Papá está vivo. Luce con su piel afeitada, su corbata de seda y aquella boina vasca que calza su cabeza a la perfección. Me mira con sus grandes ojos negros y hace esa sonrisa particular que me produce alegría. Tomo el morral y atravieso la puerta de salidas del aeropuerto de Bogotá. La escena es igual a la que viví en el 2007 al llegar de mi travesía de seis meses por Brasil. Voy a darle un abrazo y caigo en cuenta de que es un sueño. Papá se desvanece. Abro los ojos. La tristeza me muerde el pecho con sus dientes afilados. Andrés se quita el gabán, dobla la ropa y se tiende en la cama. Alejandro entra al dormitorio y empieza a tirar sus cosas al piso. Espero a que libere el espacio frente a mi casillero, lo abro, saco los implementos de aseo, una muda limpia, cierro la maleta y me doy un baño.

Antes de las diez hago el “check out”. Gerardo, un cordobés al que le acaban de dar el trabajo, me lleva a un cuarto con una cama doble de madera, un par de mesitas de noche y un pequeño escritorio en el que pongo el computador. Salgo y pico algunos duraznos y ciruelas. Javier llega a mi lado, se acerca y susurra:

—Che, no te imaginás lo que terminó de pasar el domingo por la noche. Después de que te fuiste del billar cruzamos la calle a un puticlub, y este Omar, el marinero, empezó a bailar con una puta gordísima, pero gordísima. Manuel se empezó a besar con la alta esa que estaba en el billar, yo hablé con otra, nos fuimos un rato a hacer lo que teníamos que hacer y cuando volví, llega Manuel y me dice: “Che, venía con premio, la mina era un travesti”. Pero con todo y eso se lo cogió.

Me río.

—Yo sabía que esa noche iba a terminar en algo así. Por eso me fui.

Javier me cuenta que se va ir un par de días al parque nacional Tierra del Fuego y me despido de él.

Vuelvo al cuarto, respondo y envío mensajes. Almuerzo con un sándwich de jamón y queso, y le dedico toda la tarde al cuaderno de viaje hasta que Carla me pregunta en un mensaje de texto a qué hora debe llegar. Le indico que a las ocho y empiezo a pasar al computador los pequeños poemas desilusionistas que escribí en el aeropuerto de Buenos Aires.

No me gusta cuando cayas

Terminamos la comida con

ese silencio incómodo.

Contrario a Neruda,

desde ahí detesto cuando cayas…

Desahogo

Volví porque te lo tenía que decir,

aunque fue mucho peor.

Hubiera dado igual

No tuve tiempo de decirlo…

Dudo que eso hubiera servido de algo.

Camino perdido

Nadie nos enseñó el camino.

Creo que igual lo hubiéramos perdido.

Explosión

Los ánimos explotaron…

Tú y yo nos convertimos en

fragmentos de esa bomba.

Todo muere

Adoré esa mirada de ojos felinos,

hasta que la empezaste a matar.

Reflexión

Deseé aterrizar una y mil veces

con mis labios en tu cuerpo.

Que absurdo parece eso…

Recuerdos oscuros

Necesito olvidar tu voz.

Me llega distorsionada desde

algún lugar oscuro de mis

recuerdos.

Ineludible

Intento poner la cabeza en blanco,

dormir en esta noche sin nombres.

Intento dejar de mirarte,

pero tú buscas mis miradas,

te apoderas de ellas y empiezo

a odiarte.

Imposibilidad

Odio.

Qué palabra tan fría.

Intento borrarla de mi mente,

tacharla…

Algo me lo impide.

Transcribo “Viejos deseos”, “Un imposible”, “Consuelo de tontos”, “Luego del adiós”, “Camino perdido” y algunos otros poemas mientras espero a Carla. A las ocho y cinco golpea en la puerta, le abro y entra con su linda sonrisa, esos ojos de mirada profunda que se acentúa al sentarse en la cama.

—¿Qué hacés?

—Estoy transcribiendo algunos pequeños poemas desilusionistas. ¿Te leo algunos?

—Dale.

Leo “Arrepentimiento”.

Te dije te quiero muchas veces.

Lo dije con sinceridad…

No pensé que me pesara tanto.

Sonríe.

—¿Qué tal este? Se llama “Trampas mentales”.

Amé tus labios pintados,

la forma en que se acomodaban

a mis besos.

Caigo una vez más en las

trampas de mi mente.

—Mira este otro, “Contrastes”.

Tu dulzura terminó contrastando

con esa furia que te hacía

rechinar los dientes.

Apago el computador personal y me siento a su lado. Le doy un beso en el hombro y luego en su cabeza de pelo lacio.

—Qué lindo que estés acá.

—Sí, a mí también me parece lo mismo.

—Vas a quedarte a dormir, ¿no?

—No sé.

—¿No sabes? Se me acaba de ocurrir otro pequeño poema desilusionista:

Pudimos pasar la noche juntos,

y no quisiste…

—Habría que ponerle un título… ¿En serio no te vas a quedar?

—No, sí, yo me quedo.

Nos damos un beso y el sabor de su boca alimenta la mía.

—¿Tienes hambre?

—No mucha.

—Yo sí. Había pensado que podíamos ir a comer una pizza.

—Sí, dale. Vamos.

Salimos de cuarto. El hostal está lleno de gente. Al parecer hay un cumpleaños de algún pariente del dueño. Salimos al frío y subimos media cuadra a una pizzería. Pedimos una cerveza y una muzarella. La bebemos despacio al tiempo en que seguimos hablando del vacío que le genera haber perdido su casa en Ushuaia.

—Mi padre se operó del corazón y tiene una enfermedad degenerativa de las arterias, por lo que el frío no le hace ningún bien. Salta fue su elección.

—A bueno, pero su ida está justificada.

—Sí, pero igual…

—Claro, el vacío es el mismo. A mi papá le diagnosticaron una fibrosis pulmonar y le recomendaron irse a vivir al nivel del mar. No alcanzó a trastearse ya que la enfermedad se lo llevó en menos de seis meses, pero pude sentir ese vacío tremendo de perder mi centro del universo. Aunque claro, el apartamento en Bogotá ya no es lo mismo sin él…

Comemos la pizza, nos terminamos la cerveza y volvemos. El comedor del Refugio del Mochilero está repleto de personas bebiendo junto al dueño. Algunas otras preparan un asado en el jardín.

—Nunca había visto este sitio así. Al parecer el mismo dueño va a romper la ley de silencio.

Carla se sienta en la cama y acaricio su cabeza. Nos damos un beso que se alarga a dos, tres, cuatro, cinco. Nos vamos quitando la ropa de forma lenta. Disfrutando el momento de dos amantes que se van buscando en la piel del otro, aquellas caricias que reclaman sus propios deseos, los besos y lengüetazos que acercan las bocas a esos lugares que marcan principios y finales como la propia Ushuaia, esa Tierra del Fuego en la que el verdor de los bosques muestra su claridad, la mano perfecta de una naturaleza que habita en cada ave, cada pez, cada zorro, habita en Carla y habita en mí.

Hacemos el amor aislados del resto del mundo. Disfruto esa mirada de ojos negros sobre mis propios ojos, los gemidos leves que se pierden en la algarabía de un Refugio del Mochilero en el que un beso persigue a otro, una mirada es testigo de la otra y en una caricia se recibe o se da todo el placer del mundo.

Carla queda servida. Me tiendo junto a ella y vamos regulando nuestras respiraciones. Apago la luz, apoya su cabeza en mi hombro y nos quedamos dormidos.

Unas voces en el corredor nos despiertan hacia las nueve de la mañana. La beso en la mejilla, beso sus pechos y empiezo a bajar con mi boca por su abdomen fresco. Acaricia mi cabeza y me la retira.

—¿Te ofendes si ahora no?

—Se me acaba de ocurrir un nuevo poema desilusionista.

Abro la libreta y lo escribo:

“¿Te ofendes si ahora no?

Eso dijiste”.

Vuelvo junto a ella y nos quedamos dormidos. Una tranquilidad deliciosa nos envuelve hasta las once y media.

—Increíble cómo pasa el tiempo de rápido, ¿no?

—Sí —responde—. Es tarde. Tengo cosas que hacer.

—Yo también.

Nos levantamos, Carla se viste, quedamos en que podemos ir a escalar el Cerro del Medio si es que el día está despejado y ella se desocupa de su trabajo a las cuatro. Nos damos un último beso y se va.

Disfruto el acceso más directo a mis cosas sin tener que cerrar la maleta o meterla al casillero. Me baño, pico las frutas y respondo algunos mensajes hasta que se hacen las tres.

Salgo del hostal. El día está brillante. Le envío un mensaje de texto a Carla, bajo a la calle San Martín y busco las oficinas de la cultura provincial. Pregunto por Luis Comis y me dirigen a un despacho en el sótano. Me saluda, se sienta detrás de su computador y comenta que los poetas inéditos más interesantes están en Río Grande, ya que todos giran alrededor del “Mochi” Leite.

—¿Aquí hay algunos?

—Vos vas a recorrer todo el continente y terminar en Colombia y Venezuela, ¿no es cierto?

—Esa es la idea.

—En Ushuaia hay poetas inéditos, pero aún están muy verdes como para poder competir con los muchos otros con los que te vas a encontrar.

Le comento que también vamos a hacer una antología de poetas publicados. Abre un archivo de su computador en el que leo “Hondapalabra”.

“No cazo mariposas

ellas se dejan atrapar

para enseñarme

que la belleza

es efímera

que la vida

un suspiro

que la muerte

un paréntesis

y que tu amor

mujer

tu amor

mariposas”.

En otro archivo leo “Miradas”.

“Parece decir que sí

la mariposa

estrellada contra el parabrisas

del interno 22 de la línea 14

parece decir que sí

que la muerte es eso:

pura belleza

desplegada en contraste

con la puta realidad

del obrero que va colgado

de la puerta y piensa

que el arte

no es para cualquiera”.

