Desde que me levanté, a las siete y cuarto de la mañana, he tenido la sensación de que hoy es un día especial. Cierto aire de patriotismo flota en el ambiente. Me despierta memorias de otras épocas en las que salí a marchar por alguna causa que decidí apoyar.
El cielo está nublado y es muy probable que llueva. Todo noviembre y lo que va de diciembre, ha llovido en Bogotá por la mañana y luego por la tarde, como si las nubes tuvieran un timer y dejaran caer las gotas de forma sistemática. Primero escucho un barullo, una especie de cántico que resuena entre mi edificio y el de enfrente, levanto la cara de la pantalla del computador y veo las gruesas gotas ir oscureciendo las fachadas de ladrillo. Caen sin tregua durante horas.
El fenómeno de «La Niña», como lo llaman los meteorólogos, ha desbordado varios ríos en el país, incluido el río Bogotá, inundado municipios, causado derrumbes en las carreteras más importantes y tiene a Colombia en un estado de emergencia. Lo que nos hace apretar los dientes, es que el año pasado sucedió lo mismo con el fenómeno de «El Niño», como se le llamó, y ni el gobierno central ni los gobiernos regionales hicieron nada en un año para mejorar la infraestructura y enfrentar un fenómeno de esta naturaleza. Este tipo de cosas confirman que los políticos se roba los dineros destinados a las obras públicas, al crecimiento del país y al beneficio colectivo, en detrimento de la comunidad, y en especial de aquellos que suelen vivir en estados de vulnerabilidad e indefensión. Algunos barrios marginales de Soacha están inundados con aguas negras.
Termino de revisar el final de Apology, una crónica que escribí de un performance que hizo Kata Mejía en Nueva York, le envío un correo y abro el periódico. Quiero confirmar la fecha y lugar de encuentro de la marcha. Un artículo de El Tiempo titulado «Por qué marchar hoy», en el que aparece la imagen de un hombre encadenado en medio de una manifestación, indica que las personas se van a reunir a las 10:00 a.m. en la Séptima con Setenta y dos. De ahí van a marchar hasta la Plaza de Bolívar. Miro mi reloj, 9:25 a.m. Debo apurarme si quiero llegar. Alrededor de la página están las fotos (tomadas por las mismas FARC como pruebas de supervivencia) de los suboficiales de la policía y el ejército que aún están secuestrados y llevan doce y trece años cautivos. Todos salen con caras demacradas y la tristeza anidada en lo más profundo de su mirada. Al final de la página hay un subtítulo que dice que los «tuiteros» cuentan por qué se movilizan. @Anzola dice que marcha por aquellos que lucharon hasta el último momento de sus vidas por recuperar la libertad. @alefo dice que marcha porque quiere ver una sociedad en paz, en el campo y en las ciudades, donde todos tengamos participación pacífica. @Andresbedoya18 dice que marcha para darle fuerza moral a las FF.MM y por un país que no tema de sus montes. @Jhojambayer marcha por la libertad, la paz, por el fin de la guerra, que se acabe y deje de ser negocio, y @Abi-Botero marcha porque quiere un mejor país para los chiquitos que vienen detrás.
Vuelvo al computador, abro mi cuenta de Twitter y escribo: «Yo marcho porque detesto a las FARC. Son unos asesinos a sangre fría. Unos lobos escondidos en la pijama de la abuelita». También lo escribo en mi pared de Facebook. A los pocos segundos Beatríz Uribe hace un comentario: «We are Colombia!». Se refiere a la crónica de la última marcha en contra de las FARC, el 4 de febrero de 2008, cuando ella estudiaba en Penn, yo en Temple, y fuimos con Eduardo Saavedra, Camilo Moncada y Carlos Barrero a la manifestación que había frente a la iglesia de La Encarnación, ubicada en el sector colombiano al norte de Filadelfia. Le pongo un «Me gusta» y camino al closet. Saco la camiseta blanca que dice: «Colombia soy yo». Solía ser de papá. Él la usó en la manifestación de 2008. Salió con sus muletas a caminar por la Séptima. Me la pongo e imagino a papá con ella. Veo sus ojos brillantes, el entusiasmo que tenía por su país y lo mucho que lo afectaban los atropellos, las injusticias, las matanzas, las malas políticas o políticas contradictorias, las pujas inconducentes entre izquierda y derecha, las obras mal hechas o hechas a medias y los escándalos de corrupción que son noticia cada día. Mamá y yo estamos convencidos de que esos desencantos, fueron, entre otras cosas, los que lo llevaron a ese gran desilusionismo que acabó con su vida.
