Es la brasilera, una vez más, quien me despierta. Termina de ponerse un saco «corta vientos» ceñido a su cintura, sonríe y sale del dormitorio. Me incorporo y paso por el proceso tedioso de quitarle el candado al casillero, sacar la maleta, abrirla, buscar una muda limpia, los implementos de aseo, volver a cerrarla, ponerla en el casillero y volver a cerrarlo con candado. Tomo la toalla, bajo al primer piso y me doy una ducha. Me visto y desayuno con algunos duraznos y ciruelas que compré el día anterior, me pongo mi «corta vientos», la chaqueta de cuero y salgo a la calle. El frío me da un golpe. Los montes están cubiertos de nieve y sopla un viento que baja con fuerza por la calle 25 de mayo. El bochorno de Buenos Aires ahora contrasta de forma violenta con el frío cortante de Ushuaia.

Subo hasta Magallanes y batallo contra la ventisca. En la esquina con Don Bosco localizo un concesionario de autos y entro.

–Este es el de Audi, el de Volkswagen se trasteó.

–Sí, es evidente –respondo frente a un A4 negro que resplandece–, pero en Internet muestran esta dirección.

–Está desactualizado hace más de dos años. –Niego y pregunto en dónde queda–. Del otro lado del pueblo, bastante lejos.

El vendedor me recomienda pasar por el de Chevrolet que queda a pocas cuadras. Me he puesto a sacar cuentas y con el cambio del dólar y lo costoso que están los pasajes en bus, me saldría más barato comprar un auto de segunda mano. Aparte me daría libertad de movimiento, podría buscar poetas que se salgan de las rutas principales y dejaría de arrastrar mis maletas por las calles.

Entro por la puerta principal y la calefacción me abraza. Un hombre de sonrisa ordenada, quien se presenta como Gonzalo Marcucci, me indica sentarme frente a su escritorio. Luego de un momento me recomienda comprarlo en Buenos Aires. En el registro de propiedad debo poner un domicilio y allá tengo amigos que me pueden ayudar con esto. Me pregunta qué estoy haciendo en Ushuaia y le cuento. Mariano Vesga, otro vendedor, se emociona y me dice que su prima Camila Vallendor es poeta y justo está pasando unos días por aquí. La llama por celular, me la pasa y nos ponemos una cita en El Refugio del Mochilero. Me despiden con un abrazo y vuelvo al hostal por las calles grisáceas. Increíble cómo pueden haber cambiado los colores del paisaje de forma tan extrema. Del verano al invierno en una noche de tormenta. Lo bueno, en mi caso, es que todos estos días de mal clima me sirven para escribir. Adelantar el cuaderno de viaje que sin duda se irá atrasando cada vez más. Viajar e historiar el viaje de forma simultánea es una tarea titánica.

Vuelvo al cuarto, saco el computador y me siento en un pequeño escritorio que da contra la bahía. Algunos tejados triangulares, veleros que fondean en silencio, el viejo aeropuerto en el que una avioneta recorre la pista y alza vuelo, el agua plateada y los picos del otro lado de la bahía, componen un campo visual que me relaja cada vez que levanto los ojos de la pantalla. La sirena de un barco interrumpe mi concentración y salgo al corredor. Uno de los cruceros zarpa del puerto. Una vez más me veo en aquel viaje maravilloso en compañía de mis papás. En esa ocasión dejamos atrás Ushuaia y en cubierta, con el paraje montañoso de fondo, llamamos desde el celular a mi hermano Daniel. Recuerdo que en aquel entonces, no hace mucho en realidad, me pareció asombroso poder hablar con él de forma tan sencilla desde un lugar tan recóndito.

Miro el reloj y me doy cuenta que llevo horas escribiendo y ni siquiera he almorzado. Camila debe llegar a las seis. Saco unos raviolis del casillero, bajo a la cocina, pongo el agua a hervir y me los preparo con una salsa de verdeo. La brasilera habla con un alemán de unos veinte años que luce emocionado al saber que le para bolas una «garota» de piel cobriza.

Termino de comer, lavo los platos y vuelvo al escritorio del que me he ido apropiando. Con el paso del día la luminosidad parece estar volviendo. Me concentro hasta que un hombre de rostro adusto entra al cuarto, pasa de largo sin saludar, se sienta en un catre, se quita el gabán y lo rocía con un spray penetrante que llena los espacios del dormitorio. Abro la ventana a pesar del frío. El hombre se quita la ropa con movimientos metódicos, su mirada de tanguero, triste y áspera, está puesta en la forma en que dobla su pantalón y su camisa. Se acuesta y vuelvo al texto.

Escribo otro rato hasta que llega la joven de la recepción y me dice que me están buscando. Apago el computador, me pongo la chaqueta, subo el morral al hombro y bajo. Una joven de ojos achinados y labios gruesos me saluda con entusiasmo. Me presenta a su novio, un joven de bigote y chivera rubia, ojos claros y gorro de lana.

Salimos del albergue, bajamos hasta San Martín y entramos a café Andino. El lugar está lleno de turistas. Nos sentamos en una de las mesas dispuesta junto a uno de los amplios vitrales que da contra la calle San Martín y Camila pide un té. Yo pido agua. Me muestra un par de libritos artesanales en los que están consignados sus poemas, me cuenta que es porteña, tiene veintiún años y vende sus libros a un bajo precio.

–Lo que me interesa es compartir mis poemas.

Tomo entre mis manos el que está sin encuadernar y leo «Retazos en la otra orilla».

«Todos tenemos un cuento para reír y llorar, somos payasos que el viento trajo a la orilla del mar».

Agarrate Catalina

«Porque una orilla o la otra orilla, lo mismo da. Es la misma luna sobre el mismo río, izquierda o derecha es solo una cuestión de perspectiva. Es que en este cuento, me tocó nacer rioplatense. Noctilucas o bichitos de luz, Kiyu o San Isidro alimentándome alegría. Sonrisas que son revoluciones, la luna redonda y hermosa como una naranja, esta vez poco importa donde se paran los pies, mi cielo no es ni uruguayo ni argentino.

Los ojos gigantes y desarticulados, la sonrisa agrietada por miles de emociones alunadas, la carcajada y la nostalgia inesperada de pisar por primera vez un tablado. Vino tinto y Montevideo, amor desordenado, como no, hermano, esto es arte, arte, arte y nuestra revolución, es la alegría. En mi piel, es el mismo amor que brota rebelde, como una florcita entre la arena y la basura, como un destello de Perota chingo en el río porteño, a la sombra del Bosque Alegre o el Vial Costero.

Una chacarera o un candombe, qué importa si todo me lo regala tu guitarra, el efecto terremoto de tu voz que mueve el mundo, el sol, el mar.