“Memoria de ripio” también tiene un alto contenido social:

I

¿Hay horizontes de alambres

y cielos que lloran

por estas tierras de sombras?

no/los latifundistas

nos han robado el sueño.

II

Aquel guanaco es un oasis

en este desiertoestepa

y mira con ojos humanos/

mi pobreza.

“Ojo” es bastante corto y punzante.

“Estoy seguro/un ojo es el mar

¿con qué nos mira

entonces

la muerte?”

Igual que “Vientrenatura”.

“tu ombligo es la inspiración

donde me detengo

a contemplar

la imperfección

perfecta de dios”

—Son minimalistas.

—Busco seguir el haiku, una forma de poesía tradicional japonesa. Consiste en un poema breve.

—Se me parecen un poco a los de Anahí Lazzaroni. Ayer me reuní con ella.

Luis se sorprende.

—Yo nunca la he conocido.

—Vive a pocas cuadras de aquí. ¿Por qué no te has animado?

—Debe ser por el respeto tan profundo que le tengo.

Nos tomamos algunas fotos en las que aparece detrás del computador de su escritorio, con los anaqueles llenos de libros y archivadores, las gafas de marco oscuro, la camiseta tipo polo y el cabello encrespado. Me muestra algunos de los libros que le ha editado a otros poetas, me entra un mensaje de Carla en el que indica que llega al Refugio del Mochilero en quince minutos para que subamos al cerro, hablamos algunas otras cosas con Luis y me despido.

Compro un sándwich de salame con una Coca Cola y me lo empiezo a comer de subida por la 25 de mayo. Las montañas se levantan con sus cuerpos forrados de árboles y picos quemados contra un cielo sin nubes. La tarde es perfecta para la excursión y ver a Carla, por supuesto, me emociona. Está en la puerta del Refugio del Mochilero. Le digo que me espere un segundo. Dejo el morral en el casillero y bajo. Subimos hasta Magallanes, tomamos otra calle asfaltada que serpentea por un barrio de casas de uno y dos pisos con tejados triangulares, nos desviamos por un camino de tierra, cruzamos un puente de madera y tomamos una foto en la que aparece Ushuaia bajo un grupo de nubes. El canal del Beagle con su azul intenso y la isla de Navarino al fondo, tras la niebla propia que produce el mar en la lejanía, le dan al lugar un marco maravilloso. Un par de cruceros, uno de los cuales sobresale por su enorme tamaño, atracan en el puerto.

Vamos subiendo por el camino que bordea un riachuelo hasta que la sirena de uno de ellos resuena con su voz ronca por entre las montañas. El crucero enorme zarpa. Su casco y cubierta blancos contrastan con el mar y los picos de Navarino.

—Es el “Star Princess” —dice Carla—. Me gusta mucho.

—A mí me gustas mucho tú…

Sonríe. Le doy un beso y vemos al navío hacer maniobras hasta que se enfila hacia el canal del Beagle.

—Se ve como un barco de juguete desde aquí. Creo que nunca había visto un crucero tan grande en mi vida —añado.

Seguimos adelante por un camino de tierra flanqueado por ñires y entramos a un bosque de coihues de tronco grueso que le dan al paisaje un tono grisáceo. Esquivamos algunos charcos y puntos llenos de barro en los que es fácil resbalarse, cruzamos un nuevo puente de madera que pasa sobre el arroyo corrientoso en el que el agua forma caracolas contra las piedras cubiertas de musgo, y salimos a un nuevo descampado. Desde ese punto el contraste entre el azul del mar y el verde de las montañas se hace aún más evidente. El “Star Princess” navega ya sobre el canal del Beagle.

—Increíble que vaya tan lejos. Se dirige hacia el oeste. Hacia Chile —comento—. En el crucero que hice con mis papás también llegamos desde la costa argentina, paramos un día en el Ushuaia y seguimos hacia Punta Arenas.

Le saco algunas fotografías frente a las costas de Navarino. Su cuerpo es notorio incluso a la distancia. Debe estar a unos diez kilómetros más o menos. Desde la altura es posible apreciar las vetas que el hielo ha generado en los picos de las montañas. Se ven como rasguños marcados en la piel de la roca. Seguimos escalando por un descampado lleno de piedras hasta que el cerro del medio se hace visible en la altura. Terminamos de coronar la pendiente y tomamos algunas otras fotos en las que se aprecia la cadena de montañas hacia el este. Las cicatrices son notorias en sus picos pelados. El eco de una nueva sirena resuena por entre los montes y vemos al otro crucero hacer las maniobras y zarpar a paso lento seguido por otro barco de mucho menor calado.

—Parecen caracoles que van dejando su baba sobre el agua —comento.

—Mirá vos. Eso solo se le ocurre a alguien con imaginación.

Un arcoíris se forma sobre Ushuaia y nos tomamos unas fotos en las que se aprecian las rocas dispersas entre la turba. El clima se ha enfriado y me veo obligado a ponerme la capucha de mi “corta vientos”. Cierro la cremallera de mi chaqueta de cuero. Carla cierra la suya y acomoda su bufanda alrededor del cuello.

—Hacia allá queda la laguna Margot —señala en dirección al fondo de la meseta—, y para allá se va al cerro del medio. La subida está llena de piedras.

Nos topamos a unos ingleses que bajan y nos dicen que no hay un camino estricto para subir. Seguimos por una pequeña meseta hasta la laguna, llenamos nuestras botellas con el agua del deshielo y nos tomamos unas fotos contra el rincón pedregoso en el que aún hay parches de hielo sin derretir.

—Al inicio del verano la laguna es mucho más grande —explica Carla—. Para este momento casi toda la nieve se ha derretido.

Bebo un sorbo de agua fresca, lleno mis pulmones con el aire limpio y disfruto del paisaje abierto. Las nubes forman una línea divisoria entre el cielo y ese azul del mar cortado por el arcoíris.

Reviso la hora. Siete y cuarto. Saco el celular y llamo a Nicolás. Le comento que estoy con Carla y planeamos subir al Cerro del Medio.

—Atardece a las nueve. Tienen el tiempo justo si suben ya.

—Vamos le digo a Carla.

—¿En serio? Mis piernas no son fuertes.

—Claro que sí. Son lindas y fuertes.

—Nunca lo he escalado.

—¿En serio? Pensé que lo habías hecho muchas veces… Bueno, yo te voy animando.

Enfrentamos la pendiente. Algunas piedras con sus puntas angulosas se deslizan con nuestros pasos. Carla me sigue. Se ayuda con un palo que usa de bastón. Voy subiendo paso a paso enfrentado a la misión. Carla se va quedando.

—¡Vamos! ¡No pares! ¡No pares! Sigue dando un paso tras otro —le digo una y otra vez.

—Estoy muy cansada. Ya no puedo más.

—Falta menos de la mitad. ¡Vamos! ¡No pares! Si pudiste llegar hasta acá puedes llegar hasta arriba.

El esfuerzo quema mis muslos. Poco a poco me voy acercando, doy los últimos pasos y corono el cerro. Baja hacia el este como un enorme triángulo de roca que forma una hilera esplendorosa frente a la bahía calcada en su esplendor. Navarino bajo las nubes, a lo lejos, los picos desnudos y los picos nevados en los que se proyectan los últimos rayos de la tarde.

Carla batalla contra la última parte de la pendiente. La animo desde arriba hasta que termina de vencer la subida y le digo que levante los brazos en señal de victoria. Lo hace, le tomo una foto y camino hacia ella por el filo que marca el risco.

—¿Que tal la vista?

—Hermosísima.

—Esta montaña ahora es tuya y mía.

Sonríe. Nos damos un abrazo. El panorama, como ventana al propio fin del mundo, un lugar recóndito en el que la naturaleza es sobrecogedora, me acerca a esa espiritualidad que las personas de la ciudad van perdiendo. El aire puro, cargado de liviandad, es un regalo maravilloso. En momentos como estos se hace perceptible lo pequeños que somos dentro del universo. El milagro de la vida, con la belleza de sus formas y la crueldad de sus reglas, en las que un ser es depredador de otro, lo devora para subsistir y lo honra al volverlo parte de su propio cuerpo, cobra sentido dentro de ese rompecabezas de la existencia en el que la muerte es destino ineludible. Esa nada en la que nos metamorfoseamos para empezar a estar en todos lados, volver a la vida en forma de partículas de agua, ese rocío que se posa sobre los pastos de madrugada, un copo de nieve, el cuerpo que nos pertenece de forma parcial, hasta que deja de ser nuestro y la materia lo reclama, lo recicla y transforma en millones de cosas. Me gusta pensar que papá está en el agua, en todos los mares del mundo y que se materializa cada vez que miro algún oleaje. Lanzamos sus cenizas en el golfo de Morrosquillo, ese Mar Caribe de Colombia cuya temperatura cálida abraza y lo trae hacia mí en ese proceso de transferencia de una partícula a otra como corriente eléctrica que llega a todos los rincones del mundo. Que linda ilusión…

—Qué tal como se siente uno de pequeño acá. El panorama es demasiado basto —añado. Carla mira por el visor, enfoca el lente con la mano, apunta y toma una nueva foto—. Ves que sí podías.

—Che, en serio pensé que no.

—Para que veas que uno puede hacer muchas más cosas de las que cree.