Meto mi libreta de «I love Bog» a un pequeño morral que cuelgo en mi espalda, me pongo mis gafas oscuras, bebo un vaso de agua y bajo al primer piso. Me despido del portero y camino por la calle ochenta y siete. El viento mueve las ramas de los urapanes. Hace presagiar la lluvia. En el parque japonés los charcos de agua terrosa forman lagunas entre uno y otro camino de ladrillos. El suelo está tan saturado de agua que se han producido varios derrumbes en los barrios de invasión. Este «invierno», como llaman aquí la época de lluvias, ya ha cobrado más de doscientos muertos.
La carrera Once está llena de buses que intoxican el aire con el humo de sus tubos de escape. La mayoría de los buses y busetas tienen más de veinte años de uso y van solo con dos o tres pasajeros. Se amontonan frente al semáforo. Sus conductores pitan y aceleran como adolescentes a los que el papá les acaba de prestar el carro. ¿Cómo es posible que aún no tengamos un sistema de metro? Suena increíble de creer, pero tardaremos unos cien años para tener uno medianamente completo. Lo usarán nuestros tatara-tatara nietos si queda bien hecho, claro está, y no se roban en un serrucho, el setenta por ciento del presupuesto destinado a cada una de sus líneas. Pensar que en los años ochentas el gobierno japonés se ofreció a construir uno de forma gratuita si lo dejaban percibir el recaudo por veinte años. Los transportadores y los políticos amañados hundieron el proyecto en el Congreso de la República porque no les favorecía. Normal, «normal como en el ejército» de nuestra Colombia querida, en donde las cosas más inverosímiles pueden ocurrir y son «normales». Lo digo porque presté servicio y salí como teniente de la reserva.
Subo por la Ochenta y seis. Un carro pasa a toda velocidad y salpica a una señora de chaqueta blanca. La mujer le manotea y siente cierto alivio (puedo verlo en su mirada), cuando el carro entra a otro charco y pincha su llanta en un cráter camuflado en el pavimento. Justicia divina, pensará ella.
Desemboco a la Ochenta y cinco y subo hasta la Séptima. Una mujer de unos veinticinco camina con su mamá. Ambas llevan puestas camisetas blancas con la frase: «Colombia soy yo». Camino junto al tráfico de carros que se aglomera en los semáforos y me voy aproximando a la Setenta y dos.
La marcha no va a hacer que las FARC suelten a los secuestrados, pero por lo menos será un grito de libertad en medio de la indignación nacional. Me gusta porque muestra que la gente en Colombia es cada vez menos apática. Las sociedades que expresan su inconformismo, rechazan las atrocidades y sientan sus puntos de vista, son más evolucionadas que aquellas en las que la gente se va a dormir con los gritos atragantados. De ahí el salto histórico que han tenido Egipto, Libia, Siria y otros países del Medio Oriente. Decidieron dejar de callar, salieron a la calle y rechazaron las injusticias, la impunidad y la tiranía. Ha sido maravilloso ver caer dictadores en el efecto dominó que sacudió a la región. 2011 quedará marcado como el año histórico en el que Medio Oriente grito su inconformismo.
En la Setenta y dos hay carros con el afiche de los secuestrados. Mujeres venden o reparten camisetas blancas que dicen: «¡Libérenlos ya!». Varias personas se aglomeran en los andenes junto a las calles. Espero un rato hasta que el tumulto se lanza por la Séptima. Camino tras unas trescientos cincuenta personas que soplan pitos, portan pancartas y bombas blancas. Una pareja de viejitos las llevan atadas a los collares de sus dos cocker spaniels. Hay señores y señoras de edad, jóvenes, niños y gente que sale de sus oficinas a avivar la marcha. Los vendedores aprovechan para vender camisetas, pitos, vuvuzelas y sombreros vueltiaos. Se escuchan sirenas a medida en que pasamos por ciertas cuadras. La gente mira por las ventanas de los edificios. Agitan pañuelos blancos y banderas de Colombia.
