Santa Tecla está obstruida por buses y camiones que aceleran y frenan entorpeciendo el tráfico. En una lentitud tortuosa voy dejando atrás el barrio de invasión que bordea al pueblo de casas con tejas de barro al estilo español. Algunos ‘malandros’ de pecho ancho luciendo los brazos y caras tatuadas, pasan caminando por entre el tráfico con actitud arrabalera. Pienso en que pueden ser integrantes de las «maras». Anoche vimos en la T.V. que en noviembre de 2010, le prendieron fuego a un bus con todos sus integrantes adentro, en lo que se supone fue un rito de iniciación de algunos de sus nuevos miembros. Las imágenes mostraban a los pasajeros del bus tratando de huir de las llamas mientras que un hombre les disparaba. El atentado dejó treinta y tres pasajeros muertos y ningún delincuente detenido.
El centro de Santa Tecla está invadido a lado y lado de la carretera por casetas improvisadas con techos de plástico en los que se venden todo tipo de baratijas: cuchillas de afeitar, peines, juguetes de pilas y hasta calzones a un dólar. La basura en la calle y el hacinamiento de personas que miran hacia el interior de los carros, terminan de darle al lugar un aspecto sórdido como el que tiene el propio centro de San Salvador. Paso el nudo y la calle se abre ante una plaza al estilo colonial que podría ser muy linda de estar limpia y tener las fachadas bien pintadas.
Acelero una vez más entre los buses y camiones que transitan la CA-8 ante el ritmo de «When you look me in the eyes» de Amanda Encore, cuidando de no desviarme por la CA-1 que lleva a las ruinas mayas de San Andrés y Tazumal en las que estuvimos en días pasados. Aún más al norte, pasa junto al volcán Chingo y llega a la frontera de San Cristóbal en Guatemala.
Dejo atrás la intersección, meto quinta en el Kia Rio que alquilamos y me concentro en capotear el tráfico a ciento veinte kilómetros por hora. Tengo una hora para llegar. Va a estar cerca, pienso al ritmo de «Flash dance» de Deep Fish. La música me estimula. Soy consiente de que voy muy rápido para una carretera en la que se cruzan los camiones, las bicicletas y los campesinos que la pueblan a uno y otro lado.
La velocidad me contagia con su frenesí y la música me lleva a un estado de trance en el que mis reflejos se agudizan. Me adelanto a las imprudencias que puedan cometer los camiones desacelerando con la caja del carro. Cuarta, tercera, el tacómetro sube la aguja a cinco mil quinientas revoluciones. Paso los autos lentos y acelero de nuevo con el pedal a fondo sintiendo el vértigo en medio de mi abdomen.
Escucho «Call on me» de Eric Prydz, «Energy 52» de Café del Mar, «Office Gossip» de Hed Kandi y una versión ‘trancera’ de «Love Bites» de QED. Hacia las 10:25 a.m. se abre ante mis ojos un panorama maravilloso. El volcán Izalco se levanta en la lejanía con su figura cónica perfecta como si fuera un dibujo pintado por un niño. A su derecha, un poco más alto, está Cerro Verde y aún más a la derecha se levanta el volcán Santa Ana con su cráter extendido. «Airwave» de DJ Tiesto me incita a acelerar aún más. Alcanzo una recta y subo la velocidad a ciento cuarenta kilómetros por hora.
¡Lo voy a lograr! ¡Lo voy a lograr! Me digo ante el viento que golpea el panorámico. El valle se extiende con los volcanes en frente y me siento feliz. Mi felicidad está ligada a la velocidad y al sentimiento de libertad que me abraza ante un delirio aparente. Los kilómetros pasan en mi lucha contra el reloj. Que difícil es eso. Intentar ganarle al tiempo. Desde que me volví escritor mi vida ha sido eso. Una lucha Proustiana de ir en busca del tiempo perdido: tratar de escribir lo que más pueda en lo que me queda de vida.
Cuan incierto es nuestro propio futuro, los acontecimientos que se vienen sin pedir permiso. Por lo pronto voy en este carro que acelera ante la naturaleza de aves que sobrevuelan el valle frondoso. El ritmo infinito de «Man On The Run» de Dash Berlin cantada por una voz femenina de tono dulce me insita a acelerar aún más. La distancia parece acortarse de forma notoria. Los volcanes lucen más grandes.
Hacia las 10:40 a.m. me aproximo hacia el desvío que lleva al complejo de volcanes. Bajo a cuarta, tercera, segunda, el tacómetro asciende a cuatro mil revoluciones, viró por la carretera sinuosa ante personas que esperan un bus en la esquina y me ven pasar como si estuviera corriendo algún tipo de Ralley.
Las espigas doradas de los trigales forman un primer plano contra los volcanes de fondo. El aviso indica que faltan dieciocho kilómetros para llegar al mirador de Cerro Verde desde el que sale la excursión. Por primera vez vislumbro que no voy a llegar, que voy a estar tarde por muy poco aunque me resisto a creerlo y acelero por una carretera de tercera categoría en la que pululan los huecos. ¿Qué tan irresponsable puedes ser? Me pregunto.
Paso un tractor y vuelvo a acelerar ante el ritmo de «Panamericano» de Pink Louder que lleva sonando durante meses en las diferentes emisoras del mundo. Los trigales pasan de largo como testigos de mi lucha contra el tiempo. Bajo a tercera en las curvas y acelero a fondo al ver que no viene nada. Una especie de optimismo me vuelve. Voy a lograrlo. Estoy cerca. Tan cerca pero tan lejos. A esta velocidad la distancia se recorre con rapidez y voy recortando kilómetros de forma consistente. Desacelero ante un bus y lo paso sin perder tiempo.
10: 45 a.m. «When the sun comes down» de R.I.O., me anima. Tengo que lograrlo. He llegado hasta aquí. Bordeo la base de Cerro Verde y alcanzo el aviso que dice que debo virar a la izquierda. Tercera, segunda, el motor se acelera, el tacómetro vuelve a marcar revoluciones altas. Miro que no venga nadie y viro casi en forma de U para tomar la subida.
Un hombre de pelo claro y morral en la espalda me muestra el pulgar. Su cara es suplicante. Suelto el acelerador. Lo pienso. Llevar a alguien en un país invadido por las Maras salvatruchas. ¿Estás loco? Me digo. Míralo, tiene cara de ‘gringo’ bueno. Un mara no estaría con un morral en la mitad de una carretera. El hombre camina hacia el carro. Pongo el freno de mano y quito el seguro.
–Muchas gracias por recogerme –dice con acento norteamericano–. Llevaba veinticinco minutos esperando un bus –añade poniéndose el cinturón.
Bajo el seguro de nuevo, quito el freno de mano y arranco sin perder tiempo. Acelero el carro al máximo, meto segunda y tomo una curva hacia la izquierda. Acelero, meto tercera. Bajo a segunda y corto una curva a la derecha. El chirrido de las llantas resuena por encima de un Remix de «Children» de Robert Miles.
–Voy con afán –digo ante su cara de preocupación–. Estoy intentando llegar a la escalada del volcán Izalco.
–Yo también vengo a hacerla –responde mostrándome sus ojos.
–Faltan ocho minutos. Creo que vamos a llegar. Aquí en Latinoamérica todo comienza tarde –digo bajando el cambió. Viro a la izquierda cortando la curva y acelero de nuevo–. ¿De qué parte de Estados Unidos eres?
–De Nueva York, pero vivo en El Cairo.
–Tengo un amigo Argentino que vivió tres años en El Cairo –digo bajando la velocidad ante una nueva curva. Acelero de nuevo–. Hace menos de un mes estaba en Córdoba. Estuvimos escribiendo una novela juntos –añado concentrado en una nueva curva. El carro derrapa un poco. Acelero–. De hecho nuestra novela transcurre en El Cairo. ¿Qué haces allá? –le pregunto.
–Tengo un PhD en curador de archivos y trabajo en la biblioteca de la Universidad Americana de El Cairo –responde mirándome de nuevo.
–Mi amigo hizo una maestría en Administración Pública en esa universidad –digo bajando un nuevo cambio–. Su esposa dictaba clases allá. Era americana. Su nombre es Angela.
–¿Angela qué? ¿Sabes el apellido? –pregunta con interés.
–Mc… Mc… –digo titubeando.
–McAllum? –pregunta.
–Sí, así es –digo abriendo los ojos.
–¿Me estás hablando de Eduardo, de Eduardo Bechara? –me pregunta sorprendido.
–Sí –respondo con asombro–. ¿Lo conoces?
–Es amigo mío –responde con ojos brillantes–. ¿No puedo creerte que conozcas a Eduardo Bechara? ¿Cómo puede ser así de chiquito el mundo?
–Yo tampoco lo puedo creer –respondo negando con la cabeza. Nos miramos sin dar crédito a que algo así esté pasando–. Yo también me llamo Eduardo Bechara –añado frenando ante una nueva curva–. ¿Notas algún parecido entre él y yo?
–Son muy parecidos –responde agudizando su mirada para estudiar mis facciones–. De hecho pensé que eras él cuando te vi de lejos en el carro –añade ladeando la cabeza–. Esto esta muy raro, me siento entrando en una dimensión desconocida.
–Las cosas entre Eduardo y yo han sido así desde el principio. Acontecimientos como estos nos vienen ocurriendo desde hace un año y medio –digo con una sonrisa cómplice–. Pero esto ya es demasiado. ¿Cómo te llamas? –le pregunto.
–Steve, Steve Urgola, mucho gusto –responde extendiéndome la mano.
–Mucho gusto, Eduardo Bechara –digo con una sonrisa.
Sigo tomando curvas a un lado y otro como un desquiciado. 10:58, 10:59, 11:00 a.m. Acelero en las rectas. Desacelero en las curvas. Las tomo a un lado y otro haciendo derrapar al carro. Pasamos junto al mirador del lago de Coatepeque en el que hay una vista lindísima de un lago circular de aguas azules que hace millones de años fue el cráter de otro volcán.
–¿Crees que lo logremos? –me pregunta Steve.
