Son las seis y el calor aún es agotador. Termino de
subir por la calle repleta de gente que entra y sale de los restaurantes y
almacenes. Estudiantes en grupos y jóvenes ejecutivos, se dirigen a los bares
para iniciar la noche de rumba. En Ritten House Square hay de todo. Una mujer
pasa halada por su perro, un joven en bermudas monta su bicicleta pedaleando
patas arriba con la espalda contra el pasto. Impresiona a tres amigas que tiene
al frente.
–¿No es esto salvaje? –pregunta con voz de esfuerzo.
Una ardilla con una nuez en la boca da pequeños saltos
hacia el tronco de un árbol. Espanta a un grupo de palomas. Un embolador con la
camisa rota le ofrece sus servicios a una pareja que está en la banca de al lado.
–Estoy intentando ensuciar mis zapatos –le responde un
hombre moreno que abraza a una joven asiática de vestido rojo.
–Tú te mereces más, –le dice el embolador a la joven–.
Te mereces un tipo que tenga los zapatos limpios.
Dos niñas con vestidos lila juegan a pasar descalzas
por el tronco caído de un árbol. Dos mujeres con falda pasan en compañía de un
hombre que carga una máquina de fotografías en el hombro.
Hacia las siete siento el cuerpo pesado. Tengo un
dolor en la nuca que me atormenta. El calor empieza a extenuarme. Es agotador.
Se cuela por mi ropa incrementando el agobio.
Un hombre pasa con la camiseta de la selección argentina
de fútbol. Sostiene un cono de helado en la mano. Me siento en una banca. Al
cabo de un tiempo llega una joven rubia con una franela clara, pantalón corto y
las gafas de sol sobre la cabeza. Desenvuelve un ´wrap´ de su papel aluminio,
le da un mordisco, se levanta y lo tira a la caneca. Vuelve a sentarse, levanta
un vaso de plástico y le da un sorbo a un líquido rosado con hielos. Saca un
libro de su cartera, lo abre en la primera página y lo empieza a leer. Al cabo
de un minuto lo baja.
–¿Qué pasó? ¿No te gustó el ´wrap´?
–No. Boté mi dinero.
–Estoy haciendo este experimento, sabes, de ser un mendigo…
–¿Y crees que he debido dárselo a un vago? Creo que no
lo habría aceptado de todos modos. –Yo me lo hubiera comido feliz, pienso–.
Mira, toma estas gomitas –dice lanzándome unos dulces empacados en una bolsa
amarilla.
–No los puedo comer, soy hipoglicémico.
–Bueno, se los puedes dar a otro vago.
Se para de la banca y se va caminando por una de las
esquinas del parque. Me quedo ahí solo, sin nada que hacer y con un sentimiento
de orfandad que me llega hasta la médula. Hacer el ejercicio de imaginar que no
tengo a nadie en el mundo me desgarra. No quiero ni pensar lo que te genera
cuando es una realidad.
Una mujer de piel clara y jeans descaderados llega a
la banca. Se sienta y destapa una ensalada dispuesta en un recipiente de
plástico. La come con apetito. Mastica las hojas de lechuga y pedazos de cebolla
produciendo un crujido en cada bocado. Su nariz es recta y sus labios gruesos.
–¿Está buena?
–Me la comí sin que me gustara –responde con un leve
acento.
–¿De dónde eres?
–Polonia.
–Mi mamá es Checa –le digo con entusiasmo. Me mira con
sus ojos negros y rasgados. Vuelve a su comida–. Ella nació en la guerra y
siempre nos enseño a comernos todo.
La mujer bota el envase de plástico vacío, saca otro y
come unos calamares floreados. Los mastica con movimientos marcados con la
misma energía que la ensalada.
–¿Parezco un mendigo? Es que estoy haciendo este
experimento de ser mendigo por un día.
–Pareces un drogadicto.
–¿Qué debo hacer para parecer un mendigo?
–Los mendigos huelen feo, lucen harapientos y sucios.
Tu ropa es vieja pero está limpia.
Andrea Castelanski, una conocida del grupo brasilero «Hora
Feliz in Philly» me ve y se acerca a la banca. –¿Qué haces acá?
–Estoy disfrazado de mendigo. ¿Parezco un mendigo?
–No, te veo igual a siempre. –La polaca se ríe, baja
los ojos y trincha un nuevo calamar–. Para lucir como un mendigo tendrías que
revolcarte en la tierra y ensuciar tu camiseta, está muy blanca –añade Andrea.
–Eso es una buena idea.
Me arrodillo en la tierra, unto mis manos y las
empiezo a pasar por mis muslos y pecho. Los jeans y la camiseta se van
ensuciando.
–Acuéstate en la tierra y da un giro –ordena Andrea.