Reconozco a la hija de un vecino y la saludo.
–Aquí haciendo el deber.
–¡Toca! –añade su esposo.
–¡No más FARC! ¡No más FARC! ¡No más FARC! –grita la manifestación.
Saber que camino por los pasos de papá y sudo su camiseta me produce alegría. Me hace pensar que cargo su legado. Aún siento escalofríos cuando recuerdo su muerte. Mis ojos se ponen llorosos al mirar sus fotos. El duelo es un proceso lento.
—¡Libérenlos ya! ¡Libérenlos ya!
Anhelamos la paz, la anhelamos mucho. Queremos que liberen a los secuestrados y que la guerrilla entienda que el fin no justifica los medios. A medida en que el tiempo se encarga de alejar aquel 9 de noviembre de 1989 en el que cayó el muro de Berlín y la Cortina de Hierro se vino abajo, las FARC han encarnizado su violencia y se han aferrado, sin miramientos, a prácticas estalinistas en las que impera la brutalidad y el engaño. El asesinato a quemarropa del coronel Édgar Yesid Duarte, el mayor Elkin Hernández, el sargento José Libio Martínez y el intendente Álvaro Moreno, hace poco más de una semana en Caquetá, cuando se toparon de frente con una patrulla del ejército, confirmó su modus operandi, su barbarie y la sangre fría con la que acometen cada uno de sus actos. Me acabo de terminar el libro de Ingrid Betancourt No hay silencio que no termine, y, aunque Ingrid no me guste, desnuda a las FARC y las muestra desde adentro. El libro está lleno de ejemplos que confirman sus conductas maquiavélicas, el grado de perversión al que han llegado y la poca importancia que le dan a la vida en general: la animal y la humana, ajena y propia. Cincuenta años de guerra los han llevado a ser demonios narcotizados por su propia maldad.
–¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!
Las nubes grises presagian lo temido. El frío se intensifica en mi piel, el ambiente se carga de humedad y empezamos a sentir leves gotas de lluvia. Acelero el paso y entro al Carulla de la Sesenta y tres. Tomé un par de vasos de agua al salir y mi vejiga está que explota. Pago los quinientos pesos que me cobran para liberarme del martirio, busco un pedazo de queso, un yogurt y me acerco a pagar.
–¿Hay mucha gente marchando? –me pregunta la cajera.
–No tanta.
–La gente está trabajando –levanta los hombros–. Nosotras estamos marchando de corazón.
Me despido y salgo. La lluvia se ha incrementado. Ajusto mi mochila sobre la espalda y me encuentro con Alonso Sánchez Bauté.
–Te dejó la manifestación. Va como a tres cuadras –me advierte.
–Estaba que me meaba, –le confieso–. ¿Cómo va todo?
–Sobreviviendo.
–¿Y la escritura?
–Por eso. Sobreviviendo.
–¿Cuándo vamos a tomar un café?
–Mándame un mensaje por Facebook y cuadramos.
Nos damos un apretón de manos y salgo a la lluvia. Aligero el paso para recortar la distancia. A lo lejos escucho las consignas. La Séptima está invadida de carros que siguen a la manifestación.