–En cinco minutos debemos estar allá.
–Aún no puedo creer que seas amigo de Eduardo y que te llames igual.
–Yo sé, es difícil de creer. Ahora te muestro mi cédula de ciudadanía –le digo ante la sensación de estar viviendo algo sublime.
–Tuve que tomar dos buses desde San Salvador para llegar hasta la desviación a Cerro Verde. Estaba esperando uno más. ¿Qué posibilidades había de que me recogiera un amigo de Eduardo en un sitio así, en un país como El Salvador? ¿Una en un billón? –dice respondiendo a su propia pregunta.
–Esta es la segunda vez que subo aquí. Hace unos días estuve con mis papás y jamás he visto un bus subiendo hasta Cerro Verde.
–El Lonely Planet dice que hay uno. Subieron varios carros antes de ti pero ninguno me recogió.
–No hay que culparlos. Este es el país de las «maras». De hecho estabas expuesto ahí parado con tu morral. Tuviste suerte de que no te atracaran. ¿Qué haces en El Salvador?
–Vine a visitar a mis papás en Nueva York y aproveche para conocer Guatemala y El Salvador. Me gusta mucho Latinoamérica. De hecho he estado un par de veces en Colombia –dice de forma orgullosa.
–El Salvador es mucho más peligroso que Colombia. Allá hay guerrilla e inseguridad pero no se siente la zozobra que sientes aquí.
–Supe que Eduardo va a volver a El Cairo este año.
–Sí, esos eran sus planes hasta hace poco –digo ante una zarigüeya que se nos cruza por enfrente–. Yo le cambié los planes y él me cambió los míos. Para este momento yo debería estar en Praga. Tenemos un proyecto juntos para el segundo semestre del 2011 –añado acelerando por una recta que remonta la última parte de la pendiente–. Supongo que él estará llegando a El Cairo para mediados del próximo año así como yo lo estaré haciendo a Praga.
–¿Y cómo te conociste con Eduardo? –pregunta mostrándome los ojos. Sus negaciones con la cabeza dan a entender que aún le parece difícil de creer que algo así esté pasando.
–Es un cuento largo. Espérate llegamos al mirador y te lo cuento. ¿Qué hora es?
–Once y cinco –responde plegando los labios.
Tomo algunas otras curvas a derecha e izquierda y por fin vemos al policía acostado que indica la entrada al parque. Doy la última acelerada y freno ante un guardaparques que nos hace señas.
–Son dos dólares por persona y uno más para el carro –dice extendiendo la mano.
–Venimos a hacer la escalada al volcán Izalco –le digo sin perder tiempo.
–La excursión acaba de salir. Bajaron por aquí –indica señalando una trocha con escalones de tierra.
–Vamos a parquear y volvemos –le digo pasándole el dinero.
Subimos el último tramo de la pendiente y parqueamos de afán. Steve compra un par de botellas de agua en una tienda aledaña y bajamos caminando ante el cráter de Izalco. El color oscuro de su piedra volcánica contrasta con la vegetación exuberante que forra a Cerro Verde.
–¿Hace cuanto bajó la excursión? –le pregunto de forma presurosa al guardaparques.
–Hace cinco minutos.
–Si corremos podemos alcanzarlos –le digo.
–No, no pueden pasar –responde negando–. El paso está prohibido.
–¿Por qué? –pregunto arrugando la cara.
–Porque los atracarían en la bajada. La excursión siempre lleva una escolta de dos policías.
Le traduzco a Steve. –¿Y ellos no podrían ir con nosotros? –le pregunto en dirección a un par de policías que hablan entre si.
–Ellos están encargados de la seguridad del mirador. No pueden dejarlo solo –explica dándome una palmada en el hombro–. Mañana pueden volver. Todos los días sale la excursión desde acá a las once.
La decepción es evidente en nuestros rostros. Subimos hasta el mirador de concreto desde el que se aprecia el volcán ante la llanura.
–La coincidencia de nuestro encuentro se incrementa con el hecho de que ni tú ni yo hayamos llegado a tiempo a la escalada. Si tu hubieras llegado y yo no, o viceversa, nunca nos hubiéramos conocido.
–Sí, los factores que jugaron para que esto pasara son impresionantes. Es una coincidencia demasiado increíble. Creo que incluso para Eduardo va a ser difícil de creer. –digo de cara al volcán. Las vetas en la piedra forman líneas que bajan por la ladera empinada. Una fumarola de vapor asciende por un borde del cráter–. ¿Sabes que dijo mi papá hace un par de días cuando vio el cráter desde aquí?
–¿Qué dijo? –pregunta Steve cuadrando el lente de su cámara.
–Dijo que le producía una excitación tan grande como la que sintió al ver una vagina por primera vez en su vida.
–Es emocionante verlo. Constituye un fenómeno natural fascinante –dice apuntando la cámara hacia él cráter–. Te da una sensación de novedad. –Toma una foto y cuadra el lente de nuevo–. Sabías que es uno de los volcanes más jóvenes del mundo. Tiene menos de trescientos años. Su primera erupción fue en 1770.
–Eso dice la versión popular –nos cuenta un guía que se introduce con el nombre de Martín. La imagen cónica del volcán aparece estampada en su camiseta–. De acuerdo al historiador Jorge Lardé y Larín, sus orígenes se remontan al 19 de marzo de 1722 cuando un buen día la tierra comenzó a expedir humo y cenizas en una hacienda que solía existir ahí abajo –indica apuntando hacia la falda de Cerro Verde–. Luego empezó a emanar lava y sus más de cincuenta erupciones lo han elevado hasta una altura de 1952 metros. Hubo una que duró 196 años. Se alcanzaba a ver desde el océano –añade dirigiendo su índice hacia la fina línea que forma la costa a lo lejos–. Los barcos lo usaban como referente y por eso se le conoce como el «Faro del Pacífico». Ese que ven allá –dice señalando unos cerros hacia el este–, es el volcán de Apaneca. Y ese de ahí es el Santa Ana –añade da cara al norte–. El mismo Cerro Verde fue un volcán que se apagó hace millones de años.
–¿Cuándo fue la última erupción de Izalco? –pregunta Steve.
–En 1966. El camino de lava iba directo al poblado de Sonsonate. Por fortuna la erupción se apagó antes de que llegara.
–Allá también hay casas –digo señalando unos asentamientos aledaños a la falda de Izalco–. No entiendo por qué la gente construye sus casas al lado de los volcanes –le digo a Steve.
–La tierra debe ser barata –responde sacándoles una foto.
–¿Izalco está formado por qué tipo de piedra? –le pregunto a Martín de cara a una prolongación de rocas oscuras encañonadas entre el volcán y Cerro Verde.
–Basalto. Es liviana. La tomas en tu mano y la puedes romper. Ese sendero lo formó el descenso del río de lava en la penúltima erupción que tuvo el volcán en 1958. La del 1966 la hizo del otro lado –añade señalando la parte del volcán que da hacia la costa.
–¿Qué diámetro tiene el cráter?
–Alrededor de 250 metros.
–Mi papá tiene razón –digo sonriendo–. Si lo vez bien tiene cierta forma vaginal. Es bastante erótico.
Le pedimos a Martín que nos tome una foto y paso mi brazo sobre los hombros de Steve. Sonreímos y la toma.
–Hay que documentar el evento. Eduardo es la única persona en el mundo que puede dar fe de que esta coincidencia es verdad.
Steve toma algunas otras fotos ante un par de nubes entrantes que flotan desde el norte sobre el volcán.
–Tienen suerte –dice Martín–. Por lo general el volcán anda cubierto por nubes.
–Ven te llevo a un sitio que parece salido de una película de terror –le digo a Steve bajando las escaleras del mirador. Nos montamos al carro y tomamos un camino destapado que nos lleva a las ruinas de un hotel abandonado. Parqueo bajo una baranda de concreto que amenaza ruina–. A mi mamá le dio escalofríos el lugar –añado bajando del carro–. Había un mapache escarbando en esos arbustos de ahí cuando vinimos –digo señalando unos matorrales. Pasamos un aviso que dice. «No pasar / Do not enter», sobre un círculo rojo y salimos a una terraza en la que algunas personas toman fotos–. Ese día no había nadie –le aclaro ante lo que debió ser un recinto con un jardín central y un piso de madera que yace a la intemperie. Nos acercamos al marco de un par de puertas solitarias. Steve les toma una foto. Retrata cada ángulo, cada pequeño detalle de la estructura ruinosa. Su arquitectura centro europea de tejados triangulares le da una apariencia alpina. En el interior de un salón llamado «El mirador» algunas personas atienden mesas con artesanías, collares y pulseras de cuero, como en un mercado de las pulgas. Me acerco a una señorita y le pregunto qué le pasó al hotel.
–Parte de la estructura se vino abajo en un terremoto y fue clausurado.
–¿Quién era el propietario?
–El gobierno. Ahora hay un proyecto para reconstruirlo.
–¿Es decir que los van a sacar de acá y te vas a quedar sin trabajo?
–Sí –dice bajando los hombros.
–Bueno, pero podrías trabajar en el hotel, ¿no es verdad?
–Sí, eso es cierto.
Steve termina de fotografiar tres chimeneas de bronce que le dan un aspecto lujoso al salón y salimos al balcón de enfrente. La vista del volcán es majestuosa. Las vetas de la piedra en su figura cónica y fumarolas del cráter son aún más notorias. Tomo un par de fotos ante un paisaje sublime que me recuerda lo pequeños que somos en el mundo.
–¿Cómo te parece este lugar?
–La vista es espectacular –responde retratándolo en su cámara.
–Puede ser una de las mejores vistas de un volcán activo en el mundo –añade un norteamericano de brazos tatuados. Luce una pañoleta negra con el logo de Harley Davidson ajustada a su cabeza.
–Debió ser un espectáculo ver su erupción –dice un amigo suyo con un fuerte acento sureño–. Por eso edificaron este hotel –añade quitándose un chaleco de motociclista–. Lo empezaron a construir en la erupción de 1958 y cuando lo iban a terminar se apagó. Aprovecharon la erupción de 1966 para terminar su construcción y el día en que lo iban a inaugurar se volvió a apagar. ¿Lo pueden creer?
