Me pongo la camiseta amarilla con las rayas azules de la selección Colombia, me calzo los zapatos, guardo la cámara en la chaqueta negra que usaba en Filadelfia para protegerme del invierno y salgo a la tarde del sábado. El cielo capitalino está cargado de nubes grises que oscurecen el día. Bajo por el parque “El Virrey”, tras un grupo de jóvenes que también lucen la camiseta de la selección y llego a la carrera Quince. En el café Illy hay gente con la camiseta puesta. Un taxista pasa en su carro luciendo una. Del otro lado del parque, por donde la grama se extiende bajo los urapanes, un bóxer dorado porta una sobre su tórax. El joven que lo pasea también viste la suya. A donde quiera que mire hay alguien que luce los colores del equipo y aguarda expectante el comienzo de un partido que nos puede dar el tiquete a la semifinal del mundial sub 20 – Colombia 2011. En la intersección con la Noventa y dos hay un hombre que las vende junto a “vuvuzelas”, gorros de arlequines y pelucas con el tricolor nacional. En el separador de la noventa y cuatro hay otro. Atiende un carro en el que una familia completa se las prueba. Volteo por la esquina en busca de la avenida del ferrocarril y camino bajo una llovizna pertinaz.
Voy pensando en que el país está ilusionado. La organización del mundial nos ha servido para poner la mente en una actitud positiva. Todo ha salido bien a excepción del escándalo de “El Bolillo” Gómez y la actitud indignante de la Federación Colombiana de Fútbol. ¿Cómo es posible que haya manifestado que estudiará si le acepta o no la renuncia como D.T. de la selección Colombia una vez acabe el mundial? Cosas como estas me hacen apretar los dientes. “Bolillo” es una figura pública, el líder de un grupo de futbolistas, alguien que debe dar ejemplo a la sociedad. En cualquier país del mundo lo habrían destituido en el acto por agarrar a puños a una mujer.
Atravieso la amplia avenida que bordea la carrilera y cruza a Bogotá en diagonal. Tomo la transversal veintiuna, camino hasta la noventa y cuatro A y me anuncio con el portero del edificio. Me deja pasar, tomo el ascensor y subo al piso octavo. Fernando Barrera me abre, nos damos un abrazo, me ofrece una cerveza y nos sentamos frente al T.V. de pantalla plana en el que aparecen las imágenes del partido entre Portugal y Argentina por los cuartos de final del campeonato.
—Barrito, ¿cómo te pareció lo de la Federación Colombiana de Fútbol?
—Normal, como dice un viejo amigo. Es una federación de baja ralea. Ellos ya saben lo que decidieron, pero quieren que los ánimos se bajen. Ya me imagino el discurso, es súper claro. ¿Viste la carta que mandaron los jugadores de la selección en apoyo al “Bolillo”?
—Estoy seguro que la redactó la misma Federación Colombiana de Fútbol.
—Obvio —responde con los ojos puestos en una jugada de Caetano por la punta izquierda. Hace un centro templado al que Oliveira no le llega.
—Estoy impulsando una marcha nacional en Facebook y en mi blog de El Tiempo. La voy a llamar: Colombia sin “Bolillo”.
—Muy bien, Bech. Eso es lo que hay que hacer, yo saldría a marchar.
—Por esa tolerancia que hay aquí es que tenemos lo que tenemos.
—Todo esto viene de la amnesia colectiva que sucede en todas las cosas importantes de este país. No aprendemos de nuestros propios errores y tragedias, por eso estamos condenados a seguirlas repitiendo.
—Y por eso es que debemos salir a marchar. Lo peor que uno puede hacer es quedarse de brazos cruzados.
—Cuando unos pocos deciden por muchos se debe sentar la voz de protesta. —Bebe un sorbo de cerveza—. ¿Qué sabes de México?
—Es un rival durísimo. Lara está atortolado.
—¿Por qué? Es el mismo equipo al que ya le ganó Colombia en el torneo Esperanzas de Toulon.
—Un partido siempre es diferente a otro, sobre todo en estas instancias finales en las que hay que ganar. Leí en El Tiempo que Jeison Murillo no puede jugar por acumulación de tarjetas amarillas. Va a ser remplazado por Luciano Ospina en la defensa, un jugador de Huracán de Argentina. Por otro lado, el “stopper” titular de México tampoco puede jugar por acumulación de tarjetas amarillas, es decir que la cosa está pareja.
—¿Qué más decía?
—Que Colombia tiene una de las mejores delanteras del campeonato y México una de las mejores defensas. Ratificó lo que tú decías, que las selecciones de fútbol mexicanas son como los boxeadores mexicanos: les pegan y les pegan y no se caen.
—Las corren todas. Nos favorece que tuvieron el desgaste adicional de los dos extra tiempos que jugaron contra Camerún y que suben a la altura de Bogotá.
—Y que Colombia tiene el público a favor —añado de cara a la repetición de un tiro libre de Erik Lamela que pasa besando el travesaño del arco de Portugal—. ¿Sabías que Mika es el único arquero invicto del mundial?
La cámara lo enfoca acomodando el balón en las cinco con cincuenta, saca largo y el árbitro finaliza el primer tiempo. Juan Pablo Hoyos nos llama y bajamos.
—Bueno, Barrito, o seremos muy felices o volveremos a la realidad.
—Claro que sí, eso puede pasar.
—¿Hoyitos, cómo es el pronóstico del partido? —le pregunta Barrera.
—Empate y ganamos por penaltis.
Nos embarcamos en el carro de Barrera, tomamos la Treinta, nos desviamos por la Sesenta y una y parqueamos en las canchas de tenis “El Campín”. Me hablo con mi tío Omar por celular y quedamos en encontrarnos en el semáforo de la cincuenta y nueve.
—Menos mal estamos llegando temprano. La entrada del último partido estuvo fatal —comento de cara al puesto de control en el que hay unos policías requisando a hinchas con camisetas, banderas y pelucas.