Tomamos algunas otras fotos en las que queda retratada la inmensidad con algunas nubes bajas que sobrevuelan la bahía, el relieve de las montañas lejanas en Navarino, el canal de Beagle abierto a uno y otro lado, y un horizonte en el que se alcanza a ver la leve curvatura que le da al mundo la redondez del globo terráqueo. Nos quedamos unos minutos embrujados al deleite del paisaje y enfrentamos el descenso. Las piedras se deslizan con cada uno de los pasos. Generan un ruido de cascada que se detiene al reacomodarse. A medida en que la tarde se empieza a desdibujar descendemos con pasos precavidos. Hay que ir con pies de pluma para no terminar resbalando. Alcanzamos la parte de la turba y aceleramos el ritmo. La mata esponjosa funciona como almohadilla en cada paso. En algunos casos la huella del zapato queda marcada como testimonio de la invasión del hombre. Terminamos de bajar hasta los pastizales y entramos al bosque de coihues en el que los barriales me juegan un par de malas pasadas.

—Cada vez que te resbalas así se me para el corazón —comenta Carla.

Sigo adelante con paso fiero. La luz del día se va y quiero llegar a tierra conocida. Desafío un nuevo descenso barroso, intento nivelarme con los brazos pero el resbalón impulsa la gravedad y aterrizo con mis nalgas en el barro. Me levanto sin perder tiempo, me sacudo y doy un nuevo paso apurado.

—¿Estás bien?

—Sí, dale. No perdamos tiempo.

—Sabía que el cerro te iba a cobrar su conquista.

Salimos del bosque y nos relajamos un poco. Carla me cuenta que baila muy bien, pero baila para ella. No le interesa bailar para nadie más.

—Una profesora me dijo que estoy matando mi talento.

—¿Qué crees que sea? ¿Miedo al fracaso? ¿Miedo al éxito?

—No lo creo. Me gusta bailar para mí, eso es todo.

—Lo entiendo. Hay personas que solo escriben para ellos. Aunque un autor escribe para un público. El que quiera que sea al que le dirija sus textos.

—Este trabajo que he hecho aquí con los chicos en la colonia de verano, me ha demostrado lo mucho que me gusta el trabajo social… La verdad es que no sé muy bien lo que quiero. Es decir, sé las cosas que me gustan, pero no me decido por cual irme.

—Tienes que seguir a tu voz interna. Aquello que te atraiga más. Pero es necesario decidirse por una para hacerla bien. En la adolescencia y post-adolescencias yo también pintaba. Y no lo hacía tan mal. Pero la escritura me llamaba más y me llamaba desde aquí —le señalo mi vientre.

Terminamos de recorrer el sendero de tierra. Vamos buscando el camino hacia la casa de Nicolás por una calle de ripio en la que perros ladran a nuestro paso. Los últimos rayos del sol se apagan y la noche nos encuentra justo en frente de su reja de madera. Spaghetty, Mora, Cabaza y Buseca nos saludan con olisqueos y el batir de sus colas. Nicolás nos recibe en la puerta, nos pregunta cómo nos fue y al verme acariciar a Spaghetty cuenta que tuvo un husky descendiente de los perros polares argentinos que vivieron en la Antártida y eran el producto del cruce entre el husky siberiano, el alaskan malamute groenlandés y el spitz manchuriano.

—Sucede que en los noventas Argentina tuvo que sacar sus perros de la Antártida por una normativa del Tratado Antártico de Protección del Ambiente. Al no ser naturales del lugar podían contaminar de alguna manera las restantes formas de vida autóctona y depredar a pingüinos, lobos marinos y otras especies. Fue una cagada, porque los perros llevaban en la Antártida varias generaciones, estaban totalmente integrados al eco-sistema y al sacarlos de allá todos murieron mal, pues los climas a los que los llevaron eran muy distintos.

Nos hace seguir y nos sienta a la mesa. Patricia nos saluda con cariño y trae un guiso de lentejas con mucha cebolla y zapallo, panceta y chorizo colorado. Comemos y hablamos de nuestra experiencia en el cerro del medio, Carla ayuda a Patricia a recoger y lavar los platos, se da una ducha, vuelve a la mesa y Nicolás nos lee su cuento “Con la poesía, ojo!”, en donde el “Mochi” Leite es un personaje. El Chacho Chaipa, un vivaracho, intenta apropiarse de su ginebra, sin saber que la astucia del poeta terminará haciendo que el avispado le pague la bebida durante toda la noche. Transcurre en “El Caleuche”, un boliche de marineros y pescadores, que lleva el nombre de aquel buque fantasma que según dice la leyenda, navega por los mares de Chiloé y los canales del sur tripulado por brujos.

Nicolás nos lee su cuento inédito “El lobo y la ballena”, nos convida a un “café carretero” al que le hace caer varias brasas encendidas de la salamandra, lo envenena con un toque de grapa y nos muestra “Stamp”, una traducción al inglés que se hizo de su cuento “Pisotón”.

—¿Cómo te parece la traducción del título?

—Un poco extraña.

—Eso me ha dicho mucha gente. ¿Cómo lo hubieras traducido vos?

—No sé bien, tendría que tener el diccionario Webster para mirar. Yo hice la traducción al Inglés de “Unos duermen, otros no”, pero con el Webster y el diccionario de Español-Inglés al lado.

—¿Y el resto del texto?

Le digo que hubiera tomado un par de decisiones distintas a las que tomó la traductora, le doy un par de leídas más, comparo los dos textos y dada la dificultad de traducir su estilo colorido y vívido, concluyo que la traductora hizo un trabajo razonable.

—Bueno che, eso me alivia.

—Déjame mirar lo del título y te lo confirmo.

Nicolás baja del estante “Molino rojo”, “Estrella de la mañana” y “Hecho de estampas” de Jacobo Fijman.

—Murió internado en una clínica psiquiátrica —comenta.

Miro su bibliografía en una de las solapas. Fijman nació en Orhei, Besarabia, lo que es hoy Moldova. Sus padres emigraron en busca de trabajo en 1902 y llegó a la Argentina a los cuatro años. A pesar de padecer crisis mentales desde pequeño, hizo parte de la “Vanguardia literaria” del grupo Martín Fierro. Su salud mental empeoró. Fue internado en el sanatorio. Mejoró. Salió. Volvió a recaer. Fue internado de nuevo. En 1970 murió.

Abro uno de los libros y leo “El viajero amargado”.

“Gris andurrial de la mañana.

El mar descorcha sus botellas

de vinos espumosos.

Bailan como muñecos

mis anhelos, oreados por los vientos;

y vanse a pique sollozando,

con las manos abiertas, distendidas.

El mar embriaga mis sarcasmos

aguja de relojes negros,

trasnochadores;

conciencia amarga de la vida.

Hastío.

Zozobras.

Gargantas temblorosas.

De día en día

preparo mis maletas;

cambio los aires y las horas.

Las grises estaciones me han dejado

el silencio de sus faroles

enfermos, de velorios;

y los puertos sus guinches y sus

barcos.

Afiebrados de esclavos y bocinas.

Se alargan las agujas de los relojes negros.

Sarcasmos.

Bailan mis muñecos, oreados por los vientos

en el gris andurrial de la mañana”.

“Mortaja” muestra aún más su inestabilidad emocional:

“Por dentro;

atrás el rostro.

¡El pasado aniquila!

¡Es en vano que encuentre una herradura

en el estanque turbio de mi imaginación!

El árbol ha cubierto de palomas

mi soledad; pero es en vano.

Desnudo

siempre estoy como una llanura.

Para buscar un cerro

miro las multitudes.

Estoy siempre desnudo y blanco;

Lázaro vestido de novio;

una mortaja viva

entre el ayer eterno

y el eterno mañana;

una mortaja viva

que llora en mi garganta”.

Pienso en qué tanto pudo incidir en su salud mental el haber emigrado a la Argentina a tan corta edad. Con seguridad sus papás pasaron penurias así como lo hicieron mis abuelos paternos al llegar a América del Sur desde el Líbano, y lo hizo mi mamá al huir de Checoslovaquia y emigrar al Brasil a los doce años. En mi familia, quien terminó sufriendo la realidad con su propia locura fue mi tío Nemesio, quien a los veintiocho años tuvo su primer ataque de esquizofrenia. Como Fijman, también murió en un sanatorio.

Nicolás sube al cuarto, baja con Patricia y aprovecho para preguntarles si les gustaría acompañarnos a mí y a Carla al parque nacional el fin de semana. Nicolás se ofrece a llevarnos al centro y salimos al frío de la noche. Me subo en el asiento de adelante y bajamos al canto de Ives Montand interpretando “Les Feuilles Mortes”. Nicolás se orilla en la intersección de San Martín con 9 de Julio y me pone una mano en el hombro.

—Te trata bien nuestro país.

Desvía la mirada en dirección a Carla.

—No me puedo quejar —respondo.

Carla sonríe, se despide de Nicolás y bajamos del auto. Subimos caminando a Dublin. La aglomeración junto al ruido que forman las voces de las personas hablando alto me hacen arrugar la cara.

—¿No quieres estar acá, verdad?

Bajamos a San Martín y entramos al Café-Bar Tante Sara. Carla se pide un café y yo un vaso de agua. Los bebemos con calma sin saber a qué hora se ha hecho la una y media de la mañana.

—Luces cansado —dice ella.

Pagamos la cuenta, volvemos al Refugio del Mochilero y nos acostamos. Carla se explaya sobre la cama. Llevo mi boca a sus pechos. Los beso por encima de la camiseta. Deslizo mis mejillas sobre ellos. Recorro su abdomen. Nos vamos desnudando en ese ritual inagotable en el que los amantes vuelven a buscarse, a hacer perceptibles las caricias, redescubrir las formas y relieves de los cuerpos. Por mucho que nos besamos he intentamos excitarnos, con el deseo atragantado, ahí, a flor de piel, tan lejos pero tan cerca, tan necesario, elusivo, no consigo lograr una erección. Al cabo de un tiempo me tiendo junto a ella. Miro el techo.

—¿Soy yo? ¿No soy lo suficientemente atractiva?

—Qué cosas más absurdas las que dices. Es increíble que hasta ahora no te hayas dado cuenta lo mucho que me gustas.

—¿Entonces?