–¿En serio? Qué chistoso.
–Terminaron subiendo al volcán y lanzando fuegos artificiales desde el cráter.
–¿Por qué saben tanto?
–Somos pilotos y venimos mucho a El Salvador –responde el de pañoleta.
–¿De qué aerolínea?
–Una privada.
–¿Y este hotel?
–Solía ser un lugar elegante. En esa parte de allá –indica apuntando hacia la terraza del piso de madera–, quedaba el restaurante. Toda su estructura se cayó con el terremoto de 1986. Marcó 7.5 en la escala de Richter. En enero y febrero de 2001 tuvieron otro par de temblores que marcaron 7.6 y 6.6. Este es un sitio de muchos sismos porque las placas tectónicas de «Cocos» y «Caribe» están acomodándose de forma continua –dice deslizando una palma por debajo de la otra–. Por eso es que hay más de veinte volcanes en un país tan pequeño. Desde el aire es muy interesante verlos.
–Yo vi los del sur-este viniendo desde Colombia. La vista de la costa con los deltas de los ríos y los volcanes de San Miguel y San Jorge me pareció alucinante. ¿De donde son ustedes?
–Nueva Orleans.
–Estuve en Nueva Orleans hace un año. Es un lugar fascinante. Se respira ‘blues’ en el ambiente.
–A mi me gustan más estos países latinoamericanos –dice el de chaqueta–. Uno se sientes más libre –añade perdiendo su mirada hacia la línea que forma el borde del continente.
Una mujer con una bailarina de ‘estreptease’ tatuada en el hombro sale de «El Mirador» y llega junto a los norteamericanos.
–Nos vamos a hacer la «la ruta de las flores» Una carretera escénica llena de riscos y túneles que bordea el mar –dice el hombre de la pañoleta –es muy parecido a California. Ustedes también podrían hacerla –añade tomando de la mano a la joven–. Pueden parar en una de las playas surfistas y luego vuelven a San Salvador por La Libertad.
Me muestran la ruta en un mapa mucho más detallado que el mío y nos lo regalan. Tomamos otro par de fotos y nos despedimos. Le damos una vuelta al hotel por el otro costado. Steve aprovecha para fotografiar las paredes resquebrajadas, las grietas en la loza de concreto, el polvo sobre los pisos y los muebles del lobby apilados en una esquina.
–¿Sabes lo que un director de cine podría hacer con este sitio? –le digo frente a las puertas del corredor que lleva a los cuartos. Un gran candado ajustado a una cadena oxidada impide el paso–. Cuando era chiquito vi una película llamada «Barco fantasma», este sin duda podría ser el: «Hotel fantasma».
Atravesamos la plataforma del restaurante que se calló y volvemos en el carro hasta el parqueadero central.
–El Lonely Planet dice que hay algunas excursiones cercanas. Podríamos hacer una –propone Steve.
Una guía llamada Giselle plantea que nos lleva por un camino del otro lado de Cerro Verde, en el que hay un mirador hacia Santa Ana. Partimos en compañía de dos parejas de jóvenes salvadoreños que caminan tomados de la mano por un camino de tierra rodeado de árboles y maleza.
Giselle nos va dando el nombre vulgar de cada uno de los árboles y plantas floridas que pueblan el bosque montañoso tropical, hasta que el panorama se abre y Santa Ana aparece con su cráter grisáceo elevado a lo alto. El costado enorme forma vetas que se van perdiendo a medida en que bajan en la piedra y la superficie del volcán es cubierta por la maleza.
Nos tomamos una foto mientras que las dos parejas de jóvenes se besuquean. Me dan su cámara, posan para la foto y se las tomo. –Quedaron como cuatro tortolitos frente al volcán, podría ser el título de un poema de amor –les digo pasándoles la cámara. Una joven de ojos azules y labios gruesos sonríe ante mi apunte. Le traduzco a Steve.
–El volcán Santa Ana es un estratovolcán andesítico-basáltico –nos cuenta Giselle de cara a la cumbre–. Es diferente al Izalco porque ese es piroclástico, de erupciones estrombolianas, y sus flujos de la lava son geoquímicamente distintos –añade con propiedad–. Durante el colapso de Santa Ana, una avalancha voluminosa producida en el Pleistoceno, formó la Península de Acajutla en el Océano Pacífico. A este volcán se le conoce en nahuat, la lengua nativa, como Llamatepeq que quiere decir «Cerro Padre». Es el volcán más alto de El Salvador con una altura de 2381 metros. Tiene cuatro cráteres diferentes. ¿Si ven que está lleno de ceniza en uno de sus bordes? –pregunta hacia el extremo este del cráter extendido–. En agosto de 2005 explotó expulsando cenizas y rocas. Un alud de agua caliente descendió del volcán matando a dos personas. La erupción forzó la evacuación de la zona de San Blas. La amplia cumbre del volcán es cortada por varios cráteres, respiraderos y conos que se han formado a lo largo de una grieta de 20 kilómetros que se extiende hasta muy cerca de la ciudad de Chalchuapa.
Seguimos hasta otro mirador desde el que se aprecia la laguna de Coatepeque. Una isla se levanta en el costado sur-este formando un cono. La curvatura de sus orillas y trazos de sus rectas convergen en la punta desafiando la teoría de que en la naturaleza es imposible hallar líneas y ángulos perfectos.
Giselle explica que todos los volcanes a la redonda son alimentados por la caldera de Coatepeque. Nos tomamos otro par de fotos, terminamos de dar la vuelta y le pagamos cinco dólares.
El cráter de Izalco anda tapado por las nubes. Descendemos conduciendo por la carretera empinada al ritmo de «Not Exactly» de Deadmau5. Voy manejando de forma prudente. Acelerando cuando se puede, sin tomar riesgos innecesarios.
–Explícame una cosa–, pregunta Steve ante tres hombres fornidos que bajan caminando al borde de la carretera –. Las personas que te atracan bajan caminando por aquí y luego toman el bus contigo.
–Supongo que sí –respondo con una sonrisa.
Terminamos el descenso, tomamos la ruta bordeada por trigales y paramos en la salida a la carretera CA-8. Le tomamos algunas fotos al complejo de volcanes y continuamos por la ruta llena de camiones. Paso una tractomula y acelero animado por la música tecno. El sentir sublime me dice que ando viviendo una coincidencia extraordinaria. Una aventura que se despliega ante mis ojos porque salí del confort que me proporciona mi hogar. Ando por el mundo abierto ante lo que se pueda venir. Si te quedas encerrado en tu casa no te pasan estas cosas. Es necesario apartarse de la realidad propia, cruzar las fronteras de tu mundo reconocible para que historias fascinantes empiecen a transcurrir ante tus ojos.
Avanzamos por la carretera de dos carriles ante la llanura de árboles y matorrales. El sol se levanta sobre el cenit llenando al paraje de color. Omitimos el desvío que lleva a Sonsonate y tomamos la carretera 12 hacia el sur en dirección a Acajutla. El tráfico de tractomulas con contenedores se intensifica a medida en que nos acercamos al puerto. Un aviso anuncia la «Ruta de las flores» y nos desviamos por la CA-2 que lleva al litoral. Es una carretera de un solo carril de ida y venida que nos obliga a bajar la velocidad. Perros enclenques se cruzan de forma peligrosa frente a casas de bareque.
–Ahora sí cuéntame la historia de cómo se conocieron Eduardo y tú.
–Estaba haciendo una maestría en escritura creativa en la universidad de Temple en Filadelfia y recibí un correo de una mujer llamada Astrid Bechara. Me decía que era argentina y tenía un hermano que se llamaba igual a mi, Eduardo Bechara –digo mirándolo–. Insistía en que además éramos parecidísimos. Terminaba diciendo que debíamos ponernos en contacto. Lo dejé sin responder porque en aquella época estaba muy ocupado: veía tres seminarios semanales en los que además de asistir a clase tenía que leerme unas ciento cincuenta páginas diarias, tú sabes como son los posgrados en los Estados Unidos –le digo. Asiente con la cabeza–. Aparte trabajaba en la Oficina de Actividades Estudiantiles planeando, organizando y ejecutando unos eventos semanales para los estudiantes cada viernes por la noche, era profesor de escritura creativa para pregrado y seguía escribiendo mi propia ficción y algunas crónicas para un periódico en Colombia llamado El Tiempo. Me iba a dormir todos los días a las 3:00 a.m. y me levantaba a las 7:30 a.m para iniciar la rutina de nuevo.
–¿No te pareció curioso?
–Por supuesto. Me resultó insólito teniendo en cuenta que de por si tengo un nombre extraño. El problema es que no tenía un segundo. Lo había dejado ahí para contestarlo cuando pudiera –digo pasando un camión en una recta–. A los pocos días me llegó un correo de Marisa Bechara, la otra hermana. Decía que Eduardo y yo teníamos muchas coincidencias. Que él había vivido en los Estados Unidos y que yo vivía allá, que él se iba ir a vivir al Brasil y yo había pasado por la costa brasilera, que los dos éramos artistas, yo escritor, él compositor de música folclórica Argentina, pero que además le encantaba escribir y lo hacía muy bien. Insistía en que nuestros rasgos eras muy parecidos, al punto en que ninguno de los dos tenía lóbulo en la oreja y que además compartíamos el mismo lunar en la mejilla izquierda, de forma que en realidad era una situación inusual. Terminaba diciendo que le habían dicho que me escribiera pero que él había respondido que no era para tanto. Adjuntaba unas fotos suyas con las que quedé perplejo. Me parecía estar viendo una foto mía. Respondí de inmediato en un mensaje escueto: «Dile que me escriba».
–¿Te escribió?