Somos payasos de este o aquel lado, tu risa, mi risa, son pura poesía que se enreda, se enraíza aun en lo más gris de esta ciudad, aun cuando un semáforo no es un ombú, aun cuando Ballester no es Punta del Diablo. No importa, si todo es un ventarrón de risas y letras, circulando en espirales infinitos de música, poesía, coincidías y sincronencias.

Monigote en la arena es cosa que dura poco, cuenta el cuento de una hermana pequeñita como bichito de luz en los juncos. Pero como evitar enamorarse del viento, que nos lleva y nos trae, de una orilla a la otra, siempre despeinados, siempre con los bolsillos llenos de piedritas y papeluchos, con las uñas despintadas, el mate calentito, el alma sonriente. La fiesta de volver a casa con un pan y una manteca, con una mochila llena de noctilucas y canciones y flores y risas y humo y juguetes.

Qué importa lo poco que dure nuestro monigote, sea cual sea el lado del río. Qué importa si al final, siempre es el viento y la arena, si al final, siempre, lo último que se borra es la sonrisa».


 Levanto la cabeza y sonrío. En la medida en que vaya descubriendo poetas el proyecto va tomando sentido. Bajo mis ojos a «Tiempo Caracol».

 

«Es que no quiero esperar más, aquí, sola, en este tiempo lineal, Penélope en la hamaca. Casi siempre como un péndulo, que va y viene, te espera y no te espera, que se hamaca sin saber muy bien qué es lo que está esperando, si se ven las estrellas o lo acaricia esta lluvia de febrero.  Quiero que el tiempo sea una escalera caracol, salir corriendo bajo la tormenta y esperarte en otro rincón del camino, un poquito más allá, tres, cuatro, cinco escalones, pero seguir subiendo y mandarte un beso mariposa inclinada sobre la baranda. Reírme a carcajadas y que me persigas enseguida, que me abraces de sorpresa, que me desarmes, de a uno, los prejuicios, como si no tuvieran otro destino que ser papeluchos que se vuelan con el viento.

Volver a escribir, empezar a escribirte. Recuperar la noción geográfica de la distancia, saber que es el cuerpo, las manos, los pies, el sexo el que se aleja, el que te deja atrás, un ratito, solo unos saltitos en la escalera caracol del tiempo. Alejarme de vos, de cada cuadra y cada manzana, cada ser humano, las luces de las ventanas y los corazones descascarados, la chica que me tejió un anillito en el 71, el tatuador que me hizo el piercing de la nariz, el almacenero que fue papá, el señor que regala a escondidas plantitas en el jardín botánico.

Volver en unos días, siendo otra, que llegues justo para verme saltar de la hamaca cuando una flor se abre en la enredadera del fondo, nunca tan libre, nunca tan cósmica. Y que esperarte sea como un atardecer, de esos bien rosas, en los que el sol y el mar parecen jugar al amor, a la alquimia, a la inmensidad. No saber si eso en tu mano es una lágrima o una gota de rocío, hacerte el amor con los ojos, la mirada limpia, el corazón claro. Esperarte entre saltitos, bailando, cantando, aunque llueva. Acá en el tiempo caracol, hay sonrisas que son soles».


 Juvenil, por supuesto, pero así mismo cargado de frescura, de ese anhelo por vivir, por que las cosas estén bien, el planeta encuentre una dirección en la que todas las personas puedan desarrollarse, se fijen en los pequeños detalles que le van dando sentido a la existencia y por qué no, sean felices. «Helados y fideicomisos» lo ratifica:

 

«Con los ojos perdidos en la avenida Santa fe, con la cabeza llena de pájaros y las alpargatas sucias, trato de rescatar la poesía de mis entrañas, de sacar algún hilo plateado de mis orejas y convertirlo en letras, en el reverso del boleto de colectivo. Pero del asiento contiguo a toda mi utopía me invaden como un taladro, como un cortocircuito, fideicomisos y construcciones, Puerto Maderos y Recoletas, cheques, efectivo, miles y millones como si habláramos del pan de cada día. ¿Por qué no dejamos que se nos llene la cabeza de susurros y pajaritos?

Y ni siquiera quiero escribir sobre esto, quiero escribir sobre mariposas, sobre olor a jazmín, a café, a pasto recién cortado, sobre terrazas, estrellas, caricias, quiero escribir sobre vos, yo y los helados. Tus ojos y mis manos, tu sonrisa y la mía.

Quiero escribir sobre ese tren y el atardecer en tus ojos, quiero escribir sobre otros trenes. Sobre el señor de traje y corbata leyendo Bukowski apoyado en la puerta, sobre la risa de niño que se me filtra entre Calamaro y Callejeros, sobre el guitarrista del ramal Retiro-Tigre que me mira y me canta Sabina y entiendo que esa sonrisa puede ser «mi estación y mi tren». ¿Y entonces? ¿Por qué se me escapan por los rieles los versos hacia el horizonte? ¿Por qué mi compañera sigue siendo esta hoja eternamente en blanco?».

 

Leo «Pelusas en los ojos», «Esa noche», «Entre Patagonia y Plaza Francia», «Un final que nunca es cierto», «Cielos despintados» y «En busca de la libertad». Me cuesta trabajo escoger cual es el que más me gusta. Todos tienen esa misma frescura, son ricos en imágenes, en sentimiento y tienen oficio. Se ve que los ha trabajado.

–Camila, un placer conocerte. Qué linda poesía.

–Me alegro que te guste.

–Esto me pone feliz. Quiero ir encontrando gente como tú. Personas que sean apasionadas y se les vea en realidad la vocación.

La filmo leyendo algunos de sus poemas con voz dulce y ese mismo entusiasmo que se transmite en sus escritos. Nos tomamos algunas fotos. Su novio hace muecas en las que acentúa los pómulos y abre mucho los ojos, o mira de forma suspicaz, mostrando los dientes y dirigiendo las pupilas hasta el borde como un personaje de circo. Su saco de mangas recortadas dice: «Nadie más que uno es su dueño». Comentamos la afirmación, coincidimos en su veracidad, la importancia de hacerla valer, y le pregunto a Camila en qué parte de la ciudad le gustaría que le tomara unas fotos.

Salimos del café y bajamos hasta a bahía. El mar luce más azuloso que en la mañana. La torre de la iglesia y las construcciones de colores contrastan con la blancura de la nieve que se empieza a derretir. Camila enciende un cigarrillo, se apoya en la baranda y le tomo algunas fotos contra el barco encallado. Sale sonriendo, con la espontaneidad con la que se aproxima a la vida. Su chaqueta holgada y pantalón de sudadera desgastado terminan de caracterizar su personalidad. Tomamos una de los tres y decidimos escapar del frío. Nos damos un abrazo y los veo partir calle abajo.