A hoyos se le ocurre ir a comprar unas arepas a “La fonda antioqueña”, Barrera va a ver los gorros que venden en el separador y me quedo en el semáforo esperando a mi tío. Cuatro jóvenes con las caras pintadas, camisetas amarillas y sombreros de Colombia hablan entre ellas. Me acerco y les pregunto si les puedo tomar una foto para “retratar a las mujeres tan lindas que están viniendo al estadio”. Posan y sonríen. Les tomo la foto y entran por el puesto de control.
Mi tío llega con mi primo Edmond, nos damos un abrazo y les entrego sus boletas. Me dicen que van a ir entrando y les respondo que ahora nos vemos. Barrera vuelve.
—¿Qué tal el casting que se está viendo? —dice de cara a un par de jóvenes con los jeans apretados que se bajan de una camioneta.
—Es muy bueno, lo que pasa es que van a decir que el mundial se volvió elitista y los pobres se quedaron por fuera.
Hoyos cruza la calle con un par de arepas en la mano.
—Estas eran las últimas que sobraban —dice mordiendo una.
Hacemos la fila y me pasa un vaso de icopor. Bebo un sorbo de aguardiente y se lo paso a Barrera.
—¿Qué es, agua? —pregunta.
Asiento con la cabeza. Lo prueba y arruga la cara. Terminamos de comer y de bebernos el licor de forma apresurada, mostramos las boletas, recibimos la requisa de la policía, hacemos la fila para el segundo control y caminamos hacia el estadio. En la puerta me le acerco a un par de hinchas mexicanos y les pregunto si nos podemos tomar una foto con ellos. Le doy la cámara a Hoyos, Barrera se pone al lado de uno descamisado que luce una bufanda de los Pumas y una máscara plateada de luchador libre, y yo junto a otro que tiene puesto un sobrero de ala ancha y la parte superior de la sudadera de la selección.
Entregamos las boletas, entramos al estadio y salimos a la tribuna llena de hinchas con la camiseta amarilla. La gente sopla sus “vuvuzelas”, luce alegre y está expectante. La ilusión se dibuja en sus rostros. Los gorros de arlequines, las máscaras y pelucas coloridas generan un ambiente festivo en el que flota una energía inspiradora. Un hombre y una mujer lucen la bandera de Colombia como capas de súper héroes. Los gorros que portan terminan de darles un aire carnavalesco. Parecen disfrazados para el día de las brujas o como si fueran actores dentro de alguna película infantil. Me paro detrás de ellos y les tomo un par de fotos mientras soplan sus “vuvuzelas”.
Subimos hasta los puestos y disfrutamos del ambiente cargado de optimismo.
—Bogotá se ha compenetrado con la selección —le digo a Barrera.
—De una forma impresionante —responde dando un paneo general—. El mundial ha sido un evento muy importante aquí en Colombia. En otros lados ha tenido menos relevancia. Magda me dijo que en España no ha sonado y un corresponsal de la W comentó que en Argentina lo ven en los cafés pero es intrascendente.
Suena “La tortura” de Shakira con Alejandro Sanz y la gente baila en las tribunas. Los jugadores de la selección Colombia salen a calentar y el resoplido de las “vuvuzelas” silencia a la cantante de “pop”.
—Hoyitos, ¿qué opina de que la Federación Colombiana de Fútbol no le haya aceptado la renuncia a “El Bolillo” Gómez?
—¿Eso es cierto?
—Todo apunta a ello.
—Por ahora no quiero decir nada —dice mirando mi libreta.
Veo a un mexicano con el sombrero de mariachi y a otro con una máscara de luchador libre y bajo a preguntarles si me puedo tomar una foto con ellos. Sus camisetas verdes contrastan con la amarilla que llevo. Le paso la cámara a una persona y sonreímos para la foto. Les doy la mano y les digo:
—Buena suerte.
Otras personas aprovechan para tomarse fotos con ellos. Tomo algunas y vuelvo a donde mis amigos.
—Mira que hay hinchas mexicanos por ahí pero se pierden en la mancha amarilla. El estadio está tomado por Colombia —comenta Barrera.
Le saco una foto a un papá y su hijo vestidos con la camiseta de la selección y gorros tricolores (el niño tiene uno de la cara de “Bambuco”, la mascota del mundial), me corro por la tribuna y les tomo una a tres hermanos que lucen la camiseta amarilla, unos gorros de lana con el tricolor y unas máscaras del carnaval de Venecia pintadas con franjas amarillas, azules y rojas. Les levanto el pulgar en señal de agradecimiento y voy a mi puesto, un poco más al norte.
—¿Tío, qué opinión te merece que la Federación Colombiana de Fútbol no le haya aceptado la renuncia a “El Bolillo” Gómez?
—Es un acto de debilidad. Era una oportunidad de sacar al fútbol colombiano de la olla e internacionalizarlo.
—¿Y con respecto al ejemplo que se le está dando a los jóvenes?
—Más aún, era el momento de sentar un precedente. Tenían que habérsela aceptado. Renunciar fue un gesto noble del “Bolillo”. Con esto la Federación lo está satanizando y está polarizando al país.
Analizamos el tema un rato más y vuelvo a donde Barrera y Hoyos.
—Mira el perfil de la gente que está viniendo. Está lleno de familias —comenta Barrera en dirección a un papá y una mamá con sus hijos.
—Eso es buenísimo, el problema es que la gente que menos tiene se está quedando por fuera de la fiesta.
—Sí, pero lo que quiero decir es que volvieron las familias. La gente trae a sus hijos sin miedo —insiste. Levanta la cabeza y me muestra las delgadas gotas que caen contra los reflectores.
—Por ahora es un “espanta bobos” —le digo.
—Esperemos.
Se lanza la ola. Me agacho y subo los brazos.
—¡Eeeeeeeeeeeee! —gritamos a su paso.
—Esto está prendidísimo —comenta Barrera.
—Argentina está a punto de clasificar a semifinales —dice Hoyos con el audífono del radio en su oído—. ¡Lo botó! Van 3 a 2, si Portugal lo bota pasa Argentina. —La ola le da otra vuelta al estadio—. Lo metió Portugal. Si Argentina mete este último pasa.