Las gotas de agua se cuelan por mi pelo, penetran la tela de la camiseta. Hay gente de la manifestación que se empieza a devolver. Qué se puede hacer, no todo mundo considera que hay cierta belleza en mojarse. Una lluvia es poco en comparación con las condiciones climáticas que soportan los secuestrados, los soldados y los propios guerrilleros (esos otros secuestrados), a quiénes, según los relatos de Ingrid, los cabecillas les lavan la cabeza para hacerles creer que se vive muy bien si te proporcionan la comida todos los días (algo que no tendrían en la civil, según ellos), te ponen a hacer guardia, a correr cada vez que llega un helicóptero del ejército, a lacerarte los pies en caminatas interminables por senderos selváticos que pueden durar semanas, o a matar a los secuestrados si es que se llegan a topar con las fuerzas armadas y estos tienen la posibilidad de ser rescatados. Los guerrilleros, hombres y mujeres que han crecido en la pobreza y sin estudio, son esbirros adoctrinados con frases comunistas, añejas y fatigadas, una serie de autómatas a los que les han lavado el cerebro para hacerles creer que están mejor siendo guerrilleros, así sus vidas estén en riesgo a cada instante, no tengan libertad ni la capacidad de tomar sus propias decisiones ni se les pague por trabajar y estar disponibles las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana y los trescientos sesenta y cinco días del año, año tras año, hasta que se escapen o la muerte los libere de su prisión perpetua.
A medida en que se va mojando mi camiseta voy recortando la distancia con la manifestación. La alcanzo a la altura de la Cincuenta y cinco. La cierran unos niños que tocan tambores y cargan un pendón de un lado a otro de la calle. Me integro de nuevo y camino tras unos universitarios. Una joven de sandalias y vestido blanco carga un pendón redondo con el acrónimo de las FARC cruzado con una línea roja en diagonal. Detallo sus pantorrillas desnudas, cortadas a lo alto por el borde del vestido. Su pelo es claro y tiene un perfil de nariz recta que alcanzo a vislumbrar cuando se voltea a mirar a las personas que saludan desde las oficinas. Supongo que la gente tiene que concentrarse en su trabajo, que salir a manifestarse no es esencial ya que otros lo están haciendo. ¿Cómo se puede perder un día laboral en un país que tiene tantos feriados? Estoy seguro que el fin del mundo encontrará a algunas personas trabajando.
Paso a los universitarios y les pregunto si puedo tomarles una foto. Sonríen y posan bajo la lluvia. Se llaman: Andrés Ballesteros, Alejandra Ángel y Sofía Sáenz. Le pregunto a Sofía si me pudo tomar una foto con ella. Me muestra sus ojos verdosos y sonríe. Le paso la cámara a Andrés y ella levanta el pendón.
Reasumimos la marcha al tiempo en que voy pensando que Colombia soy yo, las personas a mi lado son Colombia, todos nosotros somos Colombia y debemos trabajar por construirle un mejor futuro, sacarla adelante y protestar por todos aquellos actos de la guerrilla o las decisiones de una clase dirigente corrupta, cuyos errores continuos nos han llevado a vivir en un estado de pobreza general en el que la guerrilla encuentra su caldo de cultivo.
—¡Asesinos! ¡Asesinos! ¡Asesinos! –gritan las personas.
En la Universidad Javeriana la gente aviva la manifestación con pañuelos blancos. Bajo los enormes eucaliptos del parque Nacional hay cientos de personas apostadas junto a los andenes. Ondean banderas. Mi reloj marca las 11:30 a.m. Cada vez se une más gente a la marcha, como si fuera una especie de avalancha que empieza a alimentarse de manifestantes. Todos los pitos juntos suenan como un gran grupo de cigarras. Dos helicópteros de la Policía Nacional empiezan a sobrevolar la marcha a la altura de la Treinta y tres.
–¡Los queremos vivos! ¡Los queremos vivos! ¡Los queremos vivos!
La lluvia amaina y las gotas se van adelgazando hasta que son tenues.
–¡Dios bendito! Paró de llover –dice una señora.
–¡A-se-si-nos! ¡A-se-si-nos! ¡A-se-si-nos!
–¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!
Saco mi libreta y empiezo a hacer anotaciones a medida en que sigo el paso lento de la marcha. El papel picado flota en el aire y cae con parsimonia desde la antigua torre del hotel Hilton. El viento sobre la camiseta mojada incentiva el frío en mi cuerpo. Unas mujeres cantan Solo le pido a Dios de León Gieco y la manifestación luce más animada, como si la cercanía a la Plaza de Bolívar inflara los pechos.