Doy una vuelta por el puerto, vuelvo al albergue, la busco por Internet y llego a su blog «Redemption songs». El perfil dice: «Quiero abandonar la habitación de los espejos, alejarme de las mariposas clavadas con alfileres, regalarle nuestros zapatos al primero que pase y correr descalzos por la constelación más cercana, escapando del amanecer incipiente. Irnos a vivir a Paris, leerte Cortázar mientras tocas el piano, dormir cada noche consciente de la fugacidad de nuestra estrella. Quiero tatuarme un «Carpe Diem» en las muñecas, sonriendo al saber que no hay sistema que resista al contacto con tu piel».

Me preparo un sándwich de jamón y queso, envío algunos mensajes en los que le agradezco a Julio Leite por darme el correo de Alejandro Pinto, e insisto con Anahí Lazzaroni. Vuelvo a decirle que Viviana Abnur me dio su correo. Le explico el proyecto y le pregunto si me podría poner en contacto con algún poeta inédito de la región. Trabajo en el comedor hasta que José Antonio Mena llega con Bernardo y volvemos a leer algunos de sus poemas entre los que se destaca «La pesca defectuosa».


«Hace poco quise probar suerte pescando,

Supongo que un melancólico no puede sino buscar un momento para la paciencia,

Un tiempo para abrazar el tiempo,

Para abrazar a ese sí mismo que se fuga.


Quise pescar desde la orilla de un lago,

Para eso obtuve un anzuelo y lo necesario.

Supuse que el simple nylon y el simple tarro

Harían de mí una persona más simple;

Sencillez y algunas risas simples manarían naturales de mí

Como naturales vendrían los peces hacia mi artificio.


Me dije que querer pescar así,

como un melancólico sencillo en la orilla de un lago,

No podía ser una afrenta contra la Naturaleza, mi vieja amada,

Sino un suave coqueteo,

Nada más que un roce inocente con la necesidad humana,

Un pequeño rasguño en mi cordón umbilical

Que al fin pasaría desapercibido por Ella.


 Sería entonces un viajero cuya olla deleitaría a otros viajeros

Con los sabores del lago,

Le daría un descanso al viejo kilo de arroz.

Sería un individuo mejor adaptado y suficiente,

Capaz de ir a la Naturaleza y volver con la frente sin mancha

Y el estómago lleno.


Sin embargo,

Tras unos pocos, terribles intentos

Y la demostración de una técnica nefasta,

Renuncié a mis ambiciones

Y resigné este idilio que se hubo instalado en mi imaginario

Con toda la comodidad.

El proyecto fue desechado formalmente

Tras el certero golpe que me propinó en la frente

Un anzuelo coludido con mi destino.

Entonces tuve hambre.

Tuve una mancha de sangre en la frente.

Tuve a mi viejo kilo de arroz.


Hace poco quise probar suerte con las mujeres,

Desde la orilla de otro tipo de lago,

Y como un melancólico sencillo en la orilla de otro tipo de lago,

El poema de rigor es el mismo:

Tuve hambre.

Tuve una mancha de sangre en la frente.

Tuve a mi viejo kilo de arroz».


El comedor se llena y las voces escandalosas de unos italianos nos hacen subir a su cuarto. Le hago una pequeña
entrevista en la que le pregunto qué opina del proyecto, y lee ante la cámara «La alegría que pasa».

–Jóvenes como tú y como la chica que conocí hoy podrían llegar a ser grandes poetas.

–¿En serio lo crees?

–Claro, si se dedican durante años y van puliendo su estilo. Lo que pasa con muchos de los buenos talentos es que van perdiendo el entusiasmo, dejan de escribir y terminan siendo personas que solo escribieron en su adolescencia.

Nos damos un abrazo, intercambiamos correos y vuelvo al comedor en donde trabajo hasta que Alejandro, un barcelonés al que oí tocar flamenco en una guitarra, llega con su aire malhumorado a decirnos que son las doce.

–Se inició la hora de silencio.

Estira su brazo y apaga la televisión empotrada en la pared, sin que le importe que unas suizas están terminando de ver «Pulp Fiction». Dibuja una mirada penetrante, evade la nuestra y apaga la luz. Cierro el computador y vuelvo al dormitorio a iniciar el proceso tedioso de abrir el candado del casillero, sacar la maleta, abrirla, buscar el bóxer que uso de pijama, el cepillo de dientes, volver a guardar la maleta, bajar y cepillarme, subir, empijamarme, volver a sacar la maleta, guardar mi ropa en ella y cerrar el casillero. La maniobra que en la vida normal puede llevar unos tres minutos se multiplica por cinco. Lo peor de todo es la sensación de inseguridad que me invade al pensar que puedo dejar algo olvidado en algún lugar público del albergue y pase al dominio de alguien automáticamente, sobre todo cuando se trata de los elementos de trabajo como el computador o la cámara fotográfica. No es como si los olvidara en la sala o comedor de la casa y pudiera buscarlos después.

El malevo de mirada triste desempolva su gabán y se lo pone sin mirarme. Alejandro entra al cuarto y habla algunas cosas con él. Se hace evidente que el hombre también trabaja en el albergue y tiene el turno de la noche. Sale con ese aire lóbrego que carga. Alejandro abre su casillero. Empieza a botar sus pertenencias al piso sin que le importe que el ruido pueda despertar a la brasilera. Pavonea su figura estilizada hasta su catre y vuelve con ese aire presumido que le da su piel morena, la barba de tres días, los ojos negros y esa postura fatalista que llevan los cantaores de flamenco. Quito el cubrecama y me encuentro con su mirada enjuiciadora.

–¿Pasa algo? –Pregunto.

Ablanda el gesto.

–No, no, nada.

Voltea la cara, toma una toalla y sale del dormitorio. Acomodo la cabeza en la almohada y pienso en los dos poetas que he descubierto. Su poesía por lo menos será un poco más difundida. De eso se trata el proyecto. Darles un poco más de reconocimiento y realce a los poetas, a sus poemas y a la poesía.

Alejandro entra al dormitorio y me despierta. Se quita la toalla, se pone una «corta vientos» negra, una chaqueta y sale. Vuelvo a dormirme hasta que el ruido de una bolsa me despierta y los rayos del sol penetran mis ojos. La brasilera termina de empacar su mochila, revisa que no se le quede nada, la sube a los hombros, me dice que regresa a São Paulo y sale. Vuelvo a pasar por todo el proceso de alistarme, corto las frutas y desayuno. En el correo encuentro que Anahí respondió y me dice que vaya a su casa el lunes por la mañana. Alejandro Pinto también respondió. Indica que lo llame una vez llegue a Río Grande. Los contactos que me han dado Fredy Yezzed, Viviana Abnur, Lucía Montero y Nidia Fontán, me están sirviendo para ubicar a los poetas más importantes de la Patagonia y el resto de la Argentina. Lo que queda del día se me va en el trabajo arduo de responder mensajes, escribir correos, actualizar la página de Facebook, subir fotos al Flickr, ponerles un título y una descripción, cocinar y adelantar un poco más el cuaderno de viaje.