El presentador nos da la bienvenida a los cuartos de final e insta a los equipos a que hagan un juego limpio. Le tomo unas fotos a los cientos de hinchas que sostienen las bombas amarillas, azules y rojas (a la espera de soltarlas una vez que terminen los himnos), y vuelvo a mi puesto. Los equipos salen tras los niños que sostienen las banderas de la FIFA, de Colombia y de México, forman a uno y otro lado de los árbitros. Pedro Franco toma el micrófono, da unas palabras en las que dice que hay que jugar limpio dentro y fuera de la cancha, y me pregunto si la Federación Colombiana de Fútbol está jugando limpio al querer ratificar a “El Bolillo” en su cargo. “Yo juego limpio”, termina diciendo el joven. El capitán de México dice otras palabras que terminan con: “!Juguemos limpio!”.
Suena el himno de México. Acaba el de Colombia y la gente vitorea al equipo. Los hinchas de oriental lanzan las bombas al aire. Los jugadores de la selección posan con los de México y luego se toman otras fotos por separado. Colombia se ubica en la cancha sur para atacar hacia el norte, luce su uniforme tradicional. México viste uno azul oscuro con líneas moradas a los costados de su camiseta y pantaloneta.
—¡Colombia! ¡Colombia! ¡Colombia! —gritan los espectadores.
Un hincha en la fila de atrás comenta que Portugal clasificó a semifinales y el árbitro pita el inicio del partido. James Rodríguez se la pasa a Michael Ortega. Algunos de los jugadores de México se arrodillan en la grama y se persignan mirando al cielo. El ataque termina en la contención de México y el equipo centroamericano se lanza al ataque. Colombia se defiende.
—Partido duro, tío.
—Muy jodido.
—México tiene más historia mundialista que nosotros.
Colombia la gana y la juega en su campo para sacarlos un poco. México espera evidenciando que va a jugar a la defensiva.
—Lara no puso a “El trencito”.
—No sé por qué —responde el tío.
Muriel tiene un buen quiebre hacia el centro del área y Nestor Araujo le termina bloqueando el tiro. “El Cole” extiende sus alas y anima al equipo. James hace un quiebre y la contención de México lo tranca, hace una segunda gambeta de cara a su propio arco, otro jugador de México le cierra el paso, hace una tercera gambeta y la pierde. Los “manitos” lanzan un contragolpe. Muere en los pies de Héctor Quiñones. Se la da a James, el 10 de Colombia hace una gambeta y la pierde.
—¡Qué está haciendo! ¡Volvió a perder una bola y se quedó parado como en el último partido! —exclama el tío.
Los primeros cinco minutos se van con jugadas entreveradas en la mitad del campo. Colombia se va apropiando del terreno de juego y se lanza al ataque. James vuelve a perder una bola en la mitad.
—¡Ya está muy sobrado el guevón! —añade el tío.
—Eso siempre pasa cuando les dan tanta prensa a los jugadores.
Muriel toma el balón, hace un quiebre y lanza un tiro sesgado al palo derecho. José Rodríguez se lanza al piso y la contiene con sus guantes. Sale jugando con Héctor Acosta. México lanza un ataque tímido que recupera Juan David Cabezas. Se la da a Ortega, este la rota hacia James, el mediocampista se la da a Duván Zapata y Carlos Orrantia le comete faul. James cobra a riesgo, le pasa la bola a Zapata y el delantero la centra al medio del área. Muriel llega por izquierda y engatilla. Va a disparar pero Diego Reyes corta el centro.
—Colombia empezó a jugar bien —digo.
—Sí, pero tiene que meterla.
Genera un par de ataques y la defensa mexicana rechaza la bola al tiro de esquina. James viene a cobrarlo. La levanta con un tiro templado al centro del área, Zapata la cabecea de forma torpe y el propio Cabezas la tranca. México sale jugando y Didier Moreno la roba. Hace un pase de profundidad, Zapata trastabilla y la pierde.
—Zapata es “romo”, míralo, no sabe dominar la bola —comenta el tío.
Edmond mueve la pierna hacia arriba y abajo denotando su nerviosismo. Arias corta un avance y la envía al lateral.
—Bien jugado —le digo al tío.
—Bien joué. ¿Quién decía así?
—Mi papá.
—¡Colombia! ¡Colombia! ¡Colombia!
México equilibra el partido en el medio campo e intenta un ataque que muere en los pies de Franco. Colombia pierde la bola en el medio y lo atacan de nuevo.
—Le pasó el cuarto de hora a Colombia —dice el tío.
—Sí, se equilibró el juego.
México sale tocando y vuelve a perder la bola. James le pone un pase al vacío a Zapata y el delantero la lucha metiéndole el hombro al defensa. El árbitro pita faul a favor de México.
—Zapata es fuerte. Debe ser por eso que Lara lo puso —comento.
—“El trencito” también es fuerte y es más ágil.
México la sube. Jorge Enríquez le hace un pase de profundidad a Diego de Buen. El centrocampista dribla y Arias se la quita. Moreno sube el balón. Se lo da a James. El 10 levanta la cabeza y la descarga en Muriel. El delantero serpentea hacia adentro y afuera, se quita la marca y manda un derechazo. Rodríguez se estira con el puño cerrado y la saca.
—Murillo la tiró lindo y el arquero la sacó lindo —comenta el tío.
—¡Colombia! ¡Colombia! ¡Colombia!
México intenta un ataque con Ulises Dávila. Franco detiene el balón y sale jugando. La bola pasa por Quiñones, Cabezas y Ortega. James lo toma, lo esconde, se corre hacia adelante por derecha y envía un centro cruzado. Zapata se estira y arquea su cuerpo… el balón se le pasa.
—James sí juega mucho, es crack —admite el tío.
—Tiene que concentrarse en no perder la bola. Es mejor cuando está perfilado hacia adelante que de espaldas al arco contrario.