–Me escribió un mensaje titulado «La importancia de llamarse Eduardo Bechara», en el que decía que cuando nuestro nombre es pronunciado suena como un conjuro para conseguir los favores del planeta tierra. Que es mucho más fácil tener éxito llamándose así y que incluso las mujeres deberían llamarse Eduardo Bechara –digo levantando los hombros ante la sonrisa de Steve–. Añadía que era privilegiado ya que no todo mundo tiene la posibilidad de entrar en contacto con su alter ego, y que si me parecía, uniéramos fuerzas para conquistar el universo. ¿No es ingenioso? –pregunto con una sonrisa.
–Me parece estar escuchándolo hablar.
–Dejé el correo de lado a la espera de tener un tiempo en el que le pudiera responder con algo inteligente. A los tres días me llegó otro mensaje suyo preguntándome si me había ofendido. Decía que a veces le pasaba, que decía o escribía cosas que la gente interpretaba de otra manera, o que él no había sabido expresar –digo llegando a un poblado de casas de uno y dos pisos. El tráfico de camiones y buses frena nuestra marcha–. Le respondí de inmediato diciendo que por el contrario su correo me había parecido muy gracioso. De ahí en adelante empezamos a escribirnos con cierta regularidad. Me contó que se iba a Itacaré. Le respondí que yo había pasado por ahí en el 2007 en el transcurso de una travesía que hice por toda la costa brasilera escribiendo crónicas para El Tiempo en un proyecto llamado «Brasil en dos ruedas», y que se iba a uno de los lugares más pintorescos del Brasil –digo adelantando un bus que se detiene a dejar pasajeros–. Itacaré era un pueblo de pescadores sin una carretera de acceso hasta hace menos de doce años. Hoy en día está habitado por pescadores, surfistas, capoeristas y mochileros. Es un paraje natural de playas paradisíacas y una cultura musical cargada con todo el sabor de los afro-brasileros de Bahía que hacen magia negra y candomblé –añado ante el panorama que se abre. Las aguas azules del Pacífico crispan con los rayos del sol.
–¿Cuanto tiempo vivió Eduardo allá?
–Alrededor de tres años –respondo manejando junto a un risco que bordea la carretera.
–Pero él se devolvió a la Argentina después de dejar El Cairo, ¿no es cierto?
–Sí, y después se fue al Brasil con su esposa Lorena y su hija Azahar –digo bajando el cambio para tomar una curva–. Le pedí que saludara de mi parte al «Mestre Jamaica», uno de los mejores maestros de capoeira del Brasil, a quién yo le había hecho una entrevista, y a Margot, una joyera con quien alquilé un caro y subimos hasta Salvador –añado ante otra de las curvas de la carretera zigzagueante–. Él les dio mis saludos. Eduardo y yo nos mantuvimos en contacto hasta que un día resolví llamarlo. Fue gracioso saber que nuestros acentos eran tan diferentes. Luego acabé mi maestría en mayo de 2009 y me dijo fuera a Itacaré. «Puedes descansar luego de los dos años pesadísimos de maestría y de paso nos conocemos». Respondí que me quería quedar el verano en Filadelfia trabajando en una novela llamada «El juego de María». A los tres días mi mamá me llamó diciendo que necesitaba que la acompañara al Brasil, ya que tenía que revalidar su nacionalidad brasilera y que hoy en día yo hablaba mejor portugués que ella. Le escribí a Eduardo diciéndole que no me invitara tan enserio porque iba. Respondió con un correo en el que escribió que cualquier persona que pudiera llegar a su posada y probar que se llamaba igual a él tendría hospedaje gratis.
–Eduardo siempre ha sido un tipo de un humor fino. En El Cairo era igual –dice Steve ante la entrada de un túnel que se avizora en la ladera de la montaña. Enciendo las luces del carro, me quito las gafas y lo atravesamos a baja velocidad. Un nuevo risco nos recibe de salida. Apago las luces y me pongo las gafas ante el resplandor del sol. El Pacífico forma olas gigantes que revientan en una playa desierta.
–¿Qué pasó entonces?
–Le pregunté si le servía que fuera al final de julio. Respondió que sí. Viaje al Brasil con mi mamá, hicimos las vueltas que teníamos que hacer en Río de Janeiro y São Paulo, lo llamé y le informé el vuelo en el que estaría llegando. Dijo que enviaría un ‘remís’ a buscarme. Acompañé a mamá hasta inmigración en el aeropuerto de Guarulhos, ella tomó un vuelo de vuelta a Bogotá, y a las tres horas yo tomé uno a Salvador. Hice una conexión a Ilhéus. A la salida del aeropuerto me recibió un señor con una sonrisa en la boca. «¿Qué, muy parecidos?» le pregunté. «Igualitos, solo que Eduardo es un poco más alto y tiene el pelo más largo», respondió.
Condujimos la hora de distancia hasta Itacaré, nos parqueamos frente a Posada Mandala, Eduardo me vio, se paró de la mesa y caminó hacia el carro. Nos paramos uno frente al otro y le dije: «Que locura, pero aquí estoy». «Me dije que no lo creería hasta que te viera», respondió. «Yo siempre cumplo lo que digo», añadí. «Eso me parece bárbaro, en Argentina serías una celebridad solo por eso», agregó.
–¿Qué te produjo estar frente a él?
–Era muy extraño. Me dí cuenta de cómo me ve la gente. Teníamos los mismos gestos y expresiones, la misma cara de malevos que hace que nos paren en todos los aeropuertos del mundo. Esa noche Eduardo me invitó al lanzamiento de un disco de unos amigos suyos y mientras esperábamos me dijo que estaba preocupado ya que tenía a un narcotraficante colombiano alojado en su posada desde hacía veinticinco días y no le había pagado un solo real. Me confesó que el hombre, un tipo llamado Julio Álvarez Escobar, quien decía ser el sobrino de Pablo Escobar, le había pedido que le prestara la cuenta bancaria para que le consignaran diez mil dólares. Le pregunté a Eduardo si lo estaba pensando y me dijo que sí, que así podría cobrar lo que le debía por el hospedaje. Le dije a Eduardo que lo hiciera si es que quería acabar con una orden de captura por lavado de activos o narcotráfico. «Estás siendo ingenuo», me atreví a decirle. Respondió diciendo que era un poco ingenuo. Esa noche estábamos sentados con una familia de Barcelona en la mesa y Julio pasó con actitud arrabalera. Patio la puerta de su cuarto, la cerró de un portazo, salió de nuevo a la calle de tierra y gritó: «!Rasta!». Un rasta lo siguió como sombra entre la penumbra y se fueron a esconder tras unos arbustos enfrente. «¿Qué hace Julio allá?», preguntó el papá de la familia de Barcelona. «Fumar marihuana. Fuma marihuana todo el día», respondió su hija de dieciséis años». Para mi era una situación muy incómoda ya que soy colombiano y escribo en El Tiempo, de forma que me fui a dormir con cierta zozobra. Mi cuarto quedaba al lado del suyo y lo podía escuchar tosiendo, escupiendo y yendo al baño. La posada era rustica y el ruido alcanzaba a colarse por el espacio entre el muro y las tejas.
–¿Y si era sobrino de Escobar? –pregunta Steve afilando la mirada.
–Ni idea. Eso le dijo a Eduardo –añado desacelerando ante una nueva curva. La carretera sigue bordeando el mar junto a un nuevo risco–. Le aseguraba que Pablo Escobar no estaba muerto sino que vivía escondido en el interior de una montaña en Suiza –añado levantando la ceja–. Al parecer Julio le llegaba con un cuento diferente a cada persona.
–¿A ti también te lo dijo?
–A mi no –respondo negando–. A la mañana siguiente llegó al desayuno con el pecho desnudo. La joven de Barcelona le dijo que yo era un escritor de Colombia. Él apoyó sus brazos gruesos en la mesa de roble, se hecho hacia delante y clavó sus ojos en los míos. «¿Y vos que escribís, o qué?», preguntó levantando su barbilla. «Novelas, cuentos, crónicas, artículos de opinión». Me paré de la mesa y fui a buscar una copia de «Unos duermen, otros no», mi segunda novela. La ojeó con desconfianza pero luego de un momento pareció que eso había roto el hielo. Le entró una llamada de su esposa italiana y empezó a hablar una mezcla de italiano, portugués y español, que no era ninguna de las tres lenguas. Se levantó y fue a su cuarto. De vuelta al mío le mostré la novela por entre la ventana abierta y le pregunté si quería la copia. Asintió aún con el celular en la oreja. Le pregunté cómo era su nombre completo y me sacó la fotocopia de una cédula colombiana en la que aparecía la foto de un afro-colombiano. Intenté disimular mi sorpresa, él no era afro-colombiano, su aspecto era más bien aindiado. Le dediqué el libro y me fui a leer a la hamaca. Al poco tiempo llegó con un libro de John Grisham. Dijo que me lo regalaba ya que yo le había regalado el mío. Ese fue el final de mi preocupación en ese sentido –digo entrando en un nuevo túnel. Nos saca del otro lado de la montaña junto a un nuevo risco que bordea el mar.
–¿Eduardo que decía?
–Para él era muy incomodo. Necesitaba sacarlo de su posada pero no sabía cómo. Julio era un tipo peligroso. Jugaba con Azahar, lo visitaban malandrines todos los días, mostraba con orgullo nueve tiros que se veían como asteriscos en su cuerpo. Decía que le habían hecho un atentado en Pereira. «A todos esos muñequitos que me mataron a mi mujer y a mi hija yo me los llevé después», me contó. Decía que había vivido en Italia, que había sido el jefe del cartel de Medellín en la costa noreste de los Estados Unidos: «llené de coca esa puta costa», alardeaba. Hablaba inglés como ‘gangster’, decía que había tenido un Lamborgini y un Ferrari. Tenía cosas finas: unos zapatos Louis Buiton, camisas Calvin Klein, una T.V. de pantalla plana en la que veía videos de música ochentera: Samanta Fox, Lucky Dubie, Roxette, REO Speedwagon. A Eduardo lo desesperaba pero yo compartía su gusto musical. Al cabo de unos días la T.V. se daño por la humedad del mar y la posada quedó en silencio. Para mi fue muy interesante ver algo así –agregó llevando la punta de mis dedos al pecho–. Era la postal de un narcotraficante fugitivo entrado en desgracia. Vivía de su pasado. Perdía la mirada en el vacío buscando en el mar todo aquello que había perdido. Muchos criminales se van a esconder al Amazonas y a la costa brasilera porque son sitios en los que no hay mucha vigilancia policial y pasan desapercibidos. Un día me pidió cincuenta reales prestados y le respondí que le estaba pidiendo dinero a la persona equivocada. Le recordé que era escritor y no tengo dónde caer muerto.