Al final de la tarde el malevo de cara triste vuelve a entrar al dormitorio, sigue derecho sin saludar, le pone el spray a su gabán y abro la ventana. Dobla la ropa como el día anterior y se acuesta. Alejandro entra con ese mismo aire en el que pareciera estar caminando en la arena de una plaza de toros y miles de personas lo admiraran.

–¿Hay algún bar al que pueda ir? Estoy aburrido.

–Puedes ir a Dublín, el pub irlandés –responde sin mirarme.

Trabajo hasta la media noche, guardo el computador en el casillero, me pongo la chaqueta y salgo al frío. Camino por Gobernador Paz hasta 9 de julio y bajo a media cuadra. La aglomeración de gente, el ambiente plano y el escándalo que hace una americana de labios pintados al contarle no sé qué cuento a sus amigos, me sacan corriendo. Subo a Gobernador Paz y entro al Viejo Bar. Hay algunos borrachos
que hablan a los gritos en la barra y algunas personas en las mesas. Pido una Quilmes y la bebo en la baranda de afuera. Detallo a la gente que pasa con sus autos engallados y los equipos de sonido a todo volumen. Jóvenes, en la mayoría de los casos, suben o bajan de Dublín. Una pareja se pelea justo enfrente de la esquina y la chica sale corriendo calle arriba con aquella sensación de herida mortal visible en sus movimientos acelerados, esa necesitad de alejarse de la vivencia desgarradora lo más rápido posible. El hombre vuelve al pub.

Termino mi cerveza y vuelvo al hostal. Marlene, una suiza, está chateando en su Black Berry en la cama superior de mi catre. La saludo, paso por el proceso de alistarme y apagamos la luz. El sonido de las teclas me impide dormir. Se silencia y por fin puedo pensar en conciliar el sueño. Un mensaje sonoro me regresa a la realidad.

–Podrías dejar de enviar mensajes, por favor. El ruido no me deja dormir.

–O, sí, sí, no sabía que te molestaba –responde en español golpeado.

Intento dormir. Un ronquido me lo impide justo a punto de lograrlo. ¡No te lo puedo creer! Golpeo sus tablas con mis nudillos. Los ronquidos cesan hasta que vuelven a comenzar. Golpeo de nuevo. Deja de roncar hasta que vuelve a hacerlo. Maldigo. Bajo al baño y tomo un vaso de agua. El reloj marca las dos y media. Me pongo la almohada en la cara y logro dormir hasta que el rechinar de sus dientes me despierta. Su bruxismo es exagerado. Me destiempla cada vez que aprieta los molares y se genera ese horrible sonido. Me volteo para un lado. Me duermo de puro agotamiento hasta que un tiempo después me despierta ese nuevo rechinar que electrifica mi piel. Hacia las cuatro de la mañana es Alejandro el que me despierta al entrar al cuarto y empezar a botar cosas al piso.

–Podrías dejar de hacer eso.

No responde nada, aunque para.

A las diez me levanto, desayuno y trabajo durante el día en espera de la final que la selección Colombia juvenil va a jugar en contra de Paraguay por el campeonato suramericano de fútbol. La transmisión se inicia y comento las primeras jugadas del partido con «El Parce», un ecuatoriano de mamá colombiana, que es artesano y está alojado en el hostal con su novia francesa. Celebramos a rabiar el gol de Juan Fernando Quintero. Manuel, un porteño que vive en Río Grande, me ayuda a hacerle fuerza
a Colombia, aunque está más interesado en una revista que ojea. Para el segundo tiempo «El parce» se desaparece y me quedo viendo el partido junto a un par de ingleses, un alemán y otro argentino. Me miran con extrañeza cada vez que me exalto con una jugada de Colombia o sufro con un ataque paraguayo. El empate les daría el título. Por suerte la tricolor parece estar jugando bien y en un tiro de esquina, Jherson Vergara remata y mete el segundo. Esta vez lo celebro apretando los puños. Manuel me da un golpe en la espalda.

–Ya está.

–No, todavía falta mucho. El dos a cero es el marcador más inestable del fútbol –comento.

–No, ya está.

–Paraguay mete un gol y empezamos a comernos los dedos a mordiscos –insisto.

Sonríe de forma socarrona, como si en realidad quisiera que eso pasara para ver mi reacción. Los argentinos tienen sentimientos encontrados con este suramericano. Lo organizaron, pero su equipo ni siquiera se clasificó a las finales.

Colombia tiene un par de opciones que no aprovecha para ampliar el marcador y un gol de Paraguay llega en las
postrimerías. La angustia acompaña mi corazón palpitante en esos minutos eternos en los que Paraguay asedia en busca del empate. Por fortuna el árbitro decreta el final del partido y celebro el primer campeonato que gana cualquier selección de fútbol colombiana que no haya sido jugado allá.

–Hay que festejar –le digo a Manuel.

–Vamos.

–¿Alguien más quiere venir?

Un porteño llamado Javier se une y salimos al frío de la calle. Seguimos a Manuel hasta la entrada de un billar en el que hay una gigantografía de una mujer en biquini. Un hombre nos enciende la luz de una mesa y Benjamín ordena las bolas de pool mientras miro a los jugadores de Colombia saltar y levantar la copa en ESPN.

Un hombre en la mesa de al lado nos pregunta si puede completar el cuarteto y Manuel y yo les ganamos en diez minutos, tiempo en el que nos bebemos una cerveza. Pedimos otra y cambiamos los equipos. Me voy con Javier. Manuel y el otro hombre nos ganan al meter la bola ocho una jugada antes que nosotros. Un par de prostitutas empiezan a mirar hacia nuestra mesa, aprovecho la desconcentración de Manuel y liquidamos el juego en una seguidilla.

La prostituta camina al baño y de regreso se secretea con Manuel. Es alta y desgarbada. Sus mejores años, si es
que alguna vez existieron, quedaron en el pasado. La otra es de aspecto rollizo, de cara brillante y poca gracia. Omar, el compañero de Javier, nos invita a una nueva cerveza y me cuenta que es marinero.

–A mí el dinero no me importa. Tengo mucho, mucho dinero. Ser marinero me ha llenado los bolsillos –dice en medio de su borrachera.

Saca una foto de su familia y me muestra a sus dos hijos. Viven con su mujer en Buenos Aires. Sus manos son grandes y anchas. Cuadran con su cuerpo inflado por el alcohol y la comida. A pesar de que tiene unas cicatrices marcadas por el acné, su mirada es agradable.

Bebemos con un cierto desenfreno generalizado hasta que vamos metiendo las bolas y Javier y yo terminamos ganando el partido.

–Me voy a dormir –les digo.

–Esperate, vamos a otro lado.

A pesar de la insistencia de Manuel vuelvo al hostal y me acuesto con la tranquilidad de saber que la suiza se ha marchado.