Colombia llega una vez más por el costado derecho con un centro de Quiñones. En otra jugada Arias le hace un muy buen pase a Muriel y el delantero patea. Rodríguez se estira una vez más y alcanza a sacarla al tiro de esquina. México rechaza el cobro y James vuelve a poner un centro sesgado por derecha. La bola se desliza por el aire de forma peligrosa hasta que Enríquez estira la pierna y alcanza a rechazarla con dificultad.
—James sí es un crack —vuelve a comentar el tío.
—Es el motor del equipo —responde Edmond.
Alan Pulido le pega a Ortega un puño en la cara y el árbitro pita el tiro libre. Le perdona al mexicano la tarjeta. James acomoda el balón, toma impulso y la pone al centro del área como si lo hiciera con la mano. Luciano Ospina entra cabeceando desde atrás y la bola pasa besando el horizontal.
—Colombia es una tromba —dice el tío.
—Por ahora sí.
“El Cole” agita sus alas, la gente sopla sus “vuvuzelas” y el público luce concentrado en las jugadas del partido. Todos tienen el anhelo de que Colombia meta gol, la ilusión de verla en la semifinal, en la final, y por qué no, siendo campeona del mundo. Qué lindo sueño.
Quiñones entra al área y lanza un tiro que pasa por encima del horizontal.
—¡No me gusta esto! —exclama el tío—. “El que no los hace los ve hacer”, esa es una máxima del fútbol.
La gente taconea y se inicia la ola. Le da una vuelta al estadio un par de veces. México lanza un ataque por el sector derecho y Arias tumba a Dávila. El central pita la falta. El cuarto árbitro levanta su paleta electrónica indicando que sale Pulido. El delantero mexicano se persigna, camina con la cabeza gacha y le da la mano a Edson Rivera. El sustituto entra al terreno de juego y corre hacia el área de Colombia. Enríquez cobra chanfleado, la bola pasa por encima del punto penalti y desciende, los jugadores corren a su encuentro, Cabezas se apoya en Diego Reyes y lo hace trastabillar, la bola termina su parábola y Franco la saca al tiro de esquina. Cabezas levanta sus brazos, Franco junta las manos a modo de rezo y Zapata mira hacia el cielo. ¿Puede ser posible? Los tres hablan con el árbitro turco Cuneyt Cakir.
—¡Pitó penalti!
—Yo lo dije, tío. México siempre es un equipo muy complicado.
Algunas personas se toman los rostros, pliegan los labios y afilan la mirada hacia Erick Torres. El 10 de México acomoda la bola en el punto penal y toma impulso con los brazos en jarra. ¡Maldita sea! ¡Qué jartera irnos al descanso perdiendo!
El mexicano se impulsa, la impacta con pie derecho. Cristian Bonilla se lanza al costado izquierdo, adivino el palo. ¡ADIVINO EL PALO! (Lo celebro en una milésima de segundo). La bola se le cuela por debajo del antebrazo y se anida en la malla del arco colombiano. Los jugadores de México corren al tiro de esquina y celebran el gol a rabiar. Hacen una montaña humana en la que se suben unos sobre otros. El estadio se enmudece pero a los pocos segundos la gente vuelve a apoyar al equipo.
—¡Colombia! ¡Colombia! ¡Colombia!
—Bonilla casi le llega —comento.
—Yo lo dije, “el que no los hace los ve hacer”, eso es una máxima.
—¡Vamos Colombia! —grita un joven sentado con la mamá. Levanta su “vuvuzela” y la sopla.
James saca desde el centro del área y el equipo intenta una nueva jugada al ataque.
—¡Sí se puede! ¡Sí se puede! ¡Sí se puede! —gritan los hinchas.
Colombia vuelve a llegar con un tiro de Muriel que sale desviado. Rodríguez pone la bola en las once con cincuenta, toma unos pasos hacia atrás, hace roña y el público lo chifla. Despeja la bola. Ospina la controla, se la da a Franco, Colombia la va subiendo y vuelve a llegar. James cobra un nuevo tiro libre y Rodríguez vuelve a atraparla. México se lanza al ataque y contragolpea. Rivera se la pasa a Dávila y el delantero lanza un tiro al palo izquierdo de Bonilla. El arquero se estira con el cuerpo en el aire y se cuelga de la bola.
—Los partidos con México siempre son complicados, tío —insisto.
Colombia llega una vez más y la bola sale desviada. El arquero vuelve a hacer roña para perder tiempo y el árbitro lo tolera.
—¡Mírenla! ¡Mírenla! ¡No es un arquero, es una puta de Cabaret! —cantan unos hinchas, y un halo de las barras bravas de Millonarios y Santa Fe permea el mundial. El árbitro pita el final del partido y mi tío y yo vamos al baño.
—Tío, es que la defensa de México es muy buena, eso decía el Tiempo. Igual no está muerto quien pelea. Queda un tiempo.
—Colombia juega mejor viniendo de abajo hacia arriba —responde.
Subimos hasta los puestos de mis amigos y Hoyos nos cuenta que Barrera está abajo comprando palitos de queso. —Hemos tenido opciones pero no ha entrado la bola —dice.
—Va a entrar, ponle fe —responde el tío.
—Veo jugando muy separado al medio campo. James está lejísimos de Ortega —añade Hoyos.
—¿Sí fue penalti? —pregunta Omar.
—De acá no se vio bien, y como no lo repiten en la pantalla…
—Algunas personas estaban diciendo que no había sido —comento.
—Cesar Augusto Londoño dijo en la radio que sí fue—responde Hoyos.