—Estoy agotado. Necesito descansar, recuperar fuerzas —digo con molestia.

Quiero decirle algo más, herirla un poco con algún comentario punzante. Le pongo una mordaza y lo encadeno en ese calabozo al que van a parar mis malos pensamientos. En vez de eso traigo la cabeza de Carla hacia a mi pecho y acaricio su pelo sedoso.

Nos dormimos. La noche es corta. Abro los ojos a las siete y media. Alcanzo a Carla con mis manos. Cargan ese deseo que necesita salir. La despierto con caricias. Nos entrelazamos en un beso, esa necesidad latente de satisfacer lo insatisfecho, elevar la pulsión y descargarla en ese gran estruendo cuyo final encuentra una nueva calma, deja servidos a esos esclavos en los que nos convertimos. Así, con caricias, los besos y movimientos que marcan sus pautas, así sucede.

Le doy un beso en el hombro y vuelvo a tenderme a su lado. La traigo hacia mí.

—Estabas molesto anoche.

—Sí, muy furioso.

—Se te notó mucho. Y se vio que lo intentaste reprimir. Lo manejaste muy bien.

Le doy un beso en la cabeza. Dormitamos un momento y vuelvo a besarla. Quiero ser víctima una vez más de la esclavitud de aquel lívido que me reclama. Carla me aparta con suavidad y me dice que tiene una reunión del trabajo a las nueve.

—Voy a salirme de este cuarto. Es demasiado costoso y no lo puedo pagar. Tengo un presupuesto limitado.

—Dale.

Nos damos un nuevo beso y la despido. Me alisto, hago el “check out” con Gerardo y vuelvo a ubicarme en el dormitorio de arriba. Desayuno con unos duraznos, pongo el computador en el escritorio que da a la ventana y reviso mis mensajes. Hay uno de Nicolás Romano en el que dice: “Me gustó mucho este, tu amor a Praga, mujer, bohemia, esos “silencios de esquina”. Supongo que recorrerás sus calles hasta encontrarte ahí, donde todo se pierde, donde dejaste caer tu alma. También supongo que volverás a ver ahí, a orillas del Vltava, a tu madre y a tu hermana, quizás, saludándote. Y por qué no a tu viejo, vestido de arlequín haciéndote un guiño sobre el puente. A tu abuelo Karel, omnipresente, lo verás por los ojos de Bohemia. Espero que la escuches en el alba y que no te arrojes a las aguas del Vltava”.

Busco el significado de “Stamp” en el Webster, confirmo que era la única manera de traducir “Pisotón” y se lo informo a Nicolás en un mensaje. La escritura intensa me consume hasta que Andrés entra al cuarto y me quita la concentración. Saca su computador y me empieza a leer el poema que escribió.

—En realidad se lee como un cuento —le digo—. No es poesía, carece de sus elementos constitutivos.

—¿Cómo podría volverlo poesía?

—Tendría que escribirse de otra manera. Se deben utilizar algunos giros lingüísticos. El ritmo y el lenguaje es totalmente distinto. Hay que enfocarse en la musicalidad. Muchas veces lo constituye una imagen, un momento, una situación particular.

Saco el libro “Bonus Track” de Anahí Lazzaroni y le leo “En el fin del mundo”.

Hoy nadie se detiene

a mirar la lluvia.

“Escribir cartas

es huir de la ciudad”.

—Compárala con esto: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos…”. Es el inicio de “Cien años de soledad”. Aquí García Márquez nos está introduciendo una historia. ¿Ves la diferencia?

—Sí, suena muy diferente. Pero quiero escribir un poema. ¿Cómo podría comenzar?

Tomo algunas de sus primeras frases, me alimento de algunas de las imágenes que puedo rescatar, le hago preguntas para saber la secuencialidad del proceso de la pesca del hoki y empiezo a escribir el poema con mis propias palabras. Se nos van unas tres horas y media en la tarea. Le pongo el título “Pateando cadáveres” y se lo vuelvo a leer.

Humor a sangre fermentada…

Lugares apretados en donde pasa la vida.

Las piletas y cintas prestas a recibir los cadáveres…

Los marineros enguantados,

con las cofias, las botas y la ropa de agua,

todos listos para seleccionar a las víctimas

que saciarán la voracidad del hombre,

pasarlas por la sierra,

quitarles los parásitos,

limpiar de huesos los filetes,

pesarlos,

empacarlos en sus tumbas de cartón,

guardarlos en la morgue helada.

La red llega con estrellas

y algas que cuelgan de sus sogas.

Todos expectantes…

Pendientes del peligro que asecha en los cabos,

las cadenas de acero,

su chisporrotear al roce del mamparo,

el escorar del barco en un momento impreciso.

Cuarenta toneladas,

una buena pesca luego de días pobres…

El oficial de cubierta abre la compuerta del pozo.

Los pescados se resbalan dentro de los compartimentos…

Nuestra mirada viva en procura del hoki,

aquel hermoso ser de cola en punta,

tono plateado,

ese destello celeste al contraste de la luz…

Hay algunos dentro del marasmo de cuerpos

en los que abundan las brótolas, los abadejos,

las rayas y algunos tiburones

con ojos saltados que delatan su asfixia.

El proceso se inicia.

La cinta se articula.

Produce su traqueteo,

las mangueras botan agua

y la sierra deja salir el quejido

del metal

al cortar los huesos.

Ocho horas de hurto al mar,

de convertir riqueza natural en

producción sistemática,

de ser una máquina consciente,

eso dura una guardia en la que veo

cadáveres en el piso,

en los techos,

las columnas,

en las bachas,

en mi ropa,

en mi piel.

El hedor persiste,

mi salud también…

A pesar de los años.

Soy fuerte.

Enciendo la linterna,

ilumino el pozo.

Un hoki adhiere su cuerpo

a una de las paredes.

Me adentro

y pateo los últimos cadáveres…

Caen a la cinta.

Pateo al hoki,

el hermoso hoki plateado

se desprende.

Lo pateo hacia la cinta.

—Pero el poema es tuyo ahora.

—No, es de los dos. Lo escribimos en una coautoría.

—¿Podría participar en el concurso?

—Con otro poema, claro que sí.

Me comenta un suceso ocurrido en el Chaco, le explico cómo podría asumir su escritura, se quita el gabán, lo dobla y se acuesta a dormir. Miro el reloj. Seis de la tarde y ni siquiera he almorzado. Bajo a la cocina y me preparo unos raviolis. Guardo mis cosas en el casillero, salgo a la tarde, bajo hasta el puerto y averiguo algunos de los tures de navegación por el canal del Beagle. Uno que va a la Isla Alicia, a la de los pájaros, al faro Les Eclaireurs y termina el recorrido en la Isla Bridges, me llama la atención por el precio accesible y porque a las siete de la noche zarpa un barco. De todos modos me doy una vuelta para mirar otras opciones y le pregunto a una joven de iris brillante, con una sonrisa hecha del calco de una diosa griega, cuánto vale el tour para ir a la isla Martillo y poder acercarse a los pingüinos magallánicos. El precio millonario me saca corriendo por mucho que la belleza me pueda llegar a conmover, vuelvo a la caseta del tour inicial y la chica que atiende me dice que está a punto de zarpar. Me decido, me introduce con Juan Pablo, el guía, pago el impuesto de navegación y caminamos por el muelle en el que aquel día de enero desembarque con mis papás.

El barco acelera sus motores y mientras se aleja del puerto le escribo un mensaje de texto a Carla. Le cuento que estoy en un barco rumbo al mal llamado “Faro del Fin del Mundo”. Me responde al poco tiempo diciendo que disfrute mucho el paseo. Tomo algunas fotos de un par de barcos cuyos contenedores relucen con los rayos de la tarde. Un par de cruceros de mediano calado zarpan y bordean la costa en dirección al este.

Parejas, en su mayoría turistas de varios continentes, se resguardan al interior de la cabina. Escapan del ventarrón helado que un uruguayo y yo soportamos en proa. Juan Pablo nos hace entrar, nos sienta alrededor de una mesa en la que nos enseña los cayos circundantes en un mapa de navegación y clarifica que el faro al que vamos se llama Les Eclaireurs.

—“El faro del fin del mundo” queda a cinco horas de aquí. Hay que salir del canal Beagle y navegar al sur hacia el cabo de Hornos. En realidad se llama Faro de San Juan de Salvamento. Se encuentra en la isla de Los Estados y se volvió famoso a raíz de la novela de Julio Verne que lleva ese nombre —explica Juan Pablo.

Nos da algunos otros datos de interés mientras nos acercamos a la isla Alicia. Salimos al frío y empezamos a fotografiar la colonia de lobos marinos que descansa en un islote de piedra. Algunos entran al agua, se sumergen. Otros salen, van escalando la piedra hasta la cima. El barco acelera sus motores y llega a la isla de los pájaros. Los cormoranes graznan con sus picos ganchudos que facilitan la pesca. Sus cuerpos de plumas negras y pechos blancos los hacen lucir parecidos a los pingüinos. Al desplegar sus alas se ve la gran diferencia. Se impulsan, alzan vuelo, toman altura y se lanzan en picada. Un fuerte olor a excremento invade la cubierta al tiempo en que fotografiamos al islote extendido.

—De forma que estas son las aves que se mantienen fieles a sus parejas durante toda la vida —le digo a Juan Pablo.

—Eso está rebatido por la ciencia moderna, che.

—Algunas mujeres las sacan a relucir cuando discuto con ellas que los humanos no somos monogámicos.

—Lo verdaderamente excepcional de los cormoranes está en que bucean. Pueden sumergirse unos diez metros y permanecer más de un minuto bajo el agua.