Al día siguiente me levanto con cierta resaca. Me alisto con calma, respondo correos y me preparo para ir a la
cita con Anahí. Llegada la hora camino por Gobernador Ernesto Campos y timbro en una casa de techo triangular, fachada amarilla y rejas grises. Anahí abre la puerta, me saluda con su bastón en la mano y se sienta tras una mesa que da a un computador. Me mira con atención.

–Tú eres un ser exótico para mí. Viste, yo no salgo nunca de aquí por mi problema físico.

Me cuenta que nació en La Plata pero vive en Ushuaia desde los nueve años.

–Para mí leer desde la infancia fue una forma de viajar.

–Mi papá decía lo mismo.

–Toma mucho tiempo llegar a escribir bien. Y no solo es leer. Tenés que tener vivencias. Influyen mucho en cómo escribís.

–Eso mismo le repito yo a las personas que dicen que hay que leer mil libros antes de ponerse a escribir. Es más una excusa para no hacerlo. Es mucho más fácil leer que escribir.

Su mamá sale y se interrumpe nuestra conversación. Es una señora elegante con el pelo recogido y una falda de sastre que juega con su camisa. Me dan una vuelta por la casa y me muestran el jardín arbolado.

–Antes teníamos una mesa con unas sillas, pero los chicos entraron por el muro y se las llevaron. Se llevan cualquier cosa que dejemos –cuenta.

Debe estar llegando a los ochenta años. Reflexiono en el estado de indefensión en el que pueden estar Anahí y su madre, presas fáciles para cualquier adolescente inescrupuloso.

Le tomo una foto a Anahí frente a su biblioteca, me acurruco para quedar de su altura y tomo otra. Me ofrece una botella de agua y volvemos a su estudio.

–¿Conoces a algún poeta inédito de la región?

–No te puedo guiar a ninguno porque ni siquiera me encuentro con los que publican. Esta ciudad es de tránsito. Vos aquí tenés amigos pero siempre se están yendo.

–Algo así me pasaba en Filadelfia.

Hablamos de algunas otras cosas hasta que me dice que el proyecto le parece un poco extraño en la era del Internet.

–Ahora cualquiera tiene acceso a publicar ahí.

–Cierto, aunque no todo el mundo lee o publica literatura por Internet. Igual busca darle importancia a la poesía. Es una búsqueda. Creo que debe haber gente por ahí que escribe muy buena poesía y ni siquiera es consciente. Hay que ver qué sale.

–Y sí. Por ahí vos tenés una idea y te encontrás con otras cosas. Peores o mejores.

Lo discutimos un rato y me dice que en Comodoro Rivadavia me contacta con Luciana Mellado, en Bariloche con Graciela Cros y aquí en Ushuaia con Luis Comis.

–Ya le he escrito, pero no me ha respondido los mensajes.

Me da un correo diferente al que tengo, me anota los teléfonos de Nini Bernardello en un papel y me firma los libros «El poema se va sin saludarnos», «Bonus track» y «El viento sopla». Lo abro y leo «Del otro lado».

 

«La mujer que encontraron muerta en la playa era joven.

El martes y miércoles cayeron meteoritos detrás del glaciar,

los pobladores dijeron que llevaban una cola de fuego azul.

Del otro lado de la ciudad hubo grandes estruendos.

Un pájaro castaño cruzó un cielo de nubes oscuras.

Por esta calle no anda ni un alma. Y eso que es viernes».


 Paso a otra página y leo «Un día como otros».


«Dice que están por demoler la casa de enfrente,

la de chapas de color verde agua

con el jardín tan descuidado que parece abandonado.

Que ayer escuchó en la calle que ahí construirán un hotel.

En la ciudad los hoteles brotan como hongos.

¿Y el viento?

El viento sopla».


 La claridad de sus imágenes y la contundencia con la que termina de redondear sus poemas me produce gran placer. Sigo con «Altas lluvias en las montañas».

 

«Demasiada es el agua que fluye en las cercanías,

Los caminos han sido fracturados por el temporal.

Las noticias son estridentes. Los obreros trabajan.

Cuándo será esta pobre ciudad una ciudad sin urgencias?

Pájaros sobre las copas de los árboles sin hojas:

Sigue su curso la vieja madre naturaleza».

 

Están cargados con esa melancolía que produce el paso del tiempo, la imposibilidad de cambiar las cosas, detener la descomposición que trae el desarrollo. «Far South» termina de confirmarlo.


 «Antes el viento soplaba nada más que en primavera.

Eran tiempos en los que no abundaba el dinero, ni la traición.

¿Otra ciudad? ¿El esbozo de la que venía?

¿Quién puede saberlo?

Los cerros no estaban poblados.

El viento aparecía en el momento justo».

 

           Levanto los ojos y le digo que me parecen hermosos sus poemas. Me dice algo pero la necesidad de leer más me hace prestarle atención a «La ciudad siempre la ciudad».

 

«Los pájaros vuelan otra vez sobre la ciudad helada

los meses y las semanas pasan veloces y crueles.

Ni los viejos resplandores asoman ya.

¿Hubo gloria antes de la decadencia?

¿Las aguas son las mismas aguas?

Aquí todos los grandes días se escribe una gran historia

                                                           de miseria y vodevil».

         

Le firmo una copia de «Poemas a una ciudad, un insecto y una mujer», nos despedimos y me dirijo al supermercado a comprar algunos víveres. Los dejo en mi casillero y bajo a San Martín. Busco una compañía de teléfono y le compro un pin a mi celular. Me asignan un número, entro a un locutorio en el que también venden aparatos electrónicos y lo cargo con treinta pesos. Me entretengo hablando con el cajero y le cuento acerca del proyecto.

–Che, te tengo un poeta buenísimo. Nicolás Romano. ¿Lo conoces?

–No.

Saca su celular, lo llama y me lo pasa. Quedamos en vernos hacia las siete en el albergue. Vuelvo al escritorio que da contra la bahía y le escribo a Luis Comis. Me responde al poco tiempo y me dice que pase el miércoles por la oficina de cultura provincial. Trabajo con la calma que produce el mar frente a la ventana, hasta que el malevo de mirada triste entra y se para junto a mí. Su nariz es alargada. De cerca sus ojos lucen vivaces.

–Supe que estás buscando poetas. Yo escribo. Quiero escribir un poema de una situación particular. Viste, yo soy marinero –dice al tiempo en que se quita el gabán.

Me cuenta que se llama Andrés Acosta y trabajaba en un barco en el que iban a pescar hokis. Explica con detalle el proceso de corte y empaquetamiento al interior del barco.

–Al final, cuando terminábamos, debía entrar al pozo y patear cadáveres. Pateaba a los pescados que se quedaban pegados contra la pared. Quiero escribir un poema contando esto y participar en el concurso que estás haciendo.

Me muestra algunas cosas que ha escrito, le explico algunas técnicas literarias, dice que lo va a trabajar durante la noche y mañana me lo muestra. Le pone el spray a su gabán y se acuesta a dormir.