–¿Qué te respondió?
–Nada. ¿Qué podía responder? Esa noche me fui de rumba con él, con un suizo que estaba drogadísimo y con el cuidandero de la posada de al lado. Le ofrecí invitarlo a una cerveza. No aceptó. Dijo que cuando salía de rumba y tomaba, le gustaba hacerlo por lo alto. Contó que la última vez que había salido de rumba se había comprado una botella de whisky Buchanans y había terminado gastando quinientos reales.
–¿En serio saliste de rumba con él?
–Sí. Nunca en mi vida hubiera pensado en hacer algo así –digo frenando en un mirador que yace ante un tercer túnel que rompe la montaña–. Pero lo hice. Las circunstancias lo permitían.
El calor de la tarde es alivianado por el viento que sopla desde el mar. Steve le toma fotos a las laderas de vegetación seca, los riscos, las pequeñas playas de arena rojiza que se alcanzan a divisar en marea baja y las olas que revientan con furia. Una joven mesera yace de brazos cruzados bajo un kiosco aledaño.
–¿Estás aburrida? –le pregunto.
–Estoy con sueño –responde levantando la espalda de una columna–. No ha entrado nadie hoy por aquí.
–¿La economía está quieta?
–Sí, mucho.
Volvemos al carro, saco un sándwich y le doy uno a Steve. Retomamos la marcha atravesando el túnel.
–Muy rico el sándwich. ¿Dónde los compraste?
–Lo preparó mi mamá.
–Eso pensé. Tiene un sabor casero –dice mordiéndolo con gusto–. Sigue la historia.
–Eduardo me dijo que se había dado cuenta de algo antes de que yo llegara. Me contó que había vivido en El Cairo y había conocido a una francesa llamada Valerie Rosemain en un taxi. Al parecer hubo un amor a primera vista, intercambiaron correos electrónicos y se empezaron a escribir. Eduardo le admitió que tenía una esposa y por eso Valerie nunca accedió a verlo. Pero su relación epistolar fue creciendo al punto en que empezaron a enviarse correos eróticos. Ella terminó adjuntándole unas fotos en las que salía desnuda. A partir de eso sucedieron dos cosas. Angela le preparó a Eduardo una comida espectacular y le dijo que esa era la última vez en la vida en la que iban a comer juntos. Eduardo le preguntó cómo se había enterado. Ella dijo que tenía acceso a su correo electrónico desde una vez en la que Eduardo lo había revisado en su computador personal y la clave le había quedado grabada. Al día siguiente se fue de la casa –digo subiendo los hombros–. Al poco tiempo Eduardo recibió un correo de Valerie en el que le decía que se había vuelto a Paris porque se sentía enferma y los médicos le habían encontrado un tumor en el cerebro –añado ante una nueva tractomula que desacelera nuestra marcha.
–¿Entonces? –pregunta Steve con ojos incisivos.
–Nunca más volvió a saber de ella –digo pasando la tractomula–. Pero Valerie le había escrito algunos mensajes titulados «La novia del torero», en los que le decía que ella también era escritora. Le preguntaba por qué era tan difícil el amor para todos. Eduardo no entendía bien lo que significaban. Pensó que no se sentía un torero y que si lo fuera sería pésimo. De hecho esta en contra de las corridas de toros ya que todo gira en torno a la sangre, el sexo y la muerte –añado ante una gaviota que sobrevuela sobre nosotros–. Le terminó escribiendo que podía ser su torero si eso era lo que ella quería. Sabes cómo es él, un tipo poético –digo de cara a Steve.
–¿Qué quería decir con eso de «La novia del torero».
–«La novia del torero», es el título de mi primera novela.
Steve abre los ojos. –¿Es decir que ella pensaba que Eduardo era el autor?
–Exacto. Seguro lo buscó por Internet y salió el nombre de la novela junto a una foto mía en la que nos parecemos mucho.
–Y ella leyó la novela.
–No hay como saberlo, aunque al parecer sabía de qué se trataba. Eduardo me dijo que le escribiera contándole que estábamos juntos y que yo era el verdadero autor de «La novia del torero». Le preparé un mensaje y se lo envié a los tres correos electrónicos que Eduardo me dio. En los tres rebotó.
–¿Se murió?
–No sabemos pero es muy raro que tuviera tres cuentas distintas desactivadas. La buscamos por Google y Facebook y no apareció. Ese día le hicimos el duelo.
–Claro, es difícil sobrevivir a un tumor en el cerebro –dice Steve perdiendo los ojos en la inmensidad del océano.
–Eso pensamos nosotros. La historia está narrada en «Un abrazo a mi reflejo», un cuento que Eduardo y yo escribimos a cuatro manos y salió en su libro «Creaturas del Mandala», publicado hace un mes en Argentina.
–Ese tipo de cosas solo le pasan a Eduardo.
–Lo mismo dicen mis amigos de mí –respondo ante el resplandor del sol en las olas. La tarde empieza a caer y el océano adquiere tonos grisáceos–. Al día siguiente Eduardo me llevó a conocer a su mejor amigo en Itacaré. Un porteño intelectual de unos cincuenta y cinco años, llamado Alejandro Barreiro, quien había salido escapando de la gran ciudad. La costa brasilera está llena de esas personas que van a buscar una vida alejada del tráfico, las grandes distancias y el estrés –añado de cara a Steve–. Resultó que Alejandro estaba administrando la posada Lanai, el sitio en el que yo me había quedado en mi travesía de «Brasil en dos ruedas». Eduardo dijo que después de esa coincidencia adicional ya podíamos esperar cualquier cosa del destino. Alejandro salió a la puerta, tomó su barba gris con las manos, afiló la mirada y me pregunto si yo era Eduardo Bechara Navratilova. Respondí que sí. «¿Cómo no me dijiste que venía Eduardo Bechara Navratilova?», le reclamó a Eduardo mostrándole las palmas de las manos. «Te dije que venía Eduardo Bechara, el de Colombia», respondió Eduardo. «Yo me leí «La novia del torero», che», añadió Alejandro con entusiasmo. Eduardo y yo nos miramos sin darle crédito a lo que acabábamos de escuchar. Le pregunté dónde había sacado una copia y me dijo que se la había regalado una novia que tenía en Buenos Aires.
–Ahora entiendo por qué hablabas de este tipo de coincidencias con Eduardo.
–Alejandro nos hizo subir a su apartamento, nos preparó un café y me preguntó qué había pasado con Tatiana.
–¿Quién es Tatiana –pregunta Steve.
–Tatiana Jordán es una novia que tuve antes de irme de Colombia –le aclaro tomando una nueva curva–. Hicimos un viaje por el norte de Argentina, Paraguay, Sur de Brasil y Uruguay antes de que yo iniciara mi travesía por la costa brasilera. Ella estaba resentida conmigo porque no la incluí en mis planes y nuestro viaje fue un infierno –añado levantando las cejas–. Nos habíamos conocido en febrero de 2006 y lo primero que le dije es que al final del año me iría. Intenté desinteresarla de forma repetida contándole mis cuentos más oscuros. Ella siguió firme. Al final terminamos involucrándonos mucho y claro, ella quería que hiciéramos una vida juntos –digo ante un nuevo túnel que se avecina–. El hecho es que mis crónicas publicadas en el blog de El Tiempo, tenían como tela de fondo nuestra separación tortuosa. Eran escritos existencialistas impregnados con la melancolía que me generaba dejar atrás mi país, a mis papás, a ella, a mis hermanos, amigos, mi vida pasada y las esquinas que me habían visto crecer. Como nunca las terminé de escribir ya que luego de acabada la travesía viajé de inmediato a Filadelfia a iniciar la maestría en escritura creativa, y algunas personas sabían que yo ya no estaba en Brasil, decidí dejar de publicarlas y el tema quedó en el aire. Por eso Alejandro quería saber ¿que pasó con Tatiana?
–¿Y? –pregunta Steve mostrándome las palmas–. ¿Qué pasó con Tatiana?
–Seguimos adelante con lo acordado una vez nos separamos en el aeropuerto de Ezeiza en Buenos Aire. Yo continué mi camino y ella el suyo. Fue muy difícil, nos costó mucho tiempo dejarnos atrás –añado encogiendo los hombros–. Hoy en día está casada y vive en Madrid. Somos buenos amigos.
–Eso siempre es bueno –dice asintiendo.
–Lo increíble de todo es que Alejandro era mi lector. ¿Sabes lo que es eso? –pregunto mirándolo–. Encontrarse un lector tuyo en un lugar de la costa brasilera apartado del mundo. Alejandro incluso se había leído las últimas crónicas que yo había escrito de algunas carreras de Juan Pablo Montoya en la Nascar.
–Sí, es una coincidencia fantástica.
–Sobre todo si no eres un Gabriel García Márquez. «La novia del torero» solo se publicó en Colombia y Panamá en una edición limitada de mil ejemplares que se agotó hace años –añado frenando ante un nuevo camión. Acelero en una pequeña recta y lo paso.
–¿Y Eduardo y tu cómo se la llevaron?