El barco se aleja y se dirige hacia el faro. A medida en que se va acercando se hace reconocible su figura cilíndrica pintada con una raya horizontal blanca entre dos rojas. El contraste de los colores vivos con el mar, el musgo verdoso que cubre el islote en el que se erige, las montañas vestidas por vegetación y el cielo manchado de nubes, sobrecoge a los turistas apeñuscados en la proa. Todos queremos tener la foto en el mejor ángulo posible. El barco le da una vuelta a poca velocidad y acelera en dirección oeste frente a una línea de montañas con los picos cubiertos de nieve. Tomamos un chocolate caliente, unas galletas y a la media hora descendemos en Isla Bridges y realizamos una caminata por un sendero por el que Juan Pablo nos va haciendo una descripción de la flora. Nos juntamos alrededor de una hendidura circular en el suelo y nos cuenta que los aborígenes yámanas vivieron ahí por milenios, desnudos y sin cobijo, antes de que llegaran los conquistadores.

—Ellos trajeron la gripe y otras enfermedades que los afectaron y cambiaron sus costumbres.

—¿Cómo podían vivir sin ropa en este frio? —Pregunta una porteña que recogen sus manos por debajo de su chaqueta.

—Con su limitado ropaje, usaban cueros de lobo marino en las partes del cuerpo donde el viento incide con mayor fuerza como los hombros, el cuello, la cintura y los genitales, se evitaba la saturación por humedad que acelera la pérdida de calor corporal.

Paramos alrededor de una turbera y nos cuenta que está formada por distintas capas superpuestas de “sphagnum”, el hongo que la va formando y crece a una velocidad de un milímetro por año, de forma que el que estamos mirando tiene más de seiscientos años. Vivía por la época en que los europeos “descubrieron” América para su propio mundo y la destruyeron para tantas otras culturas. Caminamos por un montículo en el que se aprecia Ushuaia con sus primeras luces titilantes bajo el Cerro del Medio. Saco el celular. Le escribo un mensaje a Carla en el que le digo que estoy viendo a Ushuaia desde una isla. Responde que debí haberla invitado. Hago caso omiso a su mensaje y camino de regreso al barco tras una pareja de barceloneses que toman las últimas fotos a los islotes difuminados en el mar grisáceo. Las nubes cargadas, los picos con nieve, el tenue amoratar del horizonte en el poniente y la turba despintada, le dan al ocaso un ambiente lóbrego.

El barco se enfila hacia Ushuaia y aprovecho para fotografiar la ciudad iluminada. Atracamos tras un par de cruceros franceses cuyas luces delinean su cubierta, me despido de Juan Pablo y salgo del puerto. En otro mensaje le digo a Carla que llegué. Responde que está comiendo con una amiga. Camino al hostal con el sentimiento del deber cumplido. Podría visitar alguno de los glaciares que tanto he oído nombrar, ir al parque nacional y dar por concluido el inicio del proyecto. Necesito empezar a subir el continente.

Entro al dormitorio y me encuentro a una mujer escribiendo en su computador personal.

—Estás en mi cama —le digo.

—Lo siento, no sabía —dice con acento portugués.

—¿Eres brasilera?

—Portuguesa.

—¿Roncas?

—No.

Se pasa a la cama de arriba, se acuesta boca abajo exponiendo sus nalgas, me cuenta que es bióloga y se va a embarcar en un barco que hace investigación científica en Antártida. Vuelve al trabajo en su computador. Bajo a la cocina, me preparo un sándwich y ceno junto a un par de israelitas que comen un arroz pegajoso. Los ojos verdes de una de las jóvenes se desvían de cuando en cuando en mi dirección. Tiene una piel broncínea, las curvas propias de una Amazona moderna y una sensualidad que podría llegar a incomodar incluso al más recatado de los machos. Va por un salero a la cocina y aprecio la redondez de sus nalgas forradas por unos chicles ajustados.

Javier llega y me saluda de forma efusiva. Me cuenta que le fue muy bien en el parque nacional.

—Hermoso el contacto con la naturaleza. Incluso los zorros se acercaban a la carpa.

Le cuento acerca de la excursión marítima, hablamos de algunas otras cosas y al darse cuenta que la israelita me sonríe dice:

—Che, te está dando “bolilla”.

—¿Qué tal está el arroz? —Le pregunto a la joven.

—Se deja comer.

—¿Puedo probarlo?

Recoge un poco en su tenedor y me lo pasa. Me mira la boca mientras lo pruebo.

—No está mal.

—Lo hicimos para salir del paso —levanta los hombros.

—¿Che, y vos qué vas a hacer? —Pregunta Javier.

—Tengo que trabajar un poco. Necesito enviar algunos correos a poetas patagónicos. Ir haciendo los contactos en cada ciudad. Aparte había pensado adelantar el cuaderno de viaje.

—Invitalas a salir. Yo me voy con la gordita.

—Estoy bien con una chica. Una argentina que conocí.

—¿Y dónde está?

—Comiendo con una amiga.

—Bueno, por eso. Estás libre.

Paso las palmas por mi cara.

—¿Qué hacen ahora después? —Les pregunto.

—Aún no sabemos. De pronto vamos a salir.

—¡Viste! Deciles que vamos con ellas.

La maldita tentación juega con mi cabeza. Es imposible no mirar el escote que forma el esqueleto en sus pechos. Sus hombros desnudos, de tamaño perfecto. Se nota que hace deporte.

—Me estás dando malas ideas. Necesito concentrarme en mi trabajo —le reclamo a Javier.

—Che, solo te digo que le interesás a la mina.

Me abstengo de hablarles. Terminan el arroz, se paran y lavan con desidia la olla en la que cocinaron. Van a su cuarto y me concentro en revisar mensajes. Hay uno de Anahí Lazzaroni en el que considera que mi poesía es exuberante y calma a la vez. “Ahora entiendo por qué te mudarás a Praga”. Escribe. Respondo otros hasta que Alejandro llega a la media noche y apaga las luces.

Cierro el computador. Javier está sentado en el escalón que marca el límite entre a cocina y el acceso a los cuartos.

—¿No vas a hacer nada, entonces?

—Voy a dormir.

La israelita pasa con los labios pintados, unos jeans y una chaqueta cortada a la cintura. Deja una estela perfumada a su paso. Javier me mira con esos ojos que lo quieren decir todo.

—¿Preguntale a dónde va, che? ¡Vamos!

Debería hacerlo, en realidad debería, pero al pensar una vez más en Carla me abstengo.

—Voy a dormir, Javier.

—Vos te lo perdés.

Igual me quedo ahí un rato. Lo acompaño en la penumbra. El hostal tiene un ambiente encendido. Una pareja de holandeses susurra frente a la pantalla de un computador personal y unos ingleses toman vino entre la oscuridad. Andrés se acerca al comedor y les pide que hagan silencio.

—Vos tranquilo. Aquí hacer silencio —le dice uno de ellos con su español roto.

—No pueden estar aquí. Se inició la hora del silencio.

—Vos tranquilo, che. Terminar vino en silencio.

—Voy a tener que llamarles a la policía si no se van de aquí —responde Andrés en un acto desesperado —Vuelve a la recepción.

—Bien hecho —susurra Javier—, hay que resistirse.

—Está haciendo su trabajo —lo justifico—, aunque lo de la policía era innecesario. Alguien con mando no necesita recurrir a esas cosas.

Andrés vuelve con su actitud de guardián de patio de reclusos.

—¿Siguen acá?

—Pero che, dejanos tranquilos. No te preocupar. Nosotros hablar bajito.

Se sirven un poco más de vino y Andrés se va con la rabia entre los dientes.

—Bueno, voy a dormir.

Me despido y bajo con el cepillo de dientes. Javier sigue ahí. Voy al baño. Subo. Busco el celular en la oscuridad. Le envío un mensaje a Carla: “Me encantaría estar contigo”. Acomodo la espalda en el colchón. Me quedo esperando una respuesta. Nunca llega.

Al día siguiente es Javier, una vez más, quien me incita a dejar de trabajar e ir con él a Laguna Esmeralda.

—Tenés que hacer un poco de turismo, che.

Me lo muestra en el mapa, me animo, acepto las setenta invitaciones que llegaron durante el transcurso de la noche a la página de “En busca de poetas” que abrí en Facebook, leo los poemas que algunas personas dejaron en el muro, termino de responder los mensajes de otras, subo al dormitorio, me pongo el “corta vientos”, la chaqueta de cuero y voy a buscarlo en su dormitorio. Javier habla de forma distendida con un chileno que es el dueño de un hostal en Puerto Natales y un par de argentinas jóvenes de Bahía Blanca a quienes invitó al paseo.

—Bueno, vamos entonces —les digo—. Pensé que íbamos a salir ya.

—Sí, ya vamos —responde Javier.

Una de las chicas, una pelirroja que luce unos chicles recortados, toma unos jeans de la cama, levanta una de sus piernas, la pasa por la abertura del pantalón, recoge la otra y lo sube hasta el inicio de su cintura. Lo abotona y cierra la cremallera. La escena me parece bastante erótica, aunque me lo guardo.

Las apuro otro poco con cierta molestia evidente al estar perdiendo tiempo. Terminan de arreglarse, bajamos y Maru, la otra joven, entra a revisar algo a Internet.

—Pensé que estaban listas —le digo a Sole, la pelirroja.

—Tiene que enviarle su número de teléfono a la rectora de un colegio que la puede contratar como maestra. De todos modos nosotras nos vamos a ir a dedo.

—Javier, se me va ir toda la mañana. —Le hago el reclamo—. Disculpa, pero es que pensé que estaban listas y es evidente que tenemos otros tiempos. Ustedes pueden dedicarle todo el día a la excursión y yo tengo afán —le digo a Sole.

Le explico un poco el proyecto y le cuento que debo recorrer todo el continente.

—Ya acabé. ¡Vamos! —Dice Maru.