Nicolás Romano llega puntual. Salgo y me encuentro con un hombre de pelo y bigote blanco. Un diente de orca cuelga en su pecho. Su rostro sin afeitar y piel cuarteada da cuenta que ha vivido bajo las inclemencias del clima. Me dice que vayamos a su casa, entro en su Fiat y empezamos a subir por unas calles que remontan la montaña.

–Yo escribo cuentos. La alcaldíase los llevó un día y luego me dijeron que los iban a publicar. Ahora tienen mi libro como texto en los colegios. Los entendidos dicen que es prosa poética.

–Aparte de la antología de poetas inéditos que vamos a publicar también se me ha estado ocurriendo publicar una de poetas editados, de forma que si no entran en una pueden entrar en la otra. Todavía me falta dilucidar si la prosa poética pertenece al género de la poesía o la prosa.

Me mira con cierta desilusión. Le pido que pare en un lugar en el que se aprecia la bahía en su totalidad y nos bajamos del auto.

–Sería bueno que la vieras cuando el mar está azul y no gris. Mañana te puedo llevar a otros miradores, si querés.

–Claro, muchas gracias. Ya llevo unos días aquí, veo salir y entrar gente que llega de diferentes excursiones y no he hecho ninguna. ¿Qué quiere decir Ushuaia?

–Bahía grande, bahía generosa, bahía que mira hacia el poniente en lengua yámana. Esa de allá es la isla Navarino. –Señala la porción te tierra que se ve al otro lado del canal con los picos nevados–. Pertenece a Chile. Detrás de ella está el Cabo de Hornos.


Nos tomamos una foto de los dos en la que aparecen un par de cargueros que dejan contenedores en el puerto. Terminamos de subir hasta su casa, abre una reja de madera y cuatro perros baten sus colas.

–La negra es Spaghetty, hija de una San Bernardo. Su padre era un perro que tuvo una husky siberiana pura con un ovejero belga –indica–. Mora, es una cruza entre husky siberiana y alaskano. Esos dos, Cabaza y Buseca, son hijos de Mora. Cabaza era un personaje de una de las novelas de Jorge Amado. No recuerdo si «Sudor» o «Cacao». Buseca es el nombre de un guiso que lleva porotos, chorizo colorado, hueso de pata de vaca y cebolla. –Se detiene frente a unas hortalizas y me muestra unos ruibarbos que cultiva–. Se utiliza solo el tallo. El dulce que sale es un espectáculo.

Atravesamos el jardín y se para junto a un par de Lupinos de flores amarillas y moradas que se yerguen en tallos largos junto a la casa de madera. Entramos y me presenta a Patricia, su esposa. Nos sentamos en la mesa que da contra un vitral, Patricia saca la pava del fuego y le sirve un mate. Le acepto un vaso de agua. Nicolás me muestra su libro de cuentos «A palo seco» publicado por Editora Cultural Tierra del Fuego.

–¿Sabes qué quiere decir «a palo seco»?

–En Colombia es cuando te tomas un trago sin acompañamiento.

–En el contexto marino es cuando son arriadas las velas, pues de otra forma te puede dar vuelta un «pesto». En el desarrollo de algunos de mis cuentos siempre está un poco presente esto. El arriar las velas de la mente y navegar a puro corazón.

Abre el libro y empieza a leer «Pisotón» con una voz sonora y musical.


«Pisotón o pata e´cricket lo llamaban, por esos pies enormes o quizás por esa forma suya de pisar la vida o de andarla así, a los manotones, a puro pecho y hombro a puro todo o nada. Parece que se fueran a dormir las brasas en el medio tacho. San Juan, el estiba más antiguo, va deshilachando la historia de cuando peleó solo, con otros tres viejos, en el turbal de Ensenada, y así estuvo, meta combo, hasta perder porque se quedó dormido según cuenta…

(…)

…Pisotón dio la última pisada.

Es una muerte blanca, como la harina blanca, como la escarcha que en esas noches largas a veces se le entraba; porque está blanco de nieve el muelle, toda Ushuaia está blanca.

El destino con su alquimia, amasó una muerte extraña, harina de cuatro ceros, con sangre de estiba, de puro pecho y hombro, de puro todo o nada».


–Dejame te leo este, «Betanzo», es la llegada a caballo de un chilote a Ushuaia.

Luego me lee «Las llaves del cielo», la historia verídica de un preso de los años treinta.

–Tus textos son muy ricos y poéticos, pero en realidad es prosa.

–¿En serio, che?

–Sí, eso te abre la puerta para poder participar en el concurso. ¿Tienes poemas escritos?

–Muy pocos.

–Muéstramelos.

Abre el computador personal, se acomoda las gafas, arquea las cejas y me lee «Tatuada en la bruma».

 

«Es un vapor de hojas el ocre del camino,

transparencia calcada de algún sueño.

Se quedó dormida, Ushuaia, dormida y no despierta,

está de a rayas, con traje de recuerdo.

Ni un vestigio la cura por el rastro.

Parece un barco encallado muy adentro.

Está de borra, Ushuaia, en las miradas,

como un papel carbónico del tiempo.

 

Así como Anahí, muestra el dolor que le causa el paso del tiempo, la forma en que todo cambia.

–Me gusta, me gusta mucho.

Sonríe.

–Este se llama «Carbónicos De Abril».


«…los tiraban en los vuelos de la muerte»


 El otoño se está cayendo rojo, de las lengas,

como chispas, se apagan en la nieve blanca.

Llueve abril en el mar, amor, se trillan los reflejos,

hay miradas que suben desde el agua,

se me trepan a los ojos y se asoman…

Ellos miran conmigo,

yo miro, mirar, con ellos».

 

–Muy sonoro. Tiene unas lindísimas imágenes.

–Este, «Carlos Fuentealba», lo escribí en honor a un docente y activista sindical argentino asesinado por la policía durante un operativo que buscaba impedir un corte de ruta en Neuquén:

 

«Carlos Fuentealba, y otra vez la Patria fusilada.

Teresa, Víctor, los catorce mineros en el Turbio,

                                         los catorce mineros en el
pecho,

que nos duele, Carlos, que nos duele,

                                        «compañero del alma, tan
temprano»*.

Tan al alba, Carlos, para siempre,

                                           tan con nosotros, Carlos,
compañero.

Hasta un nuevo alba, con tu fuente.

                                           Hasta la victoria, siempre,
compañero.

*Miguel Hernández».

 

Me lee otros poemas-canciones llamados «Entonces Patria», «La Patagonia» y «Este Sur» que también tienen un alto contenido social y me cuenta que nació en Barracas, Buenos Aires, pero que hace treinta años vive en Ushuaia en donde ha realizado numerosos trabajos y oficios como marinero en el canal Beagle, estibador del puerto y baqueano del parque nacional Tierra del Fuego.