—Bueno, Colombia tiene que demostrar de qué está hecha —digo—. México es un equipo muy duro, siempre lo ha sido. Es el típico equipo contragolpeador. En el campeonato de ex-alumnos del Anglo teníamos un equipo llamado “Los Ochentas” (que de hecho tenía un uniforme igualito al que México está usado), en el que Alejandro Novoa y yo éramos los más jóvenes, imagínense, (yo en esa época tenía treinta y dos, treinta y tres), y siempre esperábamos a los equipos de chinos de dieciocho, veinte, veintitrés, veinticinco y hasta veintisiete años. Nos atacaban una y otra vez, hacían tiros desde todos lados, nosotros aguantábamos la envestida, rechazábamos los balones al carajo, el arquero hacía unas tapadas buenísimas y los contragolpeábamos con Enrique Giraldo, Fabio Lugo y Andy Brainsky. Así nos ganamos un campeonato y llegamos a otras tres finales. Los chinos se mordían las manos de la rabia, se rasgaban las vestiduras y no entendían cómo, al final, terminaban perdiendo con un equipo de viejos. Esperar a los equipos y contragolpearlos siempre ha sido una forma de jugar. Así juega Italia con su famoso “catenacho” ¿sí o no, tío?
—Así se ha ganado copas del mundo —concuerda Omar.
Colombia y México salen y la gente sopla sus “vuvuzelas”. El tío y yo volvemos a nuestros puestos. Llamo a Barrera.
—Lo que habíamos dicho —comenta—, estos equipos de “manitos” siempre nos complican la vida. Y eso que hubo un momento en el que llegué a pensar que este partido se veía facilísimo en comparación al de Costa Rica.
—A mi me pasó lo mismo —le confieso.
El árbitro pita el silbato y México toca la bola. Lanzan un ataque que James defiende en el área de Colombia. En otro ataque Franco saca una bola a pura punta de fuerza.
—Colombia entró desorientada —comenta el tío.
El equipo recupera el balón y México se defiende con todos los jugadores en su terreno de juego. Contragolpea y Quiñones la lanza al tiro de esquina. Colombia ataca de forma desordenada, con más corazón que técnica.
—¡Colombia! ¡Colombia! ¡Colombia!
Muriel hace un tiro desde fuera del área que pasa por encima del travesaño. Zapata toma el balón, ataca y una vez más luce torpe en la conducción. Es desarmado por Acosta.
—¿Cuánto va a esperar Lara para meter a “El Trencito”? —pregunto.
James cobra un tiro de esquina, Moreno cabecea tomando en contrapié a Rodríguez. El arquero estira sus brazos, arquea el cuerpo en el aire y agarra el balón de forma magistral.
—¡Maldita sea, bola, entra!
Enríquez le comete faul a James y se escuchan algunos putazos en las tribunas. El público manotea y empieza a desesperarse.
—¡Vamos negro! ¡Levántate marica! ¡Mucho hijueputa! —son exclamaciones que escucho a mí alrededor.
Ortega hace un disparo desde afuera y el balón pasa lamiendo el horizontal.
—Colombia está haciendo tiros desesperados —comento.
Empiezo a sentir el mismo vacío que se pronunció en mi vientre el partido pasado.
—¡Colombia! ¡Colombia! ¡Colombia!
Los cánticos se intensifican, alentados por los soplidos de las “vuvuzelas”. Muriel vuelve a tener una jugada de riesgo que remata de forma desviada.
—Hoy ha carecido de la finura de los otros partidos.
Rodríguez sale jugando. La bola pasa por los pies de Carlos Orrantia, Enríquez y de Buen, la descargan en Rivera y el delantero mexicano se perfila, entra al área y Franco lo desarma, la bola queda picando y la patea a mitad de campo. Zapata la busca, Araújo la cabecea hacia atrás, el mexicano la deja muy corta, el colombiano la controla de pierna derecha y la pica una vez hacia adelante, se perfila — Reyes lo busca para trancar el disparo—, el delantero alcanza a impactar el balón. Sale con fuerza al centro del arco. Rodríguez da un salto y aterriza con las rodillas dobladas, extiende las palmas. El balón se le cuela por entre las manos, se le cuela por entre las piernas. ¿En serio? ¡Qué chepazo! Rueda de forma lenta hacia la meta final, el arquero la mira, Zapata la mira, todos la miramos, traspasa la línea de gol. ¡GOOOL!
—¡Gooooooooool! —el estadio estalla, saltamos y lo cantamos con todas nuestras fuerzas. Chocamos nuestras manos con las de los vecinos así como en el tercer gol de Colombia contra Costa Rica. Las personas relajan los músculos de sus caras, suben sus brazos al aire, soplan sus “vuvuzelas” y retorna el ambiente carnavalesco.
—Vez tío, “el que no da jaque no da mate”. ¿Quién decía eso?
—Tu papá. Y eso que el arquero de México era el mejor de la cancha.
—¡Colombia! ¡Colombia! ¡Colombia! —corea el público.
—Ese gol me hizo acordar al que le metió Estados Unidos a Robert Green, el arquero inglés, en el mundial de Sur África.
México saca, juega el balón en su terreno, cambia de ritmo y lanza un ataque. Dávila la toma y se corre por la franja derecha. Quiñones lo contiene con una falta. Torres cobra el tiro libre y la bola sobra a Bonilla.
—¡Mierda, nos salvamos! —exclama el tío—. Colombia está desprotegida atrás.
—Sí, ahí le llegaron facilísimo.
El partido es de ida y vuelta. La selección ataca pero es contragolpeada por México. Orrantia le comete un faul a James y el público grita:
—¡Sí se puede! ¡Sí se puede! ¡Sí se puede!
Cobra y la bola termina en las manos del arquero. Hay algunas otras jugadas en la mitad del terreno. México retoma el dominio del balón. Rivera le hace un pase a Dávila por la punta izquierda, Franco hace el cierre, tiene para rechazarla al saque de banda, persigue el balón y entra al área, el delantero lo marca… —¡Por qué está jugando la bola ahí! Grito para mis adentros—…, hace una gambeta de más ante el asedio del mexicano y la termina enviando al tiro de esquina.
—¿Qué pasó ahí? —dice el tío.
—Franco la está jugando en su área. ¿Cómo te parece? Tenía que despejarla al lateral.
