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Me doy una vuelta por la plaza. Algunos vagos pueblan
las bancas. Otras personas pasan frente a mí: parejas tomadas de la mano, una
joven con sus papás, un viejo en bicicleta, un grupo de hombres luciendo vestidos
de mujeres. La gente les aplaude.

 –Vuelvan al
zoológico –les grita un tipo.

Uno de los vagos le vocifera cosas inteligibles a los
transeúntes. Su rabia es evidente. Tiene una bolsa de la que saca un plato de
arroz grasoso. Su rostro está percudido por la mugre al igual que sus manos y
prendas. ¿Dónde habrá nacido? ¿Quién habrá sido antes de ser quién es? ¿Qué lo empujó
a esto?

Se da cuenta que lo estoy mirando y me grita. No
entiendo lo que dice. Me muestra su puño. Sus pupilas parecen desorbitadas.
Vuelvo los ojos hacia mi libreta y escribo lo que estoy viendo. El tipo sigue
gritando pero no le paro bolas. Ahora le muestra el puño a un transeúnte.

Estoy agotado, el espaldar de la banca es incómodo.
Quisiera descansar un poco, librarme del agobio. El calor me atormenta sin
descanso. Los mendigos carecen de muebles cómodos: un sillón acolchado, una
cama mullida, una piscina, un jacuzzi. Nada de esos bienes hacen parte de su
mundo.

Creo que nunca en mi vida había aguantado tanto calor,
un calor intenso, que no da tregua, un calor que te va menguando el espíritu y
te dice que tu salud corre peligro, que el cuerpo humano no está hecho para
aguantar estas temperaturas y que tal vez estás tentando tu suerte. Necesito
acostarme un rato y descansar el cuerpo.

Me siento en el pasto cerca a cuatro niños acostados
en sus espaldas. Miran el firmamento. Hago lo mismo. Cuento once estrellas. El
vértice de tres edificios aparece junto a las copas de los árboles. Algún avión
lejano de luces titilantes pasa produciendo un leve resoplido de turbina. El
murmullo de algunas personas hablando en las bancas se mezcla con el de los
carros y buses que pasan acelerando por Walnut.

Cruzo mis manos y las llevo detrás de mi cabeza. El
rugido de una moto se escucha de una punta a otra del parque en una sola
acelerada. El pasto está fresco. Alivia un poco mi agobio aunque la tierra es
dura. Saco el celular de mi bolsillo y me percato de que ya son las ocho y
media. Otro mendigo duerme sobre el pasto al lado de una bolsa plástica.

Mi garganta está seca. Tengo mucha sed. Necesito beber
algo. Tomo fuerzas y me paro. Salgo del parque en dirección a Mc Donald´s.
Supongo que lo recaudé me alcanza para una Coca Cola. En la calle dieciocho hay
un grupo de personas arregladas que hacen fila para entrar a Vango. Un par de
mujeres en tacones y minifalda entran a Biblos. Bajo por Samson y paso al lado
del Sofitel. Un grupo bebe una botella de ginebra Bombai Saphire en unos
asientos de terciopelo dispuestos detrás de las ventanas polarizadas del hotel.
Un tipo y dos mujeres de falda corta hablan y fuman frente a la entrada del bar
“The Raven”.

Volteo por la diecisiete, bajo hasta la dieciséis y me
topo con un local que vende pizza. Entro y busco en el mostrador una carta de
precios. Una rubia de tacones y vestido ceñido al cuerpo me mira con
desconfianza. Detalla la suciedad de la tierra en mis jeans y camiseta. Me
quedo ahí parado durante un rato.

 –¿Va a pedir
algo? –le dice un hombre a otro en español adentro del mostrador.

–¿Cuánto vale la pizza? –pregunto en español a un
joven de contextura delgada con un ´piercing´ en el oído.

–¿Cuál quieres?

–No sé. ¿Cuánto vale?

–La sencilla vale dos dólares. Dos catorce con
impuesto. ¿La quieres?

–Espérate. –Saco el billete de un dólar y cuento las
monedas sintiendo los ojos de la mujer puestos en mí. Tres monedas de un cuarto
que tenía desde antes aparecen en el bolsillo anterior–. Sí dámela.

–Tienes que pagarla en la caja.

Camino hasta ella y le entrego el dinero a un hombre
de baja estatura. El otro joven llega.

–Es que no sabía si me alcanzaba –digo levantando los
hombros–. Estoy probando ser mendigo –añado mostrando mi camiseta sucia–. Soy
escritor y quiero ver qué se siente. Es muy duro.

–Pero te ha ido mal porque aquí vienen unos llenos de
monedas. Van a pedir dinero cerca a ´City Hall´.