«Solo le pido a Dios / Que el futuro no me sea indiferente /Que la reseca muerte no me encuentre / Vacío y solo sin haber hecho lo suficiente…»
—¡Abajo las FARC! ¡Abajo las FARC! ¡Abajo las FARC!
La torre Colpatria y demás rascacielos van aumentando su tamaño a medida en que entramos al centro. En la fachada del Museo Nacional hay unos pendones que anuncian una exposición temporal de fútbol. «Un país hecho de fútbol», menciona uno. En las salas del museo está exhibida la espada de Bolívar y la camiseta que llevaba Luis Carlos Galán el día en que fue asesinado por Pablo Escobar.
–…debe ser árabe –le alcanzo a escuchar a unas personas que caminan a mi lado.
Levanto los ojos de la libreta. Dos mujeres y un hombre me miran con cara de curiosidad.
–¿Qué están diciendo? ¿Qué soy árabe?
–¿Lo eres? –pregunta una joven de ojos profundos.
–Y sí, tengo sangre de medio oriente: libanesa. Aunque nací y crecí en Colombia. ¿Por qué lo dicen? ¿Me
delataron mis facciones?
–Por tu letra, es muy enredada –responde.
–Bueno, voy caminando y escribiendo –se las muestro–. Parece árabe pero es español; yo me la entiendo.
–Es verdad, tienes rasgos árabes.
–En los aeropuertos me paran.
–¿Qué te dicen? –pregunta la joven.
–¡Terrorista! –Se ríen–. Y entonces, ¿cómo va la marcha?
–Aquí estamos. Todo por una buena causa –dice el hombre.
–Qué chévere tu camiseta. «Colombia soy yo» –dice la joven.
–Sí, Colombia soy yo y eres tú, los que están marchando y todos los demás. La gente hace al país. La camiseta era de mi papá. Es de la marcha pasada. Yo estaba en Filadelfia.
–¿No vives en Colombia? –me pregunta la joven.
–No, estoy de paso. Pero Colombia es mi país y lo amo, aunque quisiera que las cosas fueran diferentes.
–¿Eres periodista?
–Soy escritor.
–¿Qué escribes?
–Trato de describir el ambiente. Voy a hacer una crónica.
Sigo hablando con ella. Se llama Andrea Rodríguez. Los cánticos se intensifican. Ahora parece que hay miles de personas adelante y atrás. Pasamos sobre la Veintiséis. Es increíble que aún siga en obra. Lleva más de un año de retraso luego de los escándalos de corrupción de los Nule, que terminaron llevando al alcalde de Bogotá, Samuel Moreno, a la cárcel. Pasa por debajo de la Séptima y sube por la falda de los cerros hasta la estación de transmilenio en Las Aguas. Como añoro estos cerros cuando estoy fuera. El verdor de los pinos, su paisaje conmovedor. Los extranjeros sí que los saben apreciar. En la cima se erige la iglesia de Monserrate. Del otro lado está la Virgen de Guadalupe. Pasar por aquí me recuerda mis épocas de universitario.
La camiseta se ha empezado a secar en mi cuerpo. A medida en que la Séptima se angosta se generan ríos humanos como en la media maratón de Bogotá. Personas se paran en los andenes. Vitorean y miran la gente pasar.
–¡Bogotá! ¡Bogotá! ¡Bogotá!
Mi reloj marca las 12:00 p.m. Cruzamos la Veintiuna. Nuestro paso se aminora a medida en que la gente se agolpa frente a la otra. Una joven de jeans apretados marcha de forma solitaria. Habla por celular. La sigo y desvío la mirada a su trasero. Son cosas que no se pueden evitar. Si uno tiene un lindo trasero enfrente lo mira. Es un mecanismo de defensa de cualquier ciudadano frustrado para dejar de pensar en terrorismo, los políticos corruptos, los secuestrados, los muertos y la indiferencia de algunos. Un buen trasero nos anestesia de tanta barbarie, aunque sea de forma efímera. La joven termina la llamada. Me adelanto un poco y me pongo a su lado. Me mira con sus ojos oscuros.
–Disculpa, ¿puedo hacerte una pregunta? –No pierdo tiempo–. ¿Qué es lo que más te motiva a marchar?