 –También trabajé de vendedor ambulante vendiendo café temprano a los fogones de los obradores. Eran otras épocas. Mirá un poco el aire de cambio que sopla por estos lares. Ya no se ven más las goletas o los «cutters». Bueno, eso ha pasado en el resto del mundo –reflexiona–. Tampoco llega el último de los más viejos barcos, el Bahía Buen Suceso. No lo alcancé a conocer, pues llegué a vivir a Ushuia al año siguiente de la guerra de Malvinas. Fue hundido allá. El Bahía Buen Suceso durante larguísimos años aprovisionó a Ushuia con todo tipo de mercaderías. Era muy esperado por la población pues traía carne y verduras, –explica–. En ese barco llegaba antiguamente el carbón a granel. Eso quiere decir que había que descargarlo «al paleo». También ha cambiado el sistema de carga y descarga de las bolsas de papas, de cemento, de harina, que llegaban y había que descargarlas a mano, «bolsa a bolsa», ahora llegan «paletizadas», en un especie de pack recubierto con plástico con un «plato» propio. El estibador solo engancha y desengancha. Por otro lado ha desaparecido el viejo muelle, de madera dura, hecho con gigantescos durmientes de quebracho colorado, lapacho, viraró, an-chico, todas maderas duras traídas del norte que aguantaban el pechazo de los barcos. Ahora el muelle es de concreto y ha extendido su largo, dando cabida a los enormes transatlánticos que llegan cargados de turistas. Fíjate que el puerto está metido en el centro, de forma que el turista baja del barco y casi directamente entra en un restaurante. Esta es una característica de Ushuaia. Hablar de buques carboneros me hizo recordar la letra de aquél tango, «Nieblas del riachuelo». ¿Lo has oído?

–No.

–«Turbio fondeadero donde van a recalar, / barcos que en el muelle para siempre han de quedar… / Sombras que se alargan en la noche del dolor; / náufragos del mundo que han perdido el corazón… / Puentes y cordajes donde el viento viene a aullar, / barcos carboneros que jamás han de zarpar… / Torvo cementerio de las naves que al morir, / sueñan sin embargo que hacia el mar han de partir…».

–Hay un periodista de Colombia entrevistando a Nicolás –dice Patricia por celular, –sí, ven, ya vamos a cenar.

Cuelga y mete una bandeja al horno.

–Nicolás, ¿conoces a otros poetas fueguinos?

 –A Julio el «Mochi» Leite, en Río Grande.

–Ya me contacté con él. Está de viaje en la Patagonia. Me dio el contacto de Alejandro Pinto.

 –Es una promesa literaria ese chico. Mirá, ganó el segundo puesto en el concurso literario provincial de 2011 y le publicaron este cuento «Kreech Chinen» en el libro «Antología de cuentos fueguinos», en el que yo gané el primer puesto con «El encuentro»–. Me muestra el libro y me lee el cuento de Alejandro–. Dile que te presente a una chica… Ahora no me acuerdo su nombre. Es otra promesa literaria. Perdió a su hermano en un accidente… ¿Aquí ya hablaste con Luis Comis?

–El miércoles me entrevisto con él.

Una joven de pelo largo y liso entra a casa y nos lanza una mirada tímida. Viste unos «chicles» negros forrados a sus piernas, una blusa clara y una bufanda lila. Se la quita y
Nicolás comenta con ella que aún le duelen las piernas por haber escalado hasta la laguna Margot la tarde anterior, aunque le sorprende que haya podido hacerlo a pesar de sus rodillas. Al parecer los agarró una lluvia helada en la cima de la montaña.

Ella le comenta que ahora más tarde se va a ir a encontrar con una amiga a Dublín. Nico busca el cuento «Harto corazón a puro remo» y me lo lee mientras Patricia y la joven se fuman un cigarrillo junto a la ventana de la cocina.

–Nico, desocúpame la mesa. La torta ya va a estar –indica Patricia.

La joven mira de cuando en cuando en nuestra dirección. Sopla el humo del cigarrillo y aleja la mirada aunque no se atreve a venir a saludar.

Nicolás retira los libros de la mesa, Patricia saca la torta de espinaca y la pone en la mesa. Se sienta y me sirve un pedazo humeante en el plato.

–Carla, ven y siéntate con nosotros –le dice Patricia.

–No, no, coman ustedes.

–Eduardo es colombiano –Carla se acerca un poco–. Es un escritor. Va a ir buscando poetas desde aquí hasta Venezuela –añade Nicolás.

–Pensé que era periodista. Por eso no quería interrumpir.

Patricia le sirve un pedazo de torta. De cerca puedo detallar su sonrisa de labios rosáceos, la leve abertura que forman sus dientes frontales y esa mirada de ojos negros que juega tan bien con su piel tostada. Ella y Nico comentan la forma en que llegaron con las manos y pies congelados de la montaña.

–Carla es amiga de Andrés, nuestro primer hijo. Tiene veintiocho años. Está en Buenos Aires. Nuestros otros dos hijos son Tomás y Federico de veinticuatro y veintidós.

Terminamos de comer y Carla y Patricia levantan la mesa.

–Carla es quien te podría acompañar a una excursión por la montaña –dice Nicolás en un susurro.

Ella vuelve a la mesa y Nicolás trae los libros «De límites y militancias», «Aceite Humano» y «Piedrapalabra» de
Julio Leite. Nos lee «Matemática de las manzanas», «Cordillera Fueguina», «De límites y militancias» y «Yo Mesa».

 

«En ésta,

mi memoria de árbol,

a pesar de la tortura

de la sierra

y del darme cuenta

que al caer

el cielo se me iba

                              para siempre,

me han quedado

ráfagas de nidos,

chisporroteos, digo,

que confundo

                              con viruta y
garlopa

–lágrimas de madera–.

Pues bien,

ahora mi altura

                              se dispersa

en esta sala

de frondosas copas

que se posan

sobre la llanura

redonda de mi tabla.

He aguantado también

como mesa digna

el sueño delgado,

el sueño fértil

                              como vega,

sutil

de tanta rabia y amor

gatuno de acechanza.

 

Yo mesa,

                               madera
elaborada,

antes árbol,

he aguantado

el diluvio del amor;

soy el Caleuche

                              y tengo ojos,

astillitas que miran,

y tengo niños

que aún se encaraman

por mis ramas,

poetas, músicos, chamanes,

pájaros tengo

que me habitan

y en mi casa,

en la casa del Carlos,

soy mesa, soy árbol

y vuelvo a tener cielos».


–Si no estoy mal este lo escribió un día que estaba con otro poeta y el otro poeta le dijo que no era capaz de escribir algo ahí mismo. ¿Qué tal les parece?

–Muy ingenioso. Es muy difícil escribir un poema así, de la nada.

Carla concuerda.

Nicolás se para un momento y Carla me pregunta si he salido a algún lado.

–Estuve un minuto en el pub irlandés, pero estaba tan lleno que salí corriendo. Aparte estoy muy concentrado en mi proyecto. Me aburre salir solo. Otra cosa es que fuera contigo o con alguien del lugar. Eso sería más interesante.