–Establecimos una hermandad de inmediato. Era como si un sentimiento íntimo nos uniera. Un cordón umbilical que nos ataba a una misma identidad. Una existencia paralela en la que habíamos vivido desde siempre –respondo de cara a un nuevo túnel que nos desacelera. Prendo las luces, me quito las gafas y lo cruzamos–. Era muy interesante ver las reacciones de las personas cuando Eduardo y yo salíamos a dar una vuelta por la calle. La gente nos miraba intrigada. Nos presentábamos como Eduardo Bechara & Eduardo Bechara y nos preguntaban si éramos hermanos y nuestros papás estaban locos. Les respondíamos que sí, que habían sido una pareja de hippies en los sesentas y nos habían bautizado con el mismo nombre. Un día conocimos a una mujer llamada Melissa Marijnen, una joven muy inteligente de papá holandés y mamá indonesa. Sus ojos azules y pelo claro contrastaba con sus facciones medio orientales. Hacia un viaje de mochilera por Brasil antes de iniciar una maestría en Ámsterdam. Esa noche me fui con ella a un bar en el que tocaba un grupo de regué. Tomamos unas cervezas, le conté algunos cuentos de mi vida y terminamos pasando la noche juntos. Vivimos un amor de verano por tres días. Era curioso porque le tenía ciertos celos a Eduardo y por el otro lado Eduardo sentía que ya no estaba pasando suficiente tiempo con él. Un día Melissa y yo nos peleamos y dijo que se iba para no interponerse más entre Eduardo y yo. Le respondí que se iba porque eso era lo que quería hacer. Lo demás eran excusas. Esa noche me confesó que aún sufría un despecho por un novio con el que había terminado –digo entrando a un poblado llamado El Zonte–. «Yo sé porque tu y Eduardo se quieren tanto», dijo mirándome a los ojos: «Porque los dos son totalmente egocéntricos y se ven reflejados el uno en el otro».
–Era bastante ingeniosa –dice Steve.
–La acompañé a la terminal de buses al día siguiente, nos dimos un beso y me dijo: «Vuelve al hombre al que amas». ¿Cómo te parece eso?
–Muy chistoso.
–Le conté a Eduardo y me dijo que era cierto porque en realidad estaba volviendo a mi mismo.
–Claro, claro que sí. Eduardo es muy ingenioso.
–Ese fue el final de nuestro encuentro en Brasil. Yo me fui al día siguiente con el sentimiento de haber vivido un acontecimiento sublime.
–Todo el mundo espera encontrar su doble en el mundo.
–Nuestra historia genera tanto interés porque es real. Es un ejemplo en el que la realidad supera la ficción –digo ante una joven en bicicleta que pedalea en el hombrillo de la carretera con sus piernas doradas–. José Saramago tiene un libro llamado «El hombre duplicado» en el que toca este tema.
–Lo más revelador que nos pasó en Brasil es que me di cuenta de que Eduardo era un escritor. Me dio a leer el inicio de una novela que estaba escribiendo y me di cuenta que su escritura tenía anhelo profundo y humor. Dos elementos muy difíciles de lograr en literatura. Le sugerí que debía trabajar un poco en mostrar las acciones en vez de contarlas, e intentar generar imágenes claras. Exceptuando eso, me dio la impresión de ser un gran escritor.
La carretera se aleja del litoral y algunos caseríos aparecen a uno y otro lado con sus gallinas sueltas.
–¿Qué pasó después?
–Me devolví a Filadelfia a trabajar como profesor de Escritura Creativa en la Universidad de Temple. Eduardo me envió un cuento que había escrito llamado «La historia de una máscara», una narración fantástica de un ‘carioca’ que había nacido en una familia millonaria pero decidió seguir su vocación de ser artesano y recorrer el mundo con los pies descalzos. Nilzo Dos Santos Conceiçao, el protagonista, era una de esas personas excepcionales que pasaron por Posada Mandala y Eduardo aprovechó para historiarlo. Yo le sugerí algunas correcciones que debían hacerse, él las admitió, lo publicó en el blog de la posada y el cuento tuvo un recibimiento impactante con más de treinta comentarios positivos. Luego me envió el primer capítulo de una novela llamada «Kifaya», llena de anhelo profundo como en la mayoría de sus escritos. Un día iba caminando por ‘Chestnut Street’ y se me ocurrió la idea de que la podríamos escribir a cuatro manos. Sería la primera novela en el mundo escrita por dos personas con el mismo nombre y apellido, o por lo menos eso creo. Lo llamé y se lo sugerí. El aceptó la idea con entusiasmo y empezamos a trabajarla. También le dije que si podía tener diez o doce cuentos de la calidad de «Historia de una máscara», yo se los editaría y le podría ayudar a publicar un libro.
–Ahí nació el escritor.
–Eduardo cumplió su ciclo en Brasil y se devolvió a la Argentina, yo acabé mi año de OPT, «Optional Personal Training», que me permitía estar un año en los Estados Unidos trabajando. Me fui corriendo de Filadelfia al enterarme que mi papá se había infartado y lo iban a operar de una cirugía de corazón abierto. Por fortuna ya había vendido todos mis bienes a excepción del carro que le terminé regalando a mitad de precio a una concesionaria. Viajé esa tarde a Nueva York y tomé el primer avión a Colombia. Alcancé a llegar la mañana anterior a la operación. Todo salió bien aunque fueron momentos muy duros: mi papá estaba convaleciente, a mi mamá la operaron de una reconstrucción de cadera y estuvo mes y medio recuperándose en la cama, y mi hermano se enfermó de una bacteria intestinal que lo tuvo tres semanas sin digerir bocado. Todo lo que comía lo vomitaba un minuto después. Bajó unos veinticinco kilos. ¿Sabes lo que es eso? –digo abriendo lo ojos–. Parecía estarse muriendo frente a nosotros sin que pudiéramos hacer nada. Le ponían una botella de suero en el hospital y lo devolvían a la casa. Mi mamá miraba el vacío con ojos de haberlo perdido todo en la vida. La impotencia de no poder hacer nada atragantaba su garganta. Mientras todo esto recaía en mis hombros, yo me reunía cuatro, cinco, seis, siete horas por teléfono con Eduardo y trabajábamos editando sus cuentos de «Creaturas del mandala». Les hice una última revisión con Jaime Echeverri, un escritor colombiano que es mi propio corrector de estilo, y organizamos mi viaje a Argentina para ir a escribir «Kifaya», publicar «Creaturas del mandala» y mi primer libro de poesía llamado «Poemas para una ciudad, un insecto y una mujer». Mi viaje se fue aplazando una y otra vez ya que las cosas en mi casa no parecían mejorar. Hacia principios de septiembre papá lució recuperado, Daniel empezó a comer y mamá dio sus primeros pasos, de forma que organizamos mi ida para mediados de septiembre y llegué a la Argentina el primer día de primavera.
–Cuando a uno le llega un mal le llegan todos los males juntos. Se lo que es eso –dice Steve hundiendo uno de los bordes de su boca.
–Eduardo había contactado a dos de las mejores editoriales de Córdoba, El Boulevard y Ediciones El Copista y ambas habían accedido a publicar los libros luego de leer los manuscritos, pero como nos habíamos demorado un poco, dijeron que la publicación no alcanzaría a estar para el 2010 sino que tendríamos que esperar el inicio del 2011. Aparte, El Copista tenía algunas prevenciones de tipo sexual y religioso con las cuales no estaba de acuerdo, y ni Eduardo ni yo estábamos dispuestos a cambiar la naturaleza del texto por satisfacer al editor. Luego de muchas idas y venidas negociamos bajarle el tono a un par de apartes de «Creaturas del Mandala» y firmamos un contrato para la publicación de los dos libros para finales de noviembre. Mientras todo esto pasaba estábamos acuartelados en un apartamento de Astrid y su esposo Woody, en Córdoba, escribiendo «Kifaya». Teníamos lo esencial: Una mesa, dos computadores personales, dos asientos y dos cuartos cada uno con su cama. Nos levantábamos temprano, escribíamos durante toda la mañana, interrumpíamos el trabajo para preparar el almuerzo y continuábamos hasta que la tarde caía. Era una maratón de escritura que solo interrumpíamos para ir a hacer ejercicio por la noche. Cuando estábamos agotados nos íbamos a dormir o salíamos a tomar unas cervezas.
–¿Cómo escribieron el libro juntos? Eso es algo que me parece muy difícil de hacer –pregunta Steve levantando una ceja.
–Trazamos la historia y nos la dividimos por capítulos. Eduardo estaba encargado de los capítulos impares, narrados en primera persona desde la voz de su personaje, un argentino que vivía en El Cairo y trabajaba en una revista de protesta contra la autocracia de Mubarak. Yo me encargaba de los capítulos pares también narrados en primera persona desde la voz de mi personaje, un colombiano que vivía en los Estados Unidos durante la crisis de 2009 y le ofrecieron ir a trabajar a la misma revista en El Cairo. Es una crítica al gobierno de Mubarak, a los Estados Unidos y a los musulmanes fundamentalistas. Para un lector será interesante ver cómo va cambiando el estilo de un capítulo a otro. Como Eduardo dijo, cada quien es marionetista de su propio personaje –digo acelerando en una recta.
–Suena interesante.
–Nos enfocamos en escribir la historia siguiendo los elementos que definen al desilucionismo, un movimiento que fundamos él y yo en el que se resalta el desencanto del ser humano en un mundo que lo constriñe dejándolo sin salida. Si bien la desilusión existe en el mundo desde su génesis y el arte ha expuesto la desilusión del ser humano de forma repetida a través de los siglos, el movimiento desilusionista es el primero en bautizarlo –le clarifico–. Las obras del desilusionismo exponen el desasosiego al que se ven expuestos los hombres en el mundo contemporáneo. Plantean los atropellos de la sociedad y los exponen como fatalidad ineludible, revelando la impotencia ante sus propios sistemas y las coyunturas impuestas por el mundo.
–Estoy seguro que a Ziad Fahmy, el mejor amigo de Eduardo en El Cairo, le encantaría leerla.
–Su publicación se va a demorar un poco ya que queremos ir juntos a El Cairo, al Líbano y a Siria, antes de darla a conocer. Después de publicada seremos enemigos del gobierno de Mubarak y es posible que alguna iglesia musulmana fundamentalista nos ponga una fatua.
–En qué idioma está escrita.
–Español –digo asintiendo–. Aunque la traduciremos al inglés.
–A mucha gente que conozco allá le interesaría.