–Todos los secuestrados. Mi papá es militar. Marcho por solidaridad. No hay que quedarse callado.
Anoto su respuesta.
–Yo presté servicio militar. Soy teniente de la reserva.
–Sí ves –hace un gesto que da a entender que eso refuerza su punto.
–¿Qué rango tiene tu papá?
–Mayor del ejército. Podría ser uno de los secuestrados.
–¿Cómo te llamas?
–Andrea Carrillo.
Anoto su correo electrónico, dejo que se adelante y camino detrás de ella. Una señora luce un aviso en la espalda que dice: «FARC, miserables asesinos, entreguen a los secuestrados VIVOS». Lleva una bomba blanca atada a su muñeca. Hay otra que carga un pendón con las palabras: «FARC ASESINOS», con lágrimas de sangre. Otro pendón dice: «Venezuela, por favor expulsa a Timochenko. No + FARC, Colombia.
Jóvenes con los gorros de arlequines de tres puntas, como los que abundan cuando juega la selección de fútbol, miles de personas con las camisetas de «Colombia soy yo», grupos con diversos pendones y hasta uno de ancianos, caminan hacia la Plaza. Pasamos frente al edificio Avianca en el que solía trabajar papá cuando estaba en el Instituto de Fomento Industrial y negoció contratos con bancos internacionales y empresas mineras, con las que Colombia hizo alianzas para proyectos tan importantes como Econiquel y El Cerrejón.
—La vida es sagrada, cada vida es sagrada –repite un hombre en un megáfono a la altura del parque Santander.
El semáforo nos detiene frente a la iglesia de San Francisco. Sus paredes de piedra denotan el paso del tiempo. Un par de viejitos en sillas de ruedas son empujados por los integrantes de un grupo que levanta pendones. Subo la cámara para tomarles una foto. Se me acaba la pila. ¡Maldita sea! Justo cuando iba a llegar a la Plaza de Bolívar. Detesto cuando eso me pasa. La guardo en mi bolsillo y sigo adelante.
–¡Secuestrados! ¡No están solos! –repite la manifestación.
–¡Estamos mamados de la guerrilla! –dice un hombre frente a una cámara de vídeo. La periodista sostiene el micrófono y le hace otra pregunta. El hombre se voltea y ayuda a agitar una gran bandera verde, azul y roja. Un joven ejecutivo pasa por el andén con una joven bien trajeada y le pregunta:
–¿Por qué el color verde?
No es tan difícil de entender. Hay que tener en cuenta la genealogía de la bandera colombiana. El amarillo representa el sol que nos alumbra (o el oro de nuestra tierra, yo mismo no lo sé bien), el azul, el color de los dos mares que nos limitan (y el cielo), el rojo, la sangre de todos aquellos comuneros y soldados que la derramaron luchando por la libertad. Está bien cambiar la sangre por una política verde en la que podamos forjar un país ecológico y protejamos al medio ambiente, a los animales, los bosques y ríos, un país en el que intentemos (¿por qué no?), desarrollar medios alternativos de energía y nos ayudemos los unos a los otros… Soñar no cuesta nada.
–¡No más sangre! ¡No más sangre! ¡No más sangre! –gritan las personas que sostienen la bandera.
Poco a poco vamos llegando a la Jiménez. Viejos rieles del tranvía, visibles en la intersección, son evidencia de una época anterior, clásica y romántica. ¿A qué hora se desvió el país? ¿No era difícil de prever que si se trata de forma desigual a las personas más deprimidas algún día se levantarán en armas y empezarán a luchar por la igualdad de sus derechos? La historia lo ha confirmado muchas veces. Toda la descomposición social de ahora es responsabilidad de los políticos. Este país se ha hecho a retazos, teniendo en cuenta intereses mezquinos de aquellos que han aprovechado sus posiciones para valerse de los más deprimidos. Lo peor es que aún ahora, en pleno siglo XXI, siga pasando.