–Vamos, si quieres –dice en voz baja–. Yo voy a ir a encontrarme con una amiga que está peleando con su novio.

–Dale.

Nicolás y Patricia nos escuchan, pero se hacen los desentendidos. Hablamos algunas otras cosas hasta que tomamos un par de fotos de los cuatro en las que Nicolás sale sentado con su diente de orca en primer plano, Patricia detrás de él con las manos sobre sus hombros, Carla, a mi lado, muestra el rombo que se forma alrededor de su sonrisa y yo mis ojeras acentuadas.

Carla y yo volvemos a quedar solos en la mesa. Me dice que está estudiando danza y le encantan las lenguas.
Hablamos algunas cosas en francés.

–Nico, bajá a los chicos al centro.

–No, no, bajamos caminando –dice Carla.

–Nico los baja –insiste Patricia.

Nico me regala una copia de «A palo seco» y una de la «Antología de cuentos fueguinos», nos despedimos de Patricia, salimos al aire fresco y caminamos por el jardín. Spaghetty, Mora, Cabaza y Buseca nos siguen junto al lindero arbolado. Unas flores blancas con pistilo amarillo despiden un perfume dulce.

–Qué lindo huelen estas madreselvas –Carla respira sobre ellas.

–Es la flor del tango «Madreselva» –dice Nicolás–. Lo compuso Luis Cesar Amadori y le puso la música Franciso Canaro en 1931. «Vieja pared / del arrabal, / tu sombra fue / mi compañera. / De mi niñez / sin esplendor / la amiga fue / tu madreselva. / Cuando temblando / mi amor primero / con esperanzas / besaba mi alma, / yo junto a vos, /pura y feliz, / cantaba así / mi primera confesión…».

Nicolás nos baja en su Fiat y nos deja en la calle San Martín. Subimos al hostal y saco un par de copias de «Poemas a una ciudad, un insecto y una mujer». Le regalo una a Carla y le pido que le entregue la otra a Nicolás junto con una copia de «Unos duermen, otros no».

Manuel está por ahí. Mira a Carla  y me pregunta si me voy «de joda» con ellos.

–Hoy no –respondo.

–Bueno…

Acompaño a Carla a un cajero y subimos hasta Dublín. El bar está un poco menos lleno que la vez anterior.
Ubicamos una mesa deshabitada en uno de los rincones y nos sentamos. Pedimos un par de cervezas y Carla se adelanta a pagar.

–Yo invito a la siguiente –le advierto–. ¿Y tú amiga?

–No me ha llamado. Tiene una relación muy conflictiva con su novio. Pelean todo el tiempo. Es probable que se hayan perdonado.

Tenerla así, cerca, respirando su aliento cálido, escuchando ese acento particular que a veces me suena argentino y otras chileno, me lleva a un universo sensorial en el que paso la punta de mis dedos por el borde de sus orejas, su cien, el relieve suave de su rostro, la miro a los ojos y me siento experimentando una realidad alterna, una muy distinta a la del Refugio del Mochilero, en donde estaría trabajando en frente del computador, enviando mensajes y escribiendo el cuaderno de viaje de no haberla conocido.

–Qué lindo estar aquí contigo –confieso.

–Eso digo yo.

–Vous êtes très belle.

–Toi aussi.

–Vous avais un très belle sourire. Un sourire de diamant.

–Merci beaucoup.

Sus labios cálidos, la fruta de su boca, tan delicada, pero a su vez tan salvaje, me recibe con una caricia tierna que desnudo en besos exploratorios. Nos abrazamos, nos besamos y nos vamos terminando las cervezas en una especie de delirio en el que el mundo entero se ha hecho inexistente. El tiempo incluso ha cambiado su curso. El reloj ahora camina más rápido, quema los segundos en la oscuridad. Los besos suaves, con caricias de lengua que recorren los vértices de unos labios de carne roja son mensajeros alados, pájaros que vuelan de mi boca a la suya y luego regresan.

–Increíble como las circunstancias pueden cambiar de un momento a otro, ¿no?

–Sí.

–Es lo lindo de la vida. Trae muchas sorpresas. Hay que estar abierto a ellas.

–Besas de forma muy dulce –responde.

Bajo la mano por su espalda desnuda. Introduzco mis dedos y bordeo el pantalón sobre sus nalgas.

–No hagas eso –susurra por encima de «Moment of surrender» de U2–. Aquí me conocen.

–Sería delicioso estar solo contigo, sin nadie más alrededor.

–Sí, sería lindo.

–Vamos.

–No tenemos a donde ir.

–Si quisiéramos ir a algún lado  podríamos.

–No dije nada en casa.

Miro sus ojos negros. De ese azabache tan intenso que le da a su mirada profundidad. Pido otra cerveza y me la voy bajando en tragos largos que seguimos alternando con besos. La bebo y salimos del bar.

–¿Entonces? ¿Vamos a ir a estar solos?

–Sería una linda forma de terminar la noche.

–Vamos –vuelvo a plantear.

–No dije nada en casa.

–¿Pasamos la noche mañana?

–Eso puede ser.

–¿Puede ser?

–Mañana digo que no llego.

–Bueno, entonces me salgo del dormitorio y alquilo un cuarto para los dos.

Subimos por Juana Fadul y me cuenta que sus papás vendieron la casa en Ushuaia y se fueron a vivir a Salta. Por eso se está quedando en donde Nicolás.

–Eso me tiene muy desubicada.

–Claro, perdiste el centro de tu universo.

–Tengo rabia con mis papás por haberla vendido. No
me interesa ir a Salta.

–Allá no tienes ninguna atadura. Todas están acá.

Llegamos hasta Magallanes y volvemos a abrazarnos.

–Qué lindo sería pasar la noche juntos –dice.

–Pensé que ya lo habíamos descartado.

Sonríe.

–Eres radical –comenta.

–Tomo decisiones –me justifico.

Nos damos un beso y la veo caminar por una calle que sube la montaña. El viento sopla. Ese viento del que Anahí habla y acaricia las calles o más bien las cubre bajo el cielo estrellado en el que el universo parece extraviarse en su propia infinitud. Respiro el aire puro, tan fresco, como un regalo de la propia naturaleza, mi boca llena de Carla, mis ojos tan llenos de ella, su esencia suave, la dulzura de sus besos, aquellas miradas en las que me encuentro y me pierdo. Bajó por 25 de mayo y golpeo en la puerta del Refugio del Mochilero. Andrés me abre con su cara sombría y vuelve a la pantalla de su computador iluminada en medio de la oscuridad. Supongo que trabaja en el poema. Vuelvo al dormitorio y paso por el proceso complicado de alistarme a oscuras. Me ayudo con la luz del celular, me acuesto, pienso una vez más en ese universo estrellado en el que todo se pierde y me quedo dormido.


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