Dávila llega a cobrar el tiro de esquina. Acomoda la bola del costado de la tribuna occidental, da unos pasos hacia atrás para tomar impulso, se lanza hacia adelante, impacta la bola con un chanfle templado que sobra a la defensa colombiana —Bonilla rectifica su posición corriendo hacia el palo izquierdo—, desde atrás llega Rivera (¿dónde está la marca de Rivera?), le mete la frente y la cabecea al ángulo. Bonilla se lanza con el brazo extendido, su puño en alto golpea la bola, desvía su trayectoria, (es el último bastión que sostiene la ilusión de un país entero), la gente aprieta sus dientes, retiene el aire en esa milésima en la que el puño del arquero es vencido por la fuerza del impacto. La bola entra inflando la malla superior izquierda.
Un golpe en el alma, un puño al vientre que nos saca el aire de nuevo y nos deja ese vacío que se vuelve a incrustar como un parásito que nos atemoriza. El estadio enmudece. Los jugadores de México se abrazan, levantan sus brazos y miran al cielo en señal de agradecimiento divino. Dios es mexicano en esa hora, en ese minuto y en ese segundo de la existencia humana en la que se olvidó de nosotros, de la ilusión de un país que tiene el grito de gol atragantado en sus cuerdas vocales.
Algunos hinchas bajan los ojos, otros se toman la cabeza y se preguntan cómo puede ser cierto: gol de México.
—Eso estaba cantado, uno siempre rechaza esas bolas a la mierda —digo plegando los labios.
—Es lo primero que te enseñan cuando juegas fútbol. —El tío me mira con los párpados caídos. Sería lindo ver a Colombia ganarse la copa del mundo con él. Aún hay tiempo.
—Aún hay tiempo —le digo.
Colombia vuelve a sacar de mitad de campo. Los hinchas se comen las uñas, experimentan un estado visceral en el que necesitan que algo pase pronto, se rehúsan a aceptar que vayamos a perder contra México, a salir del mundial y cargar con la eliminación a cuestas.
—¡Colombia! ¡Colombia! ¡Colombia! —grita el público en señal de aliento.
Colombia se lanza al ataque —todo o nada, como tantas veces ocurre en la vida—, su ofensiva es desordenada, la bola entra al área mexicana, Muriel intenta picársela por encima a un defensa y nos da la impresión que es mano.
—¡Mano, arbitro! —grita un hincha desesperado.
El árbitro deja que el partido continúe, el balón se pierde entre el enredo de piernas que forman los atacantes y defensores. Termina siendo rechazando por México al lateral.
—El gol se veía venir. La defensa estaba mal parada —comenta el tío haciendo evidente que el error de la defensa aún gravita en su mente, que el dolor de una eliminación probable lo atormenta porque los ataques desordenados de Colombia están lejos de ser opciones claras de gol. El equipo luce partido en la mitad del terreno y los mexicanos están a la espera de contragolpear una vez más para ver si liquidan el partido.
Ortega intenta un tiro desde afuera del área. Pasa sesgado al palo izquierdo del arquero. Seguimos viendo cómo transcurren los minutos. Un hincha en la fila de abajo sostiene su quijada con la mano, otro frota sus ojos. Se preguntará si lo que está viendo es cierto. Una joven con el tricolor en las mejillas aplaude. Ella por lo menos guarda el entusiasmo cuando le cometen faul a Muriel y hay un nuevo tiro libre a favor de Colombia.
—¡Sí se puede! ¡Sí se puede! ¡Sí se puede!
Cobra James y la bola se va por encima. Las “vuvuzelas” se escuchan apagadas. Es como si alguien le hubiera sacado el aire a los hinchas, los hubiera dejado vacíos y no encontraran la fuerza para soplarlas como lo hacían antes. Los jugadores de Colombia lucen impotentes en el campo de juego, el desánimo parece contagiarlos.
—Veo difícil el empate. Colombia está sin fútbol —le comento al tío.
—Colombia va a empatar —responde aferrado a la ilusión.
Sale Ortega y entra Javier Calle como la ficha salvadora de Lara. Colombia insiste en el ataque, Zapata pierde una bola y México lanza un contragolpe, los escasos defensores de Colombia se ven indefensos frente a la arremetida. Dávila le quiebra la cintura a Ospina, entra al área y hace un tiro que pasa rozando el vertical de Bonilla.
—¡Jueputa! ¡Nos salvamos! ¡Qué salvada tan berraca!
—Lo vi adentro —dice Edmond.
Veo la repetición en la pantalla. Triste pensarlo, pero el tercero de México está mucho más cerca que el empate colombiano. Faltan quince minutos. Sigo tomando notas de forma frenética, historiando lo que hasta el momento es una derrota histórica pero aún podría ser un triunfo memorable. Yo mismo me aferro a la ilusión así como lo hacen los espectadores en las gradas y todos los colombianos que están viendo el partido en directo por T.V.
Colombia ataca de nuevo. James se la pasa de profundidad a Muriel, el delantero se perfila, serpentea para engañar al defensa, tiene el pase claro… (—¡Pásala! ¡Pásala! —, exclama un espectador) …el delantero sigue adelante y es desarmado por Enríquez.
—¡Tócala hijueputa! —grita el hincha.
México empieza a tocar la bola. Juega con el desespero de Colombia, el reloj sigue corriendo y los minutos van pasando. ¡Maldita sea! Este es de los momentos en que quisiéramos detener el tiempo, esperar que pasara lento y dejara de correr así como lo hace cuando está en nuestra contra.
—¡Sí se puede! ¡Sí se puede! ¡Sí se puede!
Colombia recupera el balón y tira un centro desde fuera del área. Luego tira otro y otro. Todos son rechazados por la defensa mexicana. Calle hace un taquito y se pierde por la línea final.
—¿Cómo puede adornarse en un momento así? —pregunta el tío.
—Le salió el fútbol “maturanezco” a Colombia.
—Ahora sí la veo difícil, faltan diez minutos.
—¡Colombia! ¡Colombia! ¡Colombia!
Las “vuvuzelas” parecen recobrar el brío y el público se anima de nuevo. El cuarto árbitro levanta el tablero digital y muestra el cambio de Zapata por “El Trencito” Valencia.
—Ahora viene a meterlo.