Pendones blancos que caen desde el techo cubren las ventanas de las oficinas de El Tiempo. Las cámaras de City TV filman a las personas pasando. El reloj marca las 12:30 p.m. y una orquesta empieza a tocar el himno nacional. La gente entona el «Oh gloria inmarcesible / Oh júbilo inmortal… Cesó la horrible noche»… siempre que escucho esa estrofa pienso en lo mismo. ¿Cuándo es que en realidad va a cesar la horrible noche? Y no me refiero a que la guerrilla sea derrotada, se desmovilice o que los secuestrados vuelvan a sus casas (claro, eso sería motivo de una alegría desbordante), me refiero al día en que este país sea manejado por gente responsable que en realidad propenda por el bien general y haga las cosas bien. Quiero confiar en que las generaciones futuras nos vean como gente deshonesta e intenten ser mejores. Algo así como los franceses de hoy miran a los personajes que Honore de Balzac retrató en Papá Goriot.
El grupo de monjas sostiene una gran bandera de Colombia de un lado a otro de la calle. Un reportero les toma una foto. Gritan:
–¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!
–¿Qué se dice de la marcha? –le pregunto al reportero.
–Que hay muy poca gente.
–¿Qué pasó?
–La acogida no ha sido la mejor. Es una mala época.
–¡Guerrilleros! ¡Guerrilleros! –dice un hombre en un megáfono.
–¡Asesinos! ¡Asesinos! –le responde la gente.
A una cuadra de la plaza el sol empieza a calentar. La camiseta mojada se pega de forma incomoda en mi piel. Mis zapatos producen chasquidos con cada paso. ¿Qué sentirá un guerrillero que lleva doce o trece años con la ropa humedecida en la selva?
La Séptima se abre y la Plaza de Bolívar muestra sus rincones. En todo el centro se levanta un gran árbol de navidad de unos seis metros. Miles de personas gritan consignas sobre las escaleras de la Catedral Primada. Las bombas blancas y las banderas de Colombia le dan al ambiente un colorido particular. Un grupo de policías acordona el Palacio de Nariño, algunos magistrados de la Corte Suprema de Justicia y demás servidores públicos miran la manifestación desde una pasarela que cruza el interior del edificio. La turba se amontona contra una tarima del lado oriental. Un hombre habla a favor de los secuestrados con un micrófono en la mano. Su voz se estrella con las voces de los diferentes grupos que lanzan consignas. El lugar no está abarrotado ni se siente como la marcha del 4 de febrero de 2008 en la que lucía a reventar. La vi en televisión desde ese restaurante colombiano en North Philly en el que una toma del noticiero RCN, hecha desde un helicóptero, mostró mares de gente invadiendo la plaza y la Séptima.
De aquí hasta mi casa hay ocho kilómetros. Lo sé porque he corrido un par de veces la maratón de Bogotá y en la Noventa con Quince se marca esa distancia. La última vez que estuve aquí protestando fue en 1996, cuando organizamos las marchas universitarias y le exigimos al presidente Ernesto Samper la renuncia, al probarse que dineros del narcotráfico habían entrado a su campaña. Por supuesto que fue absuelto por el proceso 8000, un montaje público en el que se probó que en países donde la justicia se acomoda, una persona es capaz de esconder a un elefante en su sala. Papá tenía razón al decir que el ejercicio de impartir justicia es un acto de opereta. Aquí también estuve con él y con Daniel, ese horrible 19 de agosto de 1989, en el que velaron a Luis Carlos Galán en el Palacio de Nariño.
Un pendón gigante que varias personas cargan dice: «Jaque Mate a las FARC: Colombia gana cuando los violentos pierdan». Recuerdo la frase que gritábamos en el ejército en las formaciones generales del Grupo Mecanizado Rincón Quiñones: «Si quieres la paz, prepárate para la guerra». A uno solo lo respetan si se muestra lo suficientemente fuerte como para que no se metan con uno. Qué tristeza que sea así, pero esa es una de las grandes verdades de la naturaleza.