–Sí, yo no soy bueno para pedir. No estoy
acostumbrado. ¿Me puedes regalar un poco de Coca Cola?

–Sí, claro.

Le pone hielos a un vaso de cartón y la sirve de un
dispensador. Le doy un sorbo largo. Entra delicioso refrescando mi garganta. El
aire acondicionado regula mi temperatura. Es un regalo del cielo, otro de esos
servicios que damos por sentados pero que la gente más necesitada jamás llegará
a disfrutar.

Me entregan mi pizza y me siento frente a un T.V. de
pantalla plana en el que están pasando un partido de la liga inglesa de fútbol.
Juegan Manchester Vs. Liverpool. Muerdo la pizza. El queso derretido invade mi
boca con su sabor característico. Masco el pedazo y lo trago. Voy degustando
cada pedazo. Bebo sorbos de Coca Cola y termino mi pizza con calma. Qué rico
puede saber un alimento cuando se vuelve un bien que no tienes a la mano, un
lujo como todos los demás que anhelas y no puedes satisfacer.

–¿Quieres otro pedazo? –me pregunta el flaco desde el
mostrador.

–No tengo como pagarlo.

–No importa. –Camino hasta él y me da uno de peperoni–.
¿Quieres otro poco de Coca Cola?

Le doy mi vaso. –Muchas, gracias. ¿Ustedes cómo se
llaman?

–Rafael y Benny.

–Es un placer conocerlos. –Estrecho sus manos–. Por
qué no me dan sus correos electrónicos y les envío la crónica. Voy a incluirlos
en ella.

Me los dan. Vuelvo a la mesa y muerdo la pizza. La
gente que tiene menos siempre resulta ser la más amplia y generosa. Rafael y
Benny saben lo que es sentir hambre, no tener una comida cierta en el día. Con
seguridad cruzaron la frontera y han tenido que pasar momentos muy duros hasta
llegar a estar detrás del mostrador vendiendo pizzas. Supongo que anhelan
volver a México en algunos años conduciendo una camioneta 4 x 4 y los bolsillos
llenos de dólares que les repartirán a sus familiares. Serán héroes que desafiaron
el peligro y volvieron victoriosos. ¿Cuántos inmigrantes sin papeles perecen en
el intento?

Les agradezco de nuevo y salgo al calor de la noche. Es
muy intenso, pero las dos pizzas y vasos de Coca Cola me han fortalecido. Por
lo menos ya no siento que mi salud corre peligro. Subo de nuevo por la calle
Chestnut. Un grupo de universitarios camina hacia “Drinkers” en la diecinueve.
Qué lejos están ellos de una vida precaria, de caminar las calles sin rumbo o
asumir la vida en un día a día en el que no hay dirección. Suena difícil de
creer pero el mundo está lleno de estas personas abandonadas.

La fila para entrar a Vango ha crecido. Un par de
´bouncers´ requisa a unos clientes. Los dejan pasar y suben por las escaleras
que llevan al segundo piso de la disco. Vuelvo a la plaza. Me siento en una de
las bancas. Cada una de ellas tiene un apoyabrazos intermedio que les impide a
las personas acostarse. Supongo que mi inquietud ahora es en dónde pasar la
noche. Mato el tiempo viendo a la gente. Vuelvo al pasto, acomodo la espalda y
cruzo los brazos. Busco una posición en la que me siento cómodo y cierro los
ojos. Podría pasar la noche ahí, ¿por qué no? Por lo menos es un lugar seguro.

Me relajo y pienso en Colombia. En lo lejos que está.
Recuerdo el niño que fui, al que su papá le compró una camiseta a rayas y no se
la quitó durante tres días porque era la camiseta que le había comprado su
papá.

Un sonido de agua disparada rompe mi pensamiento y
siento la hilera de gotas aterrizar en mi cara. De un momento a otro se han
encendido todos los roceadores del parque. Varios vagos se levantan del pasto y
caminan fuera de su alcance para no ser alcanzados por los chorros. Aprovecho y
me refresco un poco con la película vaporosa que sale de uno de ellos.

Vuelvo a la banca. ¿Dónde voy a pasar la noche? Me
pregunto. Ahora es una preocupación. Me siento ahí por un momento. Un
sentimiento desolador me invade de nuevo. El calor del día me ha dejado extenuado
y lo único que quisiera es descansar. Recuesto la espalda contra el incomodo
espaldar de la banca y saco mi teléfono. Llamo a mi amigo Carlos Queirós y le
digo que por fin me decidí a ser un mendigo por un día. Me dice que llega al
parque en quince minutos. Saber que viene me reconforta un poco.

