La brillantez del sol molesta mis ojos al salir del avión. A pesar de la hora temprana un calor agobiante se insinúa en el ambiente. Sigo las indicaciones que me llevan hasta inmigración y me sitúo detrás de una fila corta. La fatiga del vuelo nocturno se minimiza por la emoción. El inicio de cualquier proyecto es una página en blanco, está cargado de entusiasmo, la expectativa de una historia que se escribe a cada paso, esa sensación de novedad que produce regocijo.

 Un agente de inmigración con mechones rubios me indica que pase. Le muestro mi pasaporte colombiano y lo pone sobre un lector digital.

 –¿Qué venís a hacer a la Argentina?

 –Voy a quedarme una semana en Buenos Aires, luego tomaré un vuelo a Ushuaia. Tengo un proyecto en el que iré parando pueblo a pueblo y ciudad a ciudad desde Argentina hasta Venezuela en busca de poetas inéditos.

 La respuesta produce una sorpresa visible en la forma en que hunde el mentón, lleva su espalda hacia atrás y arruga la cara.

 –Tenés algún tipo de credencial que te avale.

 –No. Soy un escritor independiente.

 –Tenés una tarjeta de crédito.

 –Sí, claro.

 –Mostrámela.

 Lo hago.

 –¿Dónde te vas a quedar en Buenos Aires?

 –En donde Clara V. Una amiga argentina.

 –¿Tenés la dirección?

 –Avenida Santa Fe al 5000.

 Baja la mirada al pasaporte, analiza sus hojas, le pone el sello de entrada con la fecha de hoy, veinticuatro de enero de dos mil trece, lo sujeta con cierta duda y me vuelve a dar una mirada exploratoria. Es evidente que algo no le cuadra.

 –Está bien, pasá –dice y me da el documento.

 Camino al carrusel de entrega de equipajes con la impresión de que lo relacionado a poetas o poesía se ve como algo peregrino. Lo haría un muerto de hambre, un pobre diablo. La digresión me hace volver a esos años en los que decidí dejar de ser abogado y volver a la facultad de literatura. La gente cambió su mirada sobre mí. Algunos lo hicieron con decepción, otros con tristeza, otros más como si me hubiera convertido en un pobretón, alguien que se la «pasa escribiendo todo el día en vez de hacer algo productivo».

 Estos son temas que he discutido con Eduardo Bechara Baracat. En Deán Funes, su ciudad natal, pasa lo mismo que suele ocurrir en algunos sectores de Colombia. Los artistas en general, y más aún aquellos que no han tenido la fortuna de ser reconocidos, son vistos como parásitos de la sociedad, piedras en los zapatos de aquellos que construyen sus vidas en torno a profesiones u oficios tradicionales. Por eso es que me anima tanto este proyecto, pensar que podemos darle un reconocimiento a algunos «paticos feos», esos cisnes que naufragan en un mundo de patos, multiplica mi energía…

 

 

 Espere nuevos fragmentos del cuaderno de viaje de En busca de poetas.

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