—Espera que sea su santo redentor —responde el tío.
Colombia ataca y le hace faul a Muriel. James cobra y Rodríguez atrapa la bola. Saca rápido y México sube la bola en tres pases. Dávila queda mano a mano con Bonilla, se demora un instante y Moreno lo desarma desde atrás. Colombia sale jugando y la bola termina en los pies de “El Trencito”. Intenta colarse por entre dos defensas en vez de hacer el pase. La pierde.
—¡Soltala hijueputa! —lo recrimina el hincha.
Colombia lanza otro ataque desesperado. Hay una aparente mano.
—¡Mano! —grita el tío.
—¡Pitala hijueputa! —grita el hincha.
Un jugador de México se tira al piso y entran a socorrerlo los aguateros de su equipo. La gente manotea. Colombia saca y los hinchas fijan la mirada en la jugada. Lucen petrificados. Hay un nuevo tiro libre desde fuera del área. México la rechaza, el medio campo la lucha y Castillo la envía al saque de banda. Reyes saca largo hacia adelante, Moreno intenta retenerla, la bola lo sobra, pica entre Arias y Castillo, Rivera la busca, Franco corre hacia atrás mirando el balón, el delantero avanza con espacio, la pica en su pie izquierdo una, dos veces, la pica en el derecho y la cuadra para el perfil izquierdo —se quita la marca de Franco—, le da un toquecito con la parte externa del guayo, apunta y lanza un tiro a media altura, Bonilla le sale de costado, la manotea con el antebrazo, se le cuela… entra por el ángulo superior derecho. ¡Sin palabras!
—¡Vida hijueputa! —exclama el hincha a mi espalda.
La gente se levanta de forma automática y empieza a dejar el estadio. Se genera una avalancha. Todo el mundo se va con la cara larga y la frustración pintada en sus gestos. Vemos la repetición del gol en la pantalla.
—Lo cogieron a contrapié y se enredó.
—La eliminación por lo menos tiene que ayudar a que “El Bolillo” salga de la selección —dice Omar.
—¡Colombia! ¡Colombia! ¡Colombia! —grita la tribuna en un acto de valor.
Hay un nuevo tiro de esquina. “El trencito” cabecea un balón que toma en contrapié al arquero y Calle la tranca. El cuarto árbitro levanta el tablero electrónico avisando que van a dar cuatro minutos de adición. La gente cruza los brazos y se resigna a ver las últimas jugadas. “El trencito” patea una bola desesperada.
—Deje esa cara —le digo a un chino que se levanta en la fila de enfrente—. No se descorazone, queda la experiencia.
Los últimos instantes se van en jugadas intrascendentes. El árbitro pita el final y los jugadores de México saltan y corren en la cancha con los brazos en alto. Los de Colombia se tiran al piso con las manos en la cara. La gente los aplaude.
—¡Colombia! ¡Colombia! ¡Colombia! —grita el público alentando a los muchachos.
Me parece un acto noble hacia unos jóvenes que nos generaron muchas satisfacciones. Uno siempre quiere ganar. Para muchos quedar de segundo es perder, y es cierto, quedar de segundo es perder, pero hay que ver el lado positivo de la derrota. Las derrotas edifican a los hombres, les hacen ver sus errores y les dan la capacidad de analizarlos para mejorar. Estos muchachos son jóvenes y tienen todo su futuro por delante. Para nosotros, los hinchas, la derrota es absoluta. En otras circunstancias estaría maldiciendo a la selección por ilusionarnos como siempre lo hace y caerse en el momento de la verdad. Parece una constante histórica a la que nos vemos abocados aún cuando pensamos que es diferente. Esta vez, sin embargo, siento una extraña tranquilidad que revierte mi desasosiego. Debe ser porque pude ver este mundial aquí en Colombia, y lo vi con mi tío, con “El Cuca” Aceros y con mis amigos. Debe ser porque viví a flor de piel un carnaval inusual que se quedará por siempre en mi memoria. Colombia ha salido fortalecida con la organización del evento y eso me hace sentir orgulloso.
Mi tío ladea la cabeza para un lado y me da un par de palmadas en el hombro. Le doy un par de palmadas en la nuca.
—Perder es triste, tío. El sentimiento de derrota se queda incrustado en tu pecho.
—Te dije que eso era una constante. Colombia hizo varios tiros que pasaron cerca y no entraron. México si metió sus oportunidades.
—Se acabó el sueño del mundial, pero me quedó un buen sabor.
—Sí, queda un buen recuerdo.
La pantalla muestra la posesión del balón. Colombia 54%, México 46%.
Esperamos que alguna gente abandone el estadio y bajamos por la tribuna. Salimos entre los hinchas cabizbajos. Alguna “vuvuzela” esporádica suena como puro acto reflejo. Cuando uno juega se expone a ganar o a perder. “La victoria está llena de amigos y la derrota es huérfana”. Lo importante es irse de la cancha a sabiendas de que la diste toda. Lo mismo aplica para la vida. Eso, por lo menos, tranquiliza tu consciencia. Perder es, casi como la muerte, un evento ineludible de la vida.
—¿Estás triste, tío? —le pregunto camino al parqueadero.
—El que gana es el que goza, el otro no.
—Lo importante es que hay un buen ambiente.
—Sí, no hubo una sola cosa fea.
Llegamos al parqueadero. Hoyos y Barrera nos reciben con caras largas.
—¿Y…, Barrerita?
Barrera cruza los brazos y pliega los labios. —Pues que… México nos la tiene adentro. Se nos acabó el carnaval.
—Colombia jugó al pelotazo —dice Hoyos—. Se olvido de su juego. Lara planteó el partido de forma pésima: alejó a James de Ortega, las líneas de Colombia parecían desconectadas, no hubo juego de equipo ni el manejo característico de balón. Nunca supimos por qué jugó con Zapata y no con “El tren”. Atacó de forma desordenada y cometió errores atrás. Franco la jugó donde no debía.