Siento que estoy haciendo trampa. Los mendigos no van
observando a la gente ni apuntando sus pensamientos en libretas. Los mendigos
no tienen celulares ni llaman a sus amigos para que los vengan a consolar. Los
mendigos no están haciendo ningún ejercicio de vida en el que pueden experimentar
lo que sienten las personas entradas en desgracia. Los mendigos lo sienten de
verdad. No tienen a dónde ir, no tienen qué comer, no tienen a quién llamar, no
tienen una motivación y lo peor de todo, a muchos se les olvido lo que es tener
una vida.

El vago que ha estado gritando saca un cacho de marihuana
y lo fuma. Les dice a unas personas que no se le acerquen porque les vuela la
cabeza.

Carlos llega con su pelo húmedo y bien peinado. –Por
fin te decidiste a hacerlo –me dice en portugués.

–Si las cosas se hacen o no se hacen.

Se sienta en la banca con entusiasmo y hace un paneo
general sobre los vagos de enfrente.  –Las
personas que viven en la ´rua´ tienen una expresión característica en la cara:
ya perdieron el brillo en los ojos.

–La parte que más dura me ha parecido es la sensación
de ser invisible. Humillarse a pedir dinero también es asqueroso.

–La gente que vive en la calle ya tiene estrategias.
Siempre hablan de su familia y repiten que quieren ir a casa. Decir: “necesito dinero
para llegar a casa”, remite a las personas a su propia existencia familiar. Ven
en carne propia la situación del mendigo y le dan el dinero.

–Es la idea platónica de la tragedia. El observador ve
en el otro la desgracia y siente compasión y temor porque a él también podría
llegar a pasarle.

–La situación es muy compleja –dice Carlos de cara al
vago que fuma su cacho de marihuana–. Las personas que están en la calle
pierden la esperanza en la vida y las personas que tienen dinero consideran que
el problema es demasiado grande.

–Es cierto. El problema es muy grande. Muchas de estas
personas ya están muertas por dentro. –Me levanto de la banca para estirar las
piernas–. Tengo una sed espantosa.

–Vamos a casa y te ofrezco un vaso de agua.

Bajamos por Walnut. En la esquina de la diecisiete me
siento en el piso y le digo que me tome una foto. Una cucaracha camina a mi
lado. Estiro la mano y le pido dinero a un peatón. A Carlos le da pena y voltea
su mirada para otro lado.

–Viste que es difícil. Incluso a ti te dio vergüenza.

Un policía pasa en una patrulla y nos mira con ojos
suspicaces.

Bajamos a Broad y caminamos hasta Pine Street. ´City
Hall´ con su torre de 167 metros luce distinta. Toda Filadelfia luce distinta
si no tienes dónde quedarte a dormir. Tus problemas se vuelven vitales. Dejas
de pensar en cosas superfluas y te enfocas en sobrevivir.

Bajamos hasta la once. El apartamento de Carlos me
brinda un consuelo momentáneo. El aire acondicionado me refresca. El sofá se ve
provocador pero no me siento. No le quiero hacer más trampa a mi experiencia.
Carlos me pasa el vaso de agua y lo engullo en pocos tragos, me pasa otro y
hago lo mismo. Su novia Ali baja del segundo piso.

 –Tú
definitivamente estás loco.

Le sonrío, me despido de ella y Carlos me acompaña
hasta la salida. –Ten cuidado, –me advierte–, estás calles son peligrosas.

–Tienes cambio que te sobre  –le pido con la mano extendida

Saca dos dólares y me los entrega. Nos damos un abrazo
y camino calle abajo. La ciudad duerme y las calles están silenciosas. Me doy
la última licencia y saco el celular del bolsillo. Quiero contarle a Camilo
Moncada que finalmente lo hice.

–Eso me gusta de usted. Es una persona comprometida con
su arte.

–Pedir plata es muy duro. Hay que humillarse para
hacerlo.

–Un verdadero mendigo está por encima de la
humillación, –responde con elocuencia–. Hay que perder el miedo. Un mendigo no
discrimina a quién le pide. Le pide al rico, al pobre, al estudiante, a la
abuelita, a otro mendigo.