–Mi ida a la Argentina fue muy interesante ya que conocí a la familia de Eduardo. Una gente encantadora. Su mamá, Adela Baracat, conocida como Chichí, es parecida a mi abuela Olga Baruque y puede ser que Baracat y Baruque sea el mismo apellido. Eduardo es Bechara Baracat y mi papá es Bechara Baruque. Su sobrino Jordan es muy parecido físicamente a mi hermano Daniel cuando él era niño, su sobrina Sofía Bechara, es muy parecida a mi prima Antonella Bechara, su otro sobrino, Ramiro Satorres, hijo de Astrid, es igualito a mi cuando yo era niño. Vi unas fotos en las que también es igualito a Eduardo de niño. Los mismos tíos de Eduardo son parecidos a mi papá. Eso apoya la posibilidad de que tengamos parientes comunes así su familia provenga de Siria y la mía del Libano, dos países pequeños que han estado hermanados a lo largo de la historia.
–¿Cuándo van a ir a averiguarlo?
–Una vez yo viva en la República Checa y él esté de vuelta en El Cairo.
–Me sentí muy bien con ellos. Chichí me trató como un hijo, sus hermanos como un hermano y sus sobrinos como un tío.
–Esa es la hospitalidad de medio oriente.
–Todo el viaje fue interesante. Nos entrevistaron en el noticiero de Deán Funes y la gente nos miraba en la calle como salidos de un circo. Las personas nos observaban con detenimiento y hablaba entre ellos. Astrid le preguntó al dueño de un café si sabía quién era yo y él le respondió: «Obvio, es el doble de Eduardín».
Salí por primera vez a Kaos, la discoteca de la ciudad, y la gente me miraba como un bicho raro. Fui al baño y una mujer le dijo a su pareja: «Mira ahí va el doble de Eduardín». De vuelta, otra joven le dijo a su novio: «Mira, ese es, ese es». Al volver junto a Daniel Bechara, el hermano de Eduardo…
–Un momento –me interrumpe Steve–. ¿Eduardo también tiene un hermano llamado Daniel?
–Sí, sólo que es mayor que Eduardo y yo soy mayor que Daniel. El hecho es que volví con él y un borracho me empezó a enterrar el codo en la espalda buscándome pelea. ¿Sabes qué pasó? –le preguntó a Steve. Él levanta los hombros–. Un amigo suyo lo apartó y le dijo: «¿Qué estás haciendo? No te das cuenta de que es el doble de Eduardín?». Más tarde tuve necesidad de volver al baño. Tan pronto como bajé el escalón de la barra sentí unas manos sobre mi espalda. Era una mujer. Entrelazó sus dedos con los míos y me llevó al otro lado de la discoteca a bailar cuarteto junto a sus amigas. Me dijo que se había leído todo lo que yo había escrito y que le parecía fantástico estar bailando con el doble de Eduardín. Luego de un par de canciones le dije que iba camino al baño. «Ya sabes donde estoy», respondió con una sonrisa.
–Eran unas celebridades.
–Eduardo de por si es famoso en su pueblo. Ha escrito canciones como «Amor Ausente» que se canta por toda la Argentina. Es decir que yo era el doble de una persona popular, aunque insisto que éramos vistos como figuras circenses, un par de hermanos siameses que están pegados por el vientre –digo inclinando mi cabeza hacia un lado–. A donde saliéramos en Deán Funes nos analizaban con atención viendo si era cierto que fuéramos tan parecidos como se decía. Opté por mirar al frente. Era un poco incómodo, la verdad, al punto en que prefería estar en Córdoba donde pasábamos desapercibidos. «Adentro están hablando de ustedes», nos dijo la hija de una amiga de Chichí, una noche en la que fuimos a llevarle las llaves del carro a una comida a la que asistía. «Ustedes son personajes públicos», añadió la joven de ojos verdes.
–¿Por qué te molestaba? Tuvo que haber sido muy divertido.
–Me encanta el anonimato. Hay cierta belleza en el hecho de que nadie te conozca. Por eso me gusta viajar a sitios recónditos en los que no tienes historia y tu propia cara habla por ti.
–¿Qué pasó después?
–Volvimos a Córdoba y recibí un mensaje de Diego Rubio, un periodista de la revista Semana en Colombia, equivalente a la Newsweek en Estados Unidos. Él se había enterado de la historia y estaba interesado en hacerla pública. Nos llamó al apartamento y nos entrevistó durante dos horas y media. Seguíamos trabajando sin descanso en «Kifaya». Visitábamos las oficinas de Ediciones El Copista con frecuencia para presionarlos a cumplir su palabra y tener los libros listos a finales de noviembre. Durante mi estadía en Argentina le diagnosticaron una fibrosis pulmonar a mi papá, y mi mamá estuvo en medio de un ataque de nervios. Hablaba por teléfono con ella intentando animarla pero mis esfuerzos eran vanos. «¡No! ¡No estoy bien! ¡No estoy bien! ¡No estoy bien!», repetía una semana tras otra. Yo debía volver a Colombia cuanto antes para apoyarlos –digo suspirando–. Por lo general permanecíamos en Córdoba entre semana y viajábamos a Deán Funes los fines de semana. Eduardo tomaba el carro de su mamá e iba hasta Frías, en Santiago del Estero, por Azahar y Lorena. Con la llegada del verano nos empezaron a invitar a asados y comidas. La familia de Eduardo nos quería cerca de ellos. Chichí nos esperaba con la nevera llena de delicias orientales en su casa y Astrid llegaba junto a Woody y sus hijos Lara, Ana, Tati y Ramiro. Daniel lo hacía con su novia Mónica y Juan Carlos con su esposa Pinky y sus hijos Sofía, Juan y Jordan. La vida familiar que Eduardo había llevado en Deán Funes, una pequeña ciudad de 35.000 habitantes, en la que todo mundo se conoce y sabe del otro, es muy diferente a la vida que yo había llevado en Bogotá, donde la gente pulula, nadie se conoce y todo mundo camina con desconfianza.
–Igual a cualquier otra metrópoli del mundo –aclara Steve.
–A medida en que el final de noviembre se fue acercando, organizamos el lanzamiento de los libros en Deán Funes, volvimos a salir en el noticiero, viajé a Córdoba a encargarme en persona de que la editorial tuviera los libros listos para el 30 de noviembre, las compañías de impresión los entregaron esa misma tarde y me devolví a Deán Funes con el dueño y el director de ventas de El Copista. Llegamos treinta minutos antes de que se iniciara el lanzamiento. Eduardo estaba intranquilo. Me di una ducha rápida y salimos a tiempo. Según algunas personas ha sido el lanzamiento más concurrido en la historia de la ciudad. La gente no cabía en el auditorio Natalia Zabala de la Escuela de Arte Martín Santiago.
–Eso es buenísimo.
–Al día siguiente tomé un bus nocturno a Buenos Aires. Hice la gestión para cambiar mi pasaporte antiguo por uno electrónico en la embajada checa y recibí un mensaje de Diego Rubio en el que nos informaba que el artículo había sido aprobado para su publicación. Necesitaba ultimar los últimos detalles de la entrevista. Lo llamé con una tarjeta desde un restaurante, me quedé una noche en Buenos Aires y al día siguiente viajé a pasar el fin de semana en Córdoba. Eduardo se había ido a un matrimonio en Frías con Lorena. El domingo salió publicado el artículo en Semana. Llamé a mis papás por la noche. Mamá contestó con voz animada: «Estaba leyendo la revista Semana y me encontré con un artículo llamado «El hombre duplicado» en el que se habla de dos escritores homónimos, uno argentino y otro colombiano, que tienen un parecido físico sorprendente y están escribiendo una novela juntos». Parecía alentada, como si el artículo le hubiera renovado sus ganas de vivir y su crisis nerviosa se hubiera detenido de momento. «Le di la revista a tu papá, la empezó a leer y se puso a llorar», me contó. Papá pasó al teléfono. «No me cabe duda de que vas a llegar a ser un gran escritor», dijo entre sollozos. ¿Sabes lo que eso significaba para mí? –le pregunto a Steve con los ojos cargados–. ¿Qué mis papás se dieran cuenta de que las cosas estaban empezando a pasar? Llevaba diez años pedaleando en una bicicleta estática. La mayoría de la gente siente que vives de una ilusión infundada si no les muestras resultados –añado ante un nuevo poblado que bordea la carretera con casas de bareque.
–Has sido perseverante –dice Steve asintiendo.
–Es la única forma, sobre todo en este oficio. El año pasado entrevisté al «Pibe Valderrama», el futbolista colombiano y en la crónica escribí que uno puede pedalear en una bicicleta estática y no está yendo a ningún lado, pero sus piernas se están fortaleciendo.
–Es muy cierto.
–Por eso es que no hay que desfallecer. Nunca sabes a qué hora llega el momento en que se materializa tu trabajo. Hay gente que tira la toalla justo antes de que las cosas empiecen a pasar –digo entrando a un poblado llamado El Sunzal.
–Es una lástima por ellos.
–El martes siete de diciembre Eduardo llegó con Lorena hacia las cuatro y media de la tarde. Un gran optimismo flotaba en el ambiente. Habíamos sido exitosos al haber terminado el primer borrador de «Kifaya», haber podido lanzar los dos libros y haber hecho moñona con la publicación de la historia en Semana, un hecho que le daba un carácter público. Astrid llegó a darnos un gran abrazo. Sus ojos brillaban al saberse artífice de una historia que estaba adquiriendo una dimensión internacional. Celebrábamos nuestros triunfos cuando sonó el teléfono. Era Patricia, la secretaría de Ediciones El Copista. Eduardo le preguntó en broma: «Quieres hablar conmigo o con mi otro yo». Arqueó las cejas, afiló la mirada y me dijo: «Es algo serio». Pasé al teléfono con cierta aprensión. «Te están buscando de la cadena radial RCN de Colombia. Llamaron a la Biblioteca de Córdoba y allá les dieron nuestro teléfono», dijo con voz seria. «Queremos saber si nos autorizan para que les demos su teléfono. Aquí no le damos el teléfono de nuestros escritores a nadie, así los esté buscando la Interpol», añadió con una risa. Eduardo contestó la llamada. La productora del programa la FM, María Cristina Hernández Capdevilla, le dijo que el periodista Yamid Amat nos quería entrevistar al aire a las siete y media hora de Argentina. Eduardo le respondió que a esa hora era imposible porque se cruzaba con el inicio del lanzamiento. Quedamos en que nos llamaban a la Biblioteca de Córdoba a las siete y cuarto. No lo podíamos creer. Algo así superaba nuestras expectativas. El tráfico nos demoró un poco. Llegamos de forma cinematográfica. La secretaria de la biblioteca hablaba por teléfono. Nos vio y dijo: «Espera, espera, acaban de llegar». Pasé al teléfono. Era María Cristina. Eduardo tomó otro y nos hicieron una entrevista de más de veinte minutos. El lanzamiento comenzó tarde pero al igual que en Deán Funes, tuvo una gran asistencia. Al día siguiente tome un bus a Buenos Aires, pasé la noche en el aeropuerto y volví a Colombia. En eso va nuestra historia –le digo a Steve de cara a un aviso que indica la Playa El Tunco.