Encima de la entrada del Palacio de Justicia hay una inscripción de Francisco de Paula Santander. «Colombianos: Las armas os han dado la independencia, las leyes os darán la libertad». Lo que Santander no sabía o de pronto sí, es que el país crecería como una de las naciones más corruptas de la historia. Supongo que eso no es nada nuevo y los que aún quisiéramos que eso fuera distinto somos los pocos «bobos» que pretendemos tener un país en el que los dineros destinados a una obra se usen para ella, se piense en grande y se eduque a todas aquellas personas que a esta fecha del 6 de diciembre de 2011, por increíble que parezca, son analfabetas.
Siempre que regreso a Colombia y veo uno más de los miles de casos de corrupción que se dan aquí y salen a la luz pública, o me encuentro con actitudes atropelladoras de algunas personas que se sienten con derecho de pasar por encima de las demás, entiendo la justificación que la guerrilla tuvo en un principio. Las clases menos favorecidas se han visto pisoteadas por hombres de baja calaña (perfumados y trajeados con sacos Hugo Boss y demás marcas de diseñadores), que bien afeitados se ven limpios, pero no pueden sostener su propia mirada. Claro, eso no excusa las atrocidades de la guerrilla ni sus matanzas, secuestros, formas de lucha y obstinación inoficiosa, luego de que el gran experimento del comunismo fracasara en la Cortina de Hierro. Lo más triste de todo (¿qué pensaría el Che Guevara de esto?), es que los grandes jefes guerrilleros, aburguesados en sus tronos, hoy en día son muy parecidos a los propios políticos corruptos e inescrupulosos que ellos aborrecen. Es irónico, pero en muchos casos la gente termina pareciéndose a quien más detesta.
–Esta misma marcha se está dado en cuarenta ciudades de Colombia y treinta ciudades de todo el mundo –dice el presentador.
Una mujer canta una canción a la libertad y la gente sigue gritando diferentes consignas. Muestran su indignación ante una situación que llegó a su límite. El proceso de paz le da la posibilidad a los guerrilleros de reintegrase a la vida civil y dedicarse a la política, sanear su pasado sangriento de narcotráfico, extorsión y secuestro y ni siquiera así, con todas las garantías, los jefes guerrilleros abandonan su posición de ser uno de los últimos bastiones del comunismo en el mundo.
Aborrezco a las FARC, pero si de algo ha servido la guerrilla es para que la gente que lo tiene todo abra sus ojos y se dé cuenta que hay muchas personas que la están pasando mal y necesitan nuestra ayuda.
El cielo sigue gris y el frío se anida en mi cuerpo. Doy algunos pasos hacia el borde del árbol de navidad y me encuentro con Adrian Espinosa.
–Aquí haciendo el deber –me dice–. ¿Con quién viniste?
–Solo.
–Ah, yo también.
–Vengo caminando desde la Ochenta y siete con once.
–Yo desde la diecinueve.
–¿Te dieron permiso en El Tiempo?
–No, pedí un compensatorio.
Hablamos un rato al barullo de las diferentes consignas.
–Qué tristeza que nuestros papás ya no estén vivos –muerdo mis labios.
–Pero nosotros somos lo que ellos dejaron. Es una forma de seguir vivo –palmotea mi hombro–. Fíjate que esta marcha es totalmente pacífica, sin mamertismos ni bombas de estruendos, papas bombas ni nada de eso.
–Es muy diferente a las marchas de la izquierda.
Empieza a llover de nuevo. Hay un minuto de silencio por los militares, policías y civiles asesinados por las FARC. Ponen Knocking on Heaven´s Door de Guns N Roses y nos vamos a resguardar de la lluvia.
–La gente se está empezando a ir–le digo a Adrian.
–Es que no tienen la disciplina mamerta –me río–. Esa disciplina comunista en la que te hacen aguantar en una plaza durante días a una temperatura de menos cuarenta y cinco grados centígrados.
–¡El pueblo unido jamás será vencido! –grita un grupo de manifestantes.
La Séptima está llena de personas que arriban con la caravana de los motociclistas que llevan veintitrés días recorriendo Colombia.
La lluvia se intensifica y la gente se empieza a ir en desbandada.
–Ya se hizo la tarea –dice Adrian.
–Eso es lo importante. Quedó hecho el grito de protesta.
Vea fotos en: www.eduardobecharanavratilova.blogspot.com