—Eso era lo que yo decía. A veces hay que despejar el balón, mandarlo a la tribuna con todas las fuerzas así como hacíamos en “Los Ochentas”. México jugó a esperar a Colombia, lo contragolpeó y metió los goles.
Nos despedimos de mi tío y de Edmond, sacamos el carro del parqueadero y subimos por la cincuenta y nueve. La gente vuelve a sus casas comentando el partido. Muchos miran al piso y caminan de forma desanimada. Tomamos la trece, volteamos por la cincuenta y siete, vamos buscando el camino hasta la Séptima y manejamos hacia el norte. Es una noche de “boca de lobo” aunque la oscuridad profunda no está relacionada con la derrota. Hoyos pide que lo dejemos en su casa. Barrera baja por la ochenta y cinco, toma la once hacia el sur y sube por la setenta y ocho.
—Bueno, Hoyito…
—La próxima vez será… como siempre —añade subiendo los hombros.
—Vamos a tomar una cerveza —le propongo a Barrera—. Tengo un poco de desasosiego y no quiero llegar a deprimirme.
Parqueamos en mi casa y nos vamos caminando a la zona T. En la trece la gente también luce desanimada. Los bares de la Ochenta y cinco están llenos pero no se respira el frenesí de otros momentos. Algunos jóvenes con la camiseta puesta hablan y toman aguardiente sentados en los andenes, las bancas y los alrededores de la fuente del parque en el que se ubica el hotel Morrison. Subimos por la ochenta y cuatro, atravesamos la calle y entramos a la T. En los diversos bares y terrazas de la calle adoquinada hay gente luciendo la camiseta amarilla. Podría haber una gran fiesta. El ambiente luce apagado, carga esa melancolía, ese dolor de vientre que se percibe de forma vívida cuando acabas de sufrir un fracaso. Nos sentamos en una mesa de “The Pub” y una joven con los jeans apretados nos trae un par de cartas.
—Esto es un déjà vu. ¿Cuántas veces no me he visto viviendo esta decepción? Nos quedamos un escalón más abajo de lo debido —comenta Barrera. —Perder con México me molesta demasiado.
—El fútbol colombiano daría para mucho más; con los dirigentes que tiene jamás podrá hacer algo verdaderamente grande.
—La jugada de la Federación Colombiana de Futbol de dilatar la decisión de ratificar o no a “El Bolillo” Gómez es la jugada de un tahúr. ¿Con qué ojos crees que nos va a ver en el mundo si lo dejamos como el D. T. de la selección? Imagínate al tipo yendo a dirigir a Colombia en las eliminatorias o si clasificamos al mundial. Todo el mundo lo va a señalar como la persona que le pego a una mujer y siguió en su cargo. ¿Qué impresión crees que se llevarán de Colombia? —pregunta Barrera—. La qué es: somos un país tibio y permisivo en el que todo se perdona.
—Además de eso pensarán que justificamos que los hombres le peguen a las mujeres —añado.
—No hay derecho a que sigamos cometiendo errores históricos. Puedo imaginarme a la Federación diciendo: la condena social a la que ha sido sometido “El Bolillo” ya es suficiente castigo. Lo ratifican en su cargo y todo sigue igual.
—Obvio, lo peor de eso es que los hombres le seguirán pegando a las mujeres. El verdadero castigo del tipo es no dirigir más a la selección.
—Con eso se sentaría un precedente, es clarísimo.
—Lo que está en juego aquí, y por eso hay un choque de fuerzas tan grande, es la pugna entre aquellos que quieren seguir con un país tolerante, que todo lo justifica, y aquellos que quieren un mejor país: un país ejemplarizante, un país que condene y castigue a alguien que tiene una conducta reprochable como la de “El Bolillo”. ¿Tú crees que en los Estados Unidos o en Europa las federaciones de fútbol estarían pensando en admitir o no su renuncia?
—Se la abrían exigido en el acto —dice Barrera.
—Colombia es así, es triste pero es así. Todo se maneja con intereses particulares, y te digo algo: en serio me duele mucho que el país esté dividido, y me duele que nuestra idiosincrasia se vea reflejada de forma tan explícita en esta situación, pero si dejamos pasar este evento por alto y si la Federación Colombiana de Fútbol ratifica a “El Bolillo” en su cargo, habremos perdido una oportunidad histórica para dar un paso adelante. En vez de eso vamos a ratificar que seguimos siendo ese país al que tanta gente mira con desconfianza.
—Claro, las cosas malas son las que siempre quedan en la retina de la gente.
—La Federación Colombiana de Fútbol cree que tiene en sus manos la decisión de este punto de quiebre y eso no es así. Este asunto es demasiado importante para el futuro de Colombia. Si ellos insisten en ratificar a “El Bolillo” la ciudadanía tiene que volcarse a las calles y oponerse de forma rotunda a ello. Hay mucha gente que quiere tener un país diferente, un lugar mejor para sus hijos. Si aún así estos tipos se empeñan en ratificarlo como D. T., podremos señalarlos con el dedo como los responsables de prolongar el estado de cosas que debilitan a un país lleno de dudas.
—Como te dije, no podemos dejar que unos pocos decidan por muchos.
—Revalidar a “El Bolillo” implica apoyar la cultura del no castigo. Todos queremos que Colombia clasifique al mundial pero de la mano de otro técnico. Uno que esté libre de escándalos y también sepa mucho de fútbol.
—¿Qué crees que habría dicho tú papá con respecto a esto?
—Habría hecho todo un análisis de por qué “El Bolillo” debe salir de la selección. Diría que es un acto reprochable porque una pelea entre un hombre y una mujer es desigual (la mujer no tiene cómo defenderse, por eso es tan grave). Diría que reivindicar a “El Bolillo” es legitimar la violencia en general y la violencia a la mujer, analizaría por qué la decisión de ratificarlo le hace mucho daño a la moral de Colombia, y aseguraría que nos merecemos nuestra suerte porque aquí la gente deja pasar las cosas y no hace nada.
—Él era un tipo que quería un país diferente.
—Sí, y cosas como estas lo asqueaban.
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