 

Espere mañana “Mendigo por un día” – Parte IV – Por:
Eduardo Bechara Navratilova

Lea la crónica “Mendigo por un día” Parte I y II en: www.eltiempo.com/participacion/escarabajomayor

Vea fotos en: www.eduardobecharanavratilova.blogspot.com

www.eduardobechara.com

escarabajomayor@gmail.com

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PERFIL
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Mi nombre es Eduardo Bechara Navratilova. Escribo como acto liberador que me ayuda a escapar del mundo, así termine volviendo a él. Me sirve para entender mis propios actos, aunque admito que acabo con más preguntas que respuestas. Tengo defectos despreciables, que dejaré al lector descubrir por si mismo. Detesto los trancones, las modelos y hacer fila en los bancos. Me gusta el fútbol y la rumba, me gusta la gente que persiste. Tengo los títulos de derecho (1999) y literatura (2005) en la Universidad de los Andes. La novia del torero, Editorial La Serpiente Emplumada (2002) y Unos duermen, otros no, Editorial Escarabajo (2006), son mis dos novelas publicadas. No tengo un peso en el banco, pero me he recorrido medio mundo en viajes. El ser humano y su comportamiento son mi tema de fondo.

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Comienzo por lo que me trajo aquí:



Me encantan, estos avances. Me encantan.

The interpreter (para nosotros, La intérprete, y como cosa rara, el título en español significa lo mismo que en el idioma original) es un filme dirigido por el estadounidense Sydney Pollack, estrenado en cines en dos mil cinco. El guión condujo a Pollack a grabar en las propias instalaciones de la ONU (localizadas en territorio internacional dentro de Nueva York), una historia con tintes políticos que recuerdan la situación más o menos reciente del actual presidente de Zimbabwe.

Estaba viendo hace unas horas cierta película francesa realizada exclusivamente para televisión hace unos años, no muy conocida por cierto, y me asaltó una duda que tenía desde hace un tiempo y que se avivó luego de ver La intérprete. La duda es la siguiente:

Lo más seguro es que todos conozcamos el aviso que aparece, usualmente escondido al final de los créditos de algunas películas, que dice lo siguiente, palabras más, palabras menos: "Los hechos relatados en esta película son puramente ficticios y no deben relacionarse con eventos pasados, actuales o futuros. (...) Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia."
Yo me pregunto: luego de ver una película que parece un documental acerca de una situación actual, ya sea ésta una realidad o no, ¿qué sentido tiene recurrir a este mensaje, si de cualquier manera los espectadores van a hacer la relación?

Es claro, hay que decir, que no todo el mundo tiene por qué captar estos parecidos. Pero los que sí los captan, lo comunican a los demás, y al final la película pasa a verse como lo que realmente es: una crítica por parte del realizador hacia una situación en particular. Punto. No importa qué tan imparcial se pretenda ser, haciendo uso del mencionado avisito.

En fin, no entiendo esta actitud, si de verdad algunos pretenden protegerse bajo dicho mensaje. Quisiera creer que lo colocan no porque no pretendan dar la cara luego de dar la opinión, sino porque es una especie de requisito, un asunto legal de obligatoria aparición al final de todos los créditos de todas las películas de todos los géneros. Aunque al final, sólo quien tuvo la idea de escribir la historia como quedó escrita es quien sabe qué opinión tiene.

Él y sólo él.

-

Sobre la película, hay un dato lingüístico interesante; se creó un lenguaje nuevo (lo llamaron "Ku"), con sus propias palabras, conjugaciones, reglas... es decir, un lenguaje aparte, sostenible por sí solo, basado en lenguajes existentes en el sur de África, pero que "aunque sería reconocido por habitantes de la zona (...), los confundiría", debido a su estructura gramatical, leo por aquí. En todas partes encuentro que el creador de este lenguaje es Said el-Gheithy, director del Centre for African Language Learning en Londres. En general, no encuentro muchas críticas positivas para la película, pero a mí me gustó.

Me encanta leer la columna Contravía, escrita por Eduardo Escobar. Y la de hoy termina con una reflexión que encuentro parecida a cierto diálogo de La intérprete. Aquí va el diálogo, para terminar y dejar de ocupar su tiempo, estimado lector. Lo traduzco burdamente, pero espero que se mantenga la idea.

Silvia Broome: (...) Siempre que alguien pierde a un ser querido, quiere vengarse de alguien más, o de Dios, a falta de alguien. Pero en África, en Matobo, los Ku creen que la única manera de poner fin al dolor es salvando una vida. Si alguien es asesinado, luego de un año de duelo se realiza un ritual llamado "la fiesta del ahogado". Se hace una fiesta durante toda la noche, junto al río. Al amanecer, el asesino es montado en un bote. Se lleva al agua y se le tira allí, amarrado, para que no pueda nadar. Entonces la familia doliente debe tomar una decisión; pueden dejar que se ahogue, o pueden lanzarse a salvarlo. Los Ku creen que si la familia deja que el asesino se ahogue, se hará justicia, pero pasarán el resto de sus vidas de duelo. Pero si lo salvan, entonces admitirán que la vida no siempre es es justa, y a cambio ese acto los liberará del dolor.


dancastell89@gmail.com

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