–Eso no lo voy a hacer.
–Vamos, dale, dale, hazlo, hazlo.
–No, no lo voy a hacer.
–¡Orínate! ¡Orínate! Los mendigos huelen a orines.
Orínate si quieres ser un verdadero mendigo.
–Estás loca.
–¡Orínate! ¡Orínate! ¡Hazlo! –dice con sevicia.
–¡Qué te pasa! –respondo
ofendido.
La polaca me mira con una sonrisa. Me paro y camino
hacia la banca.
–Apestas como mendigo –dice Andrea–. Te estaba
ayudando a ser un auténtico mendigo y no quisiste que te ayudara.
–¿Tienes cambio
que te sobre?
–Estás loco. Los mendigos me dan asco. Nunca les
suelto un centavo.
Da media vuelta y se va. Camina hacia otra banca,
saluda a otras personas y me señala. Volteo la mirada.
–¿Le hiciste algo? Se lo tomó personal –pregunta la
polaca. Ahora come unos tentáculos de pulpo que se ven magníficos.
–La conocí el día de mi cumpleaños. Frecuenta un grupo
de brasileros que yo conozco. Le pedí el teléfono en medio de mi borrachera, luego
la volví a ver sobrio en otra reunión y nunca la llamé. Supongo que con esto se
vengó.
–Le diste la oportunidad.
–Me acabo de sentir como en el colegio, cuando los
niños grandes te discriminaban. Es duro sentir que no perteneces a un grupo.
–¿Por qué estás haciendo esto?
–He visto a los vagos caminando por ahí. En Colombia
también hay muchos, así como en Brasil y en toda Latinoamérica. Soy colombiano.
–Dejo pasar un momento–. Me dio curiosidad hacerlo. La gente les pasa por
encima como si fueran invisibles. ¿Vas a darme una moneda? –Se esculca los
bolsillos y me pasa unas monedas que suman cuarenta y cuatro centavos–. Te lo
agradezco. ¿Cómo te llamas?
–Ania, mucho gusto.
–Yo soy Eduardo –digo estrechando su mano. Es fuerte
pero delicada– Eres muy bonita. Como se nota que no eres norteamericana.
–¿Por qué lo dices? –pregunta subiendo una de sus
cejas.
–Porque las norteamericanas no se sienta a hablar con
un tipo así en un parque. Aquí la gente es muy desconfiada. Hay mucha paranoia.
Eso me aburre. La gente es muy cerrada. –Annia guarda silencio. Su compañía me
conforta. Come otro tentáculo–. Tengo hambre –le digo.
–¿Quieres? –me pregunta mostrándome el tarro de
plástico con algunos tentáculos finales.
Lo tomo, trincho uno y lo llevo a mi boca. Me sabe
delicioso.
–Tengo mucha hambre. ¿Puedes imaginar lo que es el
hambre de verdad? Ninguno de nosotros conoce lo que eso significa.
–Europa ha pasado periodos de hambre.
–Los Estados Unidos no. Por eso la gente es tan
consentida –digo llevando otro tentáculo a mi boca. Deslizó el tenedor con
suavidad. Saber que estuvo en la boca de Ania me reconforta aún más.
–Aquí no entienden el concepto de ahorrar –dice ella.
–Antes de que tú llegaras estuvo una mujer que botó un
´wrap´ luego de darle un mordisco. –Ania estira los brazos y se despereza–. ¿Vas
a darme tu teléfono? En el año que llevo aquí no he conocido a nadie como tú.
–No puedo. Vivo con un norteamericano en ese
edificio. –Señala uno de fachada labrada
a un extremo de la plaza.
–Vives en el sitio más caro de Filadelfia.
–Sí –responde con una sonrisa.
–¿Y el norteamericano es un tipo divertido? –Hace un
silencio y duda–. Eso me imaginé.
–No es que sea aburrido –aclara enderezando la espalda
en la banca–. Es un buen tipo, y es generoso.
–¿Por lo menos me vas a dar tu correo para poder
enviarte la crónica?
–Sí, dale, anótalo–. Lo anoto en mi libreta y levanto
los ojos. –Bueno, debo irme. Que tengas suerte.
–¿Ya te vas?
–Sí, me están esperando. Ten cuidado.
Camina hasta el borde del parque, cruza la calle y
entra al edificio. El sentimiento de abandono vuelve a mí de forma triplicada.
Siento ganas de llorar. Un dólar y cuarenta y cuatro centavos no alcanza para
nada. Por lo menos necesitaría cinco para comprar un combo en Mc Donalds.
Espere mañana «Mendigo por un día» – Parte III – Por:
Eduardo Bechara Navratilova
Lea la crónica «Mendigo por un día» – Parte I y vea fotos en: www.eduardobecharanavratilova.