Bajamos a San Martín y caminamos hasta el supermercado. Compramos jamón, queso, pan, agua y chocolate, pagamos y bajamos hasta la costanera. Javier y yo esperamos a que salga una camioneta. Sole y Maru levantan sus pulgares al tránsito. Caminan por el borde de la calle hasta perderse de vista. A los diez minutos nos embarcamos, bordeamos la había y las alcanzamos a la salida de la ciudad. Nos saludan con las manos al aire. Seguimos adelante por una Ruta 3 bordeada por montañas llenas de pinos. La recorremos por unos veinticinco minutos y nos desviamos por una trocha de ripio que se dirige a Valle de Lobos y nos deja frente a una cabaña de madera en la que una mujer de Georgia que habla perfecto español, nos vende la entrada al valle. Nos acercamos a unos huskies que duermen junto a barriles de plástico al inicio de un bosque de ñires que se levantan con sus ramas frondosas.

—En una época los trineos que halaban estos perros eran el único medio de transporte por aquí —explica Javier.

—Deben sentir calor en verano —Acaricio su pelaje—. Mira quiénes vienen ahí.

Sole y Maru llegan caminando con una sonrisa en la boca.

—Aquí estamos, chicos.

Esperamos a que compren su entrada, tomamos algunas fotos con los perros, emprendemos la caminata por un sendero que atraviesa el bosque y salimos a un descampado. Las nubes le dan un tono grisáceo al paraje. El pico de una montaña sobresaliente aún tiene algunos parches de nieve que han resistido la estación. Vetas en la superficie de piedra muestran, una vez más, la erosión que ha producido la presión del hielo. Cruzamos un valle en el que algunos árboles esqueléticos muestran sus ramas secas y seguimos adelante hasta llegar a un río de agua lechosa con una tonalidad verde. Diques construidos con miles de palos inclinados forman terrazas con diferentes niveles.

—Castoreras —explica Javier—. Las construyen los castores para crear un estanque de aguas tranquilas y vivir ahí.

La explicación me vuelve a remontar al viaje con mis papás. Hicimos un tour por estos parajes llenos de turberas. Tomo una foto del río con los pantanos, las turbas pardas, los árboles frondosos, el cielo encapotado y las montañas de fondo. Apuro el paso y camino detrás de Sole. Es imposible no mirar la horma perfecta que los jeans le dan a su trasero. Su cuerpo esbelto exhibe la tonicidad propia de sus veintiún años. Va de la mano con su jovialidad, ese apuro por descubrir la vida que se intensifica en la juventud y se nota en cada paso. Pasamos por un barrial en el que hay que ir saltando de un tronco a otro para no hundir los zapatos en el barro, y vamos ascendiendo por el borde de la quebrada pedregosa. A medida en que lo hacemos la vegetación se vuelve un poco más árida. Escasos calafates crecen sobre las turberas que forran la montaña.

Malu recibe una llamada de la rectora del colegio, su rostro se ilumina, explica que está de viaje y vuelve la próxima semana. Cuelga. Sole la abraza.

—El primer trabajo de tiempo completo de mi vida, che.

—Qué lindo momento. Te acordarás de él toda tu vida.

Javier le comenta que trabajar en educación para el sector público en Argentina es mucho mejor que el sector privado, ascendemos por una pendiente rocosa y llegamos a una meseta que la quebrada corta de forma serpenteante. La llovizna pertinaz viene acompañada de un viento helado que baja del glaciar y genera una sensación invernal, al punto en que siento los dedos congelarse. Remontamos una última pendiente y la Laguna Esmeralda se abre ante nosotros con su cuerpo circular rodeado por las montañas y el glaciar de fondo. Buscamos refugio entre un bosque de cipreses, encontramos un sitio protegido por las copas, nos sentamos en unas piedras y preparamos los sándwiches. Sole masca el suyo y tiembla al mismo tiempo.

—No vinimos preparados para esta temperatura. El único es Javier —comento al ver sus botas, guantes, chaqueta impermeable, su navaja suiza y el bastón de trekking.

—Este sector tiene su propio microclima. Por eso es que el glaciar no se derrite —comenta.

La piel enrojecida de Sole, su moqueo constante y tremor en aumento, nos hacen apurar el almuerzo. Tomamos algunas fotos rápidas frente a la laguna y empezamos el descenso. Salimos del micro clima y escapamos del frío. Desandamos el camino de vuelta a la cabaña inicial, llegamos justo a las cuatro para tomar la camioneta e intentamos convencer al conductor que lleve de vuelta a las chicas. Se niega.

—Lo siento —digo y le doy un par de palmadas a Sole en el hombro.

Caminan por la carretera de ripio, nos saludan cuando las pasamos y tomamos la Ruta 3 de regreso. El conductor nos deja en el centro de Ushuaia. Acompaño a Javier a sacar dinero a un cajero y estamos de regreso en el Refugio del Mochilero a las cinco.

—Jajaja. Llegamos antes que ustedes —se ríe Sole desde el computador comunal.

Le escribo un mensaje de texto a Carla en el que le pregunto qué va a hacer esta noche, subo al dormitorio, saco el computador y empiezo el proceso de aceptar invitaciones de Facebook, responder correos, enviar otros e intentar escribir el “Cuaderno de viaje”. Espero hasta las seis y media y le escribo otro mensaje de texto a Carla. A las siete la llamo.

—¿Cómo vas?

—Aquí apurada.

—¿Nos vamos a ver hoy?

—No sé. Quedé de verme con unos amigos.

—¿Vamos a ir mañana al parque nacional con Nico y Patricia?

—No sé.

La llamada se corta justo cuando voy a preguntarle por qué no me ha respondido los mensajes. Le marco una vez más. El servicio telefónico me informa que me quedé sin crédito. Me veo yendo a recargarlo a la calle San Martín. El bajonazo me inhibe. Me acuesto un rato a pensar en la desilusión. De alguna u otra forma se encarga siempre de volver.

Ceno con cereal y trabajo a media máquina con esa sensación que me destiempla. Javier se cocina un par de lomos jugosos a la parrilla, Giacomo, un genovés, prepara un espagueti a la puttanesca al tiempo en que va bebiendo una botella de vino tinto. Sole y Maru comen arroz con pollo.

—Hoy nos vamos de joda, ¿no es cierto? —Me pregunta Javier.

—No tengo muchas ganas, la verdad.

—Che, es mi último día, mañana temprano vuelvo a Buenos Aires, tenés que venir. Ustedes vienen, ¿cierto chicas?

Sole y Maru confirman.

El tiempo se pasa mientras trabajo al computador y espero esa llamada o mensaje de Carla que me pudiera dar algo de sosiego, aunque es evidente que siendo las once ya no llegará. Giacomo y Néstor, el chileno, se unen al plan. Salimos al frío de la noche y caminamos hasta Dublin. Está igual de atestado que siempre. Un grupo deja una mesa y la ocupamos con premura. Su ubicación nos da algo de resguardo.

Intento no pensar en ella, en la forma en que cambian los momentos y el amor se disfruta así como se sufre. Ya estoy muy curtido como para entregarme al dolor. Es evidente que era pasajero. Acabaría rápido. Todo eso es cierto, aunque admito que jamás pensé que fuera tan intempestivo. Necesitaba verla una vez más, terminar de moldear el encuentro, separarnos en un punto alto. En las relaciones fugaces, propias de viajes como estos, queda lo más lindo de un encuentro. Ese disfrutar intenso de la otra persona y del que uno es con esa otra persona, sin que entren a jugar algunos de los elementos propios de las relaciones largas como los celos, el compromiso o la esclavitud. Lo mejor de todo es el corte limpio al final, carente de la angustia y desequilibrio que genera el rompimiento de un noviazgo o un matrimonio.

Javier ofrece comprarme una cerveza. Lo agradezco, aunque rechazo su invitación. Intento animarme. Sole y Maru están alegres. Beben de la cerveza que Javier les compró. Todo mundo parece estar pasándola bien. Giacomo y Néstor miran a una argentina de pelo largo, ojos verdes y una mirada de gato que parece embrujarlos. Por cosas como esta, dejar de disfrutar los momentos por estar pensando en la otra persona, es que he ido alienando la posibilidad de tener una pareja. Javier me extiende su vaso y le doy un sorbo a la bebida. Por momentos miro a Sole. Me entretengo admirando su sonrisa, el orden simétrico de sus dientes, su barbilla partida, la forma de su nariz, el efecto que genera en su mirada la tonalidad clara de sus ojos, ese pelo rojizo que se soltó y termina de darle aspecto de leona. De cuando en cuando me bota una sonrisa, aunque es evidente que no está interesada. Acepto con tranquilidad el universo que me separa de una joven de veintiún años. Aun así, consciente de la desigualdad y comprensión de los tiempos existenciales, en el que una mujer comienza a vivir y un hombre alcanza su madurez, es imposible no mirar a estas jóvenes. La belleza siempre será atrayente. La sexualidad se fundamenta en la estética. El mundo animal así lo confirma. Las aves de plumaje más brillante, los leones más fuertes, los mandriles Alfa y claro, nosotros, sentimos la necesidad de mostrar nuestros mejores atributos… Si Carla estuviera aquí la estaría mirando a ella.

—Che, ¿qué te pasa? —Javier me pone la mano en el hombro—. Te veo triste.

Ni sé que responderle.

—¿Estás pensando en la fueguina?

Asiento.

—¿En dónde está?

—No sé. Estaba hablando con ella y se me acabó el crédito.

—Llamala ya, boludo —me pasa su celular.

—No, es la una de la mañana.

—¡Qué importa!

Niego con la cabeza. Vuelve a poner su mano en mi hombro, me mira como pensando que la chica de la que le he hablado es una ilusión, al fin y al cabo nunca la ha visto, se voltea, bebe un buen trago de cerveza y habla con Néstor.

Me quedo pensando en ello.

Una mujer de piel morena habla con acento colombiano en la mesa contigua. Giacomo viene a mi lado y me pregunta qué tal es la cocaína colombiana.