–Es una playa famosa de surfistas –me dice abriendo los ojos.
Viró por una carretera destapada bordeada por posadas con avisos en madera y tiendas de jugos. Un rubio con ‘dreads’ y una tabla de surf bajo el brazo pasa por enfrente del carro en compañía de una mujer de ojos claros. Parqueamos y bajamos bordeando un camino de arena por el que se venden bikinis, pareos y demás artículos para la playa. Personas comen pescado y frutos marinos en un restaurante de madera que da contra el océano crispado. Las olas revientan formando una nube de vapor que se extiende hasta la playa pedregosa tiñendo al lugar con un tono grisáceo. Un par de pescadores lanzan sus atarrayas en el estuario de un río aledaño. Algunas casas de madera con tejados de paja terrazas y barandas lo bordean. Su agua verdosa da una curva escondiéndose tras la esquina que forman unos mangles frondosos. Steve les toma fotos a los pescadores desenredando un par de pescados en sus redes. Detallo a un grupo de jóvenes que toman el sol luciendo sus bikinis contra la baranda de concreto del restaurante. Una ola gigante estalla y su fuerza remonta la arena. –¡Se van a mojar!–les digo viendo el agua acercarse. Levantan sus mejillas de los pareos y ven el agua llegando hasta sus pies. Todas, menos una ,se aventuran al mar chapoteando cerca de una roca de dos puntas que sobresale entre el agua–. ¿Son extranjeras? –le pregunto a la que se quedó. Está un poco pasada de kilos pero su cuerpo juvenil aun guarda curvas atractivas.
–Somos salvadoreñas –responde mirándome desde abajo.
–Pensé que la mayoría de personas aquí eran anglosajonas.
–Hay de todo –responde cubriendo sus ojos con unas gafas negras.
Una rubia con el ‘top’ de su bikini y unos jeans recortados en los que se resaltan sus glúteos sale a la playa, pone la mano sobre su frente y mira en una y otra dirección. –¿Sabes dónde queda la playa de los surfistas? –me pregunta en inglés mostrándome sus ojos azules.
–Supongo que es allá, donde se ven esos surfistas –le digo ante sus rasgos de nariz recta, pómulos medianos y quijada puntiaguda. Le pregunto a un pescador y me confirma la ubicación–. ¿De dónde eres? –le pregunto a la mujer.
–Australia –responde de forma relajada. Sus labios tiernos resaltan contra sus dientes ordenados.
–Eres muy bonita –le digo tras el lente de mis gafas oscuras–. De hecho eres la mujer más linda que he visto en El Salvador.
–Eso es muy generoso de tu parte –me dice con una sonrisa que acentúa sus pómulos.
–Solo digo la verdad. No hay por qué esconderla.
–De ser así, muchas gracias.
–Sí, es allá –añado señalando la playa con el índice.
–¿Y tú? ¿De dónde eres?
–De Colombia –respondo poniendo cara de malevo.
–Bueno, mucho gustó –dice mostrándome su mano. La aprieto y la veo alejarse absorto en sus piernas torneadas, su trasero y cintura curva.
Caminamos por la playa ante la marea creciente. Las jóvenes salen del mar y se cruzan con nosotros. –¿Qué tal está el agua? –les pregunto.
–Menos fría de lo esperado –responde una de cuerpo esbelto.
–Eres igual a Eduardo. Él es muy entrador. Realmente tú y él salieron del mismo molde –dice Steve negando con la cabeza.
–Eduardo es aún más entrador que yo –respondo asintiendo.
Steve le toma fotos a la piedra de dos puntas y caminamos sobre la arena oscura bordeando unas planchas de concreto en las que otros restaurantes y posadas abren sus puertas. Niños con vestidos de baño juegan entre ellos encaramados a las ramas de un árbol seco que yace sobre la arena. Subimos unas escaleras de concreto, compro un par de cocos que una joven de piel canela nos abre con un machete y nos sentamos junto a la mesa de unos surfistas extranjeros que lucen pañoletas y tatuajes en sus bíceps. Un par de pelirrojas se toman unos rones con ellos. El sol empieza su descenso dibujando resplandores plateados en el mar.
–El mundo es muy pequeño en realidad –dice Steve con la mirada perdida en el océano.
–Y la vida es circunstancial. Precisamente ahora estoy reescribiendo una novela llamada «El juego de María» en la que una esquince de tobillo le cambia la vida a María Costa, una jugadora de voleibol.
–Es cierto, las cosas en la vida son así. Por eso es que nuestra coincidencia es medio inverosímil. Eso la hace más interesante –añade dándole un sorbo al pitillo de su coco–. ¿Dime qué posibilidad había de conocernos en un lugar como este?
–Un país que no es muy turístico –añado tomando un sorbo del mío–. La oficial de inmigración del aeropuerto estaba sorprendida porque veníamos a hacer turismo. ¿Por qué escogiste El Salvador? –le pregunto.
–Tenía algunos días libres y decidí venir. No queda tan lejos de Nueva York –dice apoyando la espalda sobre el asiento–. Mi mujer está embarazada en El Cairo y mi vida va a cambiar. Quería aprovechar para hacer el último viaje antes de que eso pase.
–Felicitaciones –le digo sonriendo–. Lo mismo dice mi papá: que su vida cambió cuando nació mi hermana mayor.
–Eduardo estaba conmigo cuando le propuse matrimonio a Helen, mi esposa –dice con los ojos puestos en el vacío. El sol sigue su descenso incrementando los resplandores.
–Entraste a ser parte de nuestra historia.
–Esta historia va a ser difícil de creer para nuestros amigos en El Cairo.
–Voy a darte una copia de «Creaturas del mandala» para que se las muestres.
Les dejo una razón a mis papás en el lobby del hotel para que sepan que estoy vivo, le damos una última mirada al ambiente paradisiaco, volvemos al carro y retomamos nuestro camino pasando por El Majagual. Un nuevo atasco nos frena en La Libertad. Le ponemos combustible al carro ante los últimos rayos de la tarde y nos desviamos por la CA-4 conocida como la carretera al puerto. Aceleramos por sus lozas de cemento pasando carros con facilidad ante el ritmo de «Till The Sky Falls Down» de Dash Berlin, «I’m in love» de Alex Gaudino, «In and Out» de Armin Van Buuren y «Oceanlab» de Sirens of the Sea, hasta que la autopista de dos carriles se angosta a uno y transitamos un atasco infernal durante varios kilómetros hasta Santa Tecla. Dejamos atrás el poblado y avanzamos por la CA-8 hasta que entramos a Nueva San Salvador. Tomó una U y salimos del otro lado frente a los centros comerciales de La Gran Vía.
Parqueamos en el hotel y nos bajamos ante un viento frío que sopla del este. Cruzamos el lobby y subimos al quinto piso. Papá anda en el sofá viendo T.V.
–Te presento a Steve –le digo con una sonrisa. Se saludan de forma cordial con un apretón de manos–. Ya te cuento quién es. –Papá lo mira con cierta curiosidad–. ¿Dónde está mamá?
–Abajo en el gimnasio.
Me la topo a la salida. –Ven te presento a Steve –le digo con entusiasmo.
–¿Quién es Steve? –pregunta limpiándose el sudor con una toalla.
–Ya verás.
Volvemos al cuarto y lo saluda de forma calurosa. Mamá sirve unos tragos de Black Label, nos los pasa y se sienta al lado de papá con su vaso en la mano.
–Salí como un desquiciado para llegar a tiempo a la excursión del volcán Izalco –les digo tomando un sorbo de whisky.
–Justo lo que tu papá te dijo que no hicieras –responde mamá.
–Estaba obstinado en llegar. Hacia las 10:30 a.m. divisé los volcanes… a las 10:40 a.m. tomé la ruta que lleva al complejo de volcanes… a las 10:45 a.m. viré para empezar a subir a Cerro Verde y vi a Steve con el pulgar apuntando hacia arriba. Sus ojos me rogaban que lo llevara –digo ante su sonrisa.
Cuento la historia reconstruyendo nuestros diálogos ante el asombro de papá y mamá.
–¡Increíble! ¡Increíble! ¡Increíble! –dice papá abriendo sus ojos negros–. Que coincidencia tan asombrosa.
–Si Eduardo no hubiera salido tarde, o algún otro carro me hubiera recogido, o si él no hubiera parado…
–¿Cómo no iba a parar con esa cara de bueno que tienes.
–… o sí yo hubiera llegado a tiempo, o cualquiera de los dos hubiera decidido ir otro día a la excursión, o por mil razones más, jamás nos hubiéramos conocido –dice bebiendo un trago–. La posibilidad de que algo así se de es de una en un billón –dice Steve con la alegría acentuada en sus pómulos redondos.
–O de una en un trillón –dice papá mirando a Steve–. Aún no salgo de mi asombro –añade levantando su vaso de whisky. –Bueno, ¡Salud! Por un encuentro alucinante. Lo único malo es que es tan improbable que nadie les va a creer que la historia sea cierta.

 

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