—Ni idea. Nunca la he probado.

—¿Cómo así? Tú eres escritor.

—¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?

Me mira con desconcierto, bebe un trago de cerveza y dice:

—No me vengas a decir que nunca la has probado porque no te creo.

—Qué me importa si me crees o no.

Me alejo de él. Ya está demasiado borracho. Javier me presenta a un colombiano de veintiún años llamado Sebastián a quien conoció en el parque nacional, la colombiana de la mesa de al lado se voltea hacia nosotros y nos dice que en la mesa de la esquina hay dos motociclistas de Colombia que vienen desde allá y acaban de llegar esta tarde. Los llama con la alegría típica de las colombianas y me los presenta. Uno es antioqueño y el otro pereirano. Le pasa su cámara a una de las argentinas, llama a Sebastián y nos toman una foto.

—Colombianos en el fin del mundo, podría llamarse esa foto —le digo.

—Qué divertido, de un momento a otro se llenó de colombianos.

Sonríe con su boca de labios gruesos. Tiene unos ojos negros de mirada intensa.

—Qué hermosísimos ojos tienes.

Se sonroja un poco.

—Qué lindo escuchar algo así. Hace tiempos que no lo hacía.

—A uno no se le puede olvidar quién es uno.

Se presenta como Ruth Zárate, me ofrece un poco de cerveza y me cuenta que vive en Buenos Aires hace dos años, aunque se siente cansada de la gran ciudad.

—No dejes que te quite la frescura. Aún eres joven. Estás viva —le digo.

—Tienes razón. —Se queda pensando un instante—. Hoy estuve en el parque nacional y me llamó la atención la filosofía del Maiá kú.

—¿Qué quiere decir?

—En yamanés alude a un sentido de búsqueda. Cómo miras lo vivo, lo muerto, lo inamovible, lo grande, lo pequeño. Cuando estás listo ese todo te muestra sus secretos. Te hace preguntarte cómo estás mirando, qué sentido de búsqueda tienes que lo viniste a buscar al “fin del mundo”. Lo más hermoso es condensar este sentido de la vida en una sola palabra.

—¿Dónde lo viste?

—En la estatua que está en un mirador de pájaros por la ruta del lago.

Me quedo pensando en lo que yo mismo vine a buscar. Hablamos algunas otras cosas, nos tomamos un par de fotos en las que aparecen el motociclista colombiano, Giacomo y Malu con una sonrisa abierta en un segundo plano, intercambiamos nuestros correos electrónicos, termina su cerveza, me da un beso apretado en la mejilla y se va con sus amigas argentinas.

A Sole le brillan los ojos al hablar con Sebastián. Cualquier hombre con buen ojo notaría que está muy interesada, pero él parece no advertirlo.

—Es que ni se ha dado por enterado —afirma Néstor.

Javier se bebe otra cerveza y otra. A medida en que lo hace se vuelve más locuaz. Nos propone que vayamos a un boliche.

—Boludo, ayer pasé por afuera y no podía creer la cantidad de mujeres hermosísimas que se veían adentro.

Le hago cara de no querer ir.

—Che, vamos. Mañana me voy, no seas aburrido.

—Sí, vamos todos —insiste Sole.

—Voy a ver, no a entrar.

Afuera nos reunimos con un grupo de jóvenes con tacones altos, faldas cortas y ojos pintados que no deben tener ni dieciocho años. Una de ellas habla sin parar. Luce muy animada. Dice que conoce al dueño y nos dejan entrar sin pagar. Bajamos a San Martín, luego a la avenida Maipú.

—¿Quién conoce a estas chica? —Pregunto.

—No sé —responde Néstor.

—Ni siquiera sé a qué estamos viniendo —argumento—. Puedo jurar que no tienen dieciocho años.

Caminamos hasta el casino y cruzamos la calle. La misma joven que no para de hablar se retoca el pintalabios y empieza a disparar palabras como una ametralladora.

—Se debe haber metido una pastilla de éxtasis —comenta Néstor.

—¿Puedo preguntarte una cosa? ¿Cuántos años tienes?

—Dieciocho —dice con orgullo.

—¿Y tú? —Le pregunto a la hermana.

—Dieciséis.

Adolescentes hacen la fila en la entrada. El ambiente efervescente se propaga por el aire.

—Entremos, che —sugiere Javier.

—Por ningún punto de vista. Pasé por esas rumbas hace veinte años. No tengo nada que hacer ahí. Entren ustedes.

Sebastián se queda con Sole y con el grupo de adolescentes. Néstor, Giacomo, Javier y yo nos devolvemos a Dublin. Se piden una cerveza, los acompaño cinco minutos y me despido de ellos. Vuelvo al Refugio del Mochilero, me alisto para irme a dormir, me cepillo los dientes y termino acostándome a las cuatro de la mañana.

El despertador suena a las nueve. Salgo de la cama con dificultad y me alisto. Pico mis frutas y las empiezo a comer frente al computador. Néstor llega al comedor y me dice que Andrés echó del hostal a Javier al volver de la rumba.

—¿Por qué?

—Supuestamente por hacer ruido, aunque no es verdad. Le caía mal. Javier no estaba haciendo nada y le llamó a la policía. Un oficial lo terminó sacando del hostal.

—Qué mala onda.

—Sí, me voy de este sitio hoy mismo.

Termino mis frutas, lavo el plato, me alistó, tomo mi chaqueta, me despido de la portuguesa que se embarca en la tarde rumbo a la Antártida y bajo al locutorio en San Martín. Compro treinta pesos de crédito y le marco a Carla.

—Aló.

—¿Cómo vas?

—Bien, ¿vos?

—¿Al fin vamos a ir al parque?

—Aún no sé.

—¿No sabes?

—Yo creo que sí. Déjame hablo con Nico.

—¿Una pregunta? ¿Por qué no has contestado mis mensajes?

—¿Cuáles mensajes?

—Los que te he estado enviando.

—No me ha llegado ningún mensaje tuyo.

—¿En serio?

—Sí.

Quedamos en hablar más tarde, voy a la compañía de teléfonos, tomo mi turno y lo verifico con la asistente.

—Estas cosas pueden llegar a pasar. Se soluciona quitando la sim card.

Lo hace y se la vuelve a poner. Salgo del local y le mando un mensaje de prueba a Carla. Responde con uno en el que me dice que me aliste que a las doce pasa al hostal con Nico.

Me alegro aunque maldigo el desperfecto del servicio telefónico. De no haber sucedido es probable que las cosas hubieran sido distintas. Vuelvo al hostal y leo un mensaje de Eduardo Escobar en el que me recomienda el tango “Al pie de la Santa Cruz” y me comenta que hay un mito que ubica a Gardel estando preso durante algunos años en la penitenciaría de Ushuaia. Lo busco por Google y me doy cuenta que la canción nació como resultado de la crisis económica y social sufrida por Argentina tras el crack financiero de los treintas. Denuncia la represión del gobierno de facto del General Uriburu, en el que se sofocaban las protestas con fusilamientos, encarcelaciones y deportaciones hacia la penitenciaría de Ushuaia. Al parecer, con el tiempo, se fue convirtiendo en un himno contra los abusos e injusticias: “Declaran la huelga, / hay hambre en las casas, / es mucho el trabajo / y poco el jornal; / y en ese entrevero / de lucha sangrienta / se venga de un hombre / la ley patronal; / los viejos no saben /que lo condenaron / pues miente piadosa / su pobre mujer; / quizás un milagro / le lleve el indulto / y vuelva en su casa / la dicha de ayer…

El celular vibra en mi bolsillo con un mensaje de Carla en el que me indica que están afuera. Guardo el computador en el morral, lo monto al hombro y salgo. Carla me agita la mano. Están en la esquina de Gobernador Deloqui. Bajo, le doy un beso en la mejilla y me monto en el asiento delantero junto a Nico.

—Querido chamigo, ¿me pregunto si Praga te está esperando con los ojos abiertos o en medio de un sueño?

Titubeo un poco y termino respondiendo:

—Aún no lo sé.

—Es lo que vas a averiguar. ¿Te llegó el mensaje que te envié?

—Sí. Me gustó mucho como jugaste con los poemas.

Toma la avenida Maipú hacia el sur y se orilla de forma intempestiva.

—Mirá quién está ahí, José Zuñiga. ¿Saben quién es? “Pata e cañón”, el marinero que aparece mi cuento inédito “El lobo y la ballena”.

Lo llama y un hombre de piel curtida con varias décadas a cuesta, deja de trabajar en el motor de una vieja camioneta. Se acerca a mi ventana. Saluda con efusividad a Nicolás. De cerca es posible apreciar su boca desdentada, sus pequeños ojos achinados, las manos fuertes con las que se ha ganado la vida. Habla con jerga marina y un acento bien cargado.

Nos despedimos de él, avanzamos algunas cuadras, Nicolás entra a una estación de servicio y se baja del Fiat. Me volteo y miro a Carla.

—Me hubiera encantado verte.

—Pudiste haberme llamado.

—Te mandé mensajes.

—Nunca me llegaron.

—Ya lo sé.

Una canción muy triste sale de los parlantes. Las palabras me cuelgan de la boca. Carla luce hermosa con el pelo recogido por detrás de las orejas, esa pequeña abertura que forman sus dientes frontales, sus ojos azabaches y esos gestos que la letra de la canción en francés parecen entristecer.

—Te llamé ayer y me despachaste en tres segundos.

—Iba cargando unas bolsas pesadísimas. He estado trabajando.

—Igual dijiste que no sabías si podías salir. Tampoco me llamaste después.

—Te mandé un mensaje.

—Nunca me llegó.

La canción termina de generar un ambiente cargado de nostalgia. Nos miramos sin decir nada. Nicolás entra y enciende el auto.

—¡Ah! “La chanson des vieux amants” de Jacques Brel —comenta—. Era belga, no francés. Escúchenla bien. Es muy romántica. La pone de nuevo en el reproductor digital y canta: “Bien sûr, nous eûmes des orages / Vingt ans d´amour, c´est l´amour fol / Mille fois tu pris ton baggage / Mille fois je pris mon envol / Et chaque meuble se souvient / Dans cette chambre sans berceau / Des éclats des vieilles tempêtes / Plus rien ne ressemblait à rien / Tu avais perdu le goût de l´eau / Et moi celui de la conquête”.

El panorama de las montañas con los picos a los lejos, el cielo pintado con nubes, el mar de un azul profundizado por la luminosidad y el viento sobre mi cara, hacen que el ambiente apesadumbrado me cale un poco más.

Nicolás traduce la letra:

—“Por supuesto, tuvimos nuestras tormentas / veinte años de amor, un amor loco / mil veces tú hiciste las maletas / mil veces yo levanté el vuelo. / Y cada mueble se acuerda / en este dormitorio sin cuna / de los destellos de aquellas viejas tormentas. / Ya nada se parecía a nada / tú habías perdido el gusto al agua / y yo a la conquista”.

“Mais mon amour / Mon doux mon tendre mon merveilleux amour / De l´aube claire jusqu´à la fin du jour / Je t´aime encore tu sais je t´aime”.

—“Pero amor mío / mi dulce, mi tierno, mi maravilloso amor, / desde el alba clara hasta el fin del día, / sabes que te amo todavía. / Yo conozco todos tus hechizos / tú conoces todos mis embrujos / tú me has retenido trampa a trampa / yo te perdí de vez en cuando. / Claro que tuviste algunos amantes / había que matar el tiempo / y dar gusto al cuerpo. / Y al final, al final / nos hizo falta no poco talento / para envejecer sin llegar a ser adultos.

Recorreros la Ruta 3 bajo un grupo de nubes que forman líneas en el cielo, pasamos junto al “tren del fin del mundo”, en el que los reos de la penitenciaría recolectaban leña en el bosque de lengas, recorremos algunos otros parajes bordeados por montañas y paramos en la entrada del parque nacional. Pagamos el ingreso y tomamos una vía estrecha que desemboca en bahía Ensenada. Nos bajamos y tomamos algunas fotos del redondel que forma el mar contra las montañas. Del otro lado del canal del Beagle se levantan cerros con picos de nieve. Nicolás abraza a Carla, la toma de la nuca y la trae hacia él en un movimiento cariñoso. Ella ríe. Él esboza una sonrisa picarona y queda retratado en la cámara con su bigote grueso, la boina vasca, el “foulard” alrededor del cuello y la mirada de viejo lobo de mar. Podría ser el personaje de alguna novela de Herman Melville, el narrador de ese cuento maravilloso en el que un capitán cojo viaja hasta la Antártida para arreglar las cuentas pendientes con una ballena.

Tomamos algunas otras fotos, Nicolás entra a la caseta de correos Puerto Guaraní, ubicada sobre un muelle de madera, saluda a Carlos Di Lorenzo, un viejo amigo de la época en la que era baqueano del parque, le pide que le estampe una postal con algunos sellos y el funcionario moja el sello en la almohadilla de tinta negra. Lo golpea con fuerza en el papel. Hace un collage en el que imprime un barco de velas entre un círculo, el faro Les Eclaireurs, una pareja de pingüinos magallánicos y la bandera argentina entre otros. También parece un hombre de otra época, con su chaleco del Correo Argentino, la piel endurecida, unas gafas de modelo antiguo corridas a la punta de la nariz y el bigote grueso que se extiende hacia sus mejillas. Forma una barba frondosa de hilos gruesos. El mentón afeitado le da una apariencia particular. Nicolás bromea con él, lo toma de las barbas y capturo el momento en una foto.

Volvemos al auto y transitamos una ruta en la que Nicolás busca la entrada a un sendero que nos lleva a otro punto de la bahía Ensenada. Estaciona el Fiat a un costado del camino, nos bajamos y buscamos la ruta por un bosque de lengas. Nos indica que son “nothofagus pumilios” y sigue adelante con ayuda de su bastón largo de madera. Bordeamos una cañada que serpentea entre los árboles y escuchamos un leve sonido de martilleo.

—¡Mirá! Un pájaro carpintero. —Señala el ave de cuerpo negro con cabeza roja—. ¡Y ahí está la hembra! Che, es muy difícil ver a una pareja junta.

Los observamos en su trabajo de horadar huecos en los troncos. Duramos algún tiempo en reconocer la huella que finalmente nos lleva a un brazo que forma la bahía. Una loma del otro lado le da una sensación de encierro al lugar. Un ave de cuello blanco, plumas grises y pecho rayado, camina por el pastizal que da a la playa pedregosa.

—Son cauquenes, así las llamaban los aborígenes. En la provincia de Buenos Aires se las conoce como avutardas. Son migratorias. —Nicolás levanta la mano y añade—. Esos pinos que bordean la costa son coigües de Magallanes, “nothofagus betuloides”.

Nos muestra el punto desde donde empieza la línea imaginaria que se trazó para dividir a la Argentina de Chile, se lo explica a unos rosarinos que llegan. Se sienta en el canto rodado, saca su cámara de rollo, toma unas fotos al paisaje y nos dice que nos paremos juntos. Carla viene a mi lado, nos abrazamos y nos saca una foto en la que salimos sonriendo. Su pelo recién lavado huele a manzanas. Le doy un beso en la cabeza y sonríe.

—Qué lindo verte.

—Yo digo lo mismo.

Caminamos el sendero tras una pareja de alemanes que toma fotos de forma exagerada. Volvemos al auto, bordeamos una montaña angulosa que separa a la Argentina de Chile y llegamos a Laguna verde. El fuerte viento crispa el agua y forma olas como si se tratara de otro brazo del mar que se pierde entre el fondo de las montañas nevadas. Las nubes grises que entran desde Chile hacen que el color del agua sea oscuro.

Vuelvo al auto. Nicolás toma una ruta que forma caracolas entre las montañas y un zorro cruza nuestro camino.

—Che, es un zorro colorado fueguino. Qué suerte tenés. No son fáciles de ver.

El animal se detiene a un lado de la vía y nos mira con sus ojos pardos. Su hocico alargado, los músculos maquilares bien formados, la frente grande y orejas en punta podrían darle un aire intimidante de ser otra su actitud. Su cuerpo de pelaje amarillento con visos blancos y negros, de apariencia rolliza antes que escuálida, da cuenta que por lo menos en este parque los animales no se mueren de hambre.

Le tomo un par de fotos desde la ventana y seguimos hasta una explanada en la que parquean los autos.

—Este es el final de la Ruta 3 —comenta Nico.

Nos tomamos una foto con un cartel que señala el punto en un mapa, caminamos junto a un aviso que indica que estamos a tres mil setenta y nueve kilómetros de Buenos Aires y a diecisiete mil ochocientos cuarenta y ocho de Alaska, caminamos por unas pasarelas de madera que sobrepasan humedales y el panorama se abre ante las montañas. El cuerpo del mar llena el redondel de bahía Lapataia.

—Es un portal al fin del mundo. ¿Sabes qué le da tanto aspecto de puerta? Isla Redonda, que está atrás —comenta Nicolás.

—Ah, claro. Es una ilusión óptica. La bahía termina antes.

—Dicen los navegantes que a partir de los cuarenta latitud sur, no hay ley y a partir de los cincuenta no hay dios. La latitud cuarenta se conoce como “The roaring forties”, los cuarenta rugientes, por los vientos que soplan. A partir de los cincuenta el viento aúlla. En los sesenta ulula.

Tomamos algunas fotos de los tres y volvemos al auto. Otro par de zorros cruzan nuestro camino de vuelta. Uno de ellos se para al lado de mi ventana y logro fotografiar su rostro en un “close up” en el que se aprecia la textura de su pelaje, su iris anaranjado, la pupila gruesa con esa profundidad que le da apariencia de asesino de gallinas, los ojos delineados de negro, como si hubiera sido parido para la acción, el hocico con el que rompe huesos, su nariz negra de canino con la humedad característica y los bigotes largos.

—Cuando los hombres y los animales cohabitan, ellos le pierden el miedo a los humanos —comento.

—Se perseguían hasta hace unas décadas por sus pieles. La forma en que lo cazaban es que echaban una cuerda sobre una rama con un anzuelo de tiburón en el que había un pedazo de capón (así se le llama aquí al cordero), y lo colgaban a una altura precisa en la que el zorro tenía que saltar, se enganchaba y quedaba colgando. Aquí no se usaban las trampas de osos y otros animales en los que quedan atrapados por sus piernas ya que al zorro le gusta tanto la libertad que se quita a mordiscos su propia extremidad.

—Es algo feo, pero hermoso a la vez. La libertad lo puede todo. Me hace acordar de la película en la que a un explorador le cae una roca sobre el brazo, queda atrapado en una grieta durante una semana y al final se corta el brazo.

—Se llama “Ciento veinte horas” —comenta Carla.

—¿Cómo se corta el brazo? —Pregunta Nicolás.

—Con una navaja.

—Uy, qué dolor.

—Lo hace después de una semana, cuando su brazo está anestesiado por el aplastamiento. Se decide en un rapto de desespero en el que clava el cuchillo en su antebrazo y se da cuenta que no le dolió. Por lo menos eso es lo que da a entender la película —aclaro—. Igual imagínate la escena.

Nicolás arruga la frente.

—Lo bueno es que la película no es tan sangrienta —aclara Carla.

Salimos del parque y recorremos la ruta a Ushuaia en compañía de Joan Manuel Serrat quien interpreta la versión musicalizada del poema “Caminante no hay camino” de Antonio Machado. Me encanta esa parte en la que habla: “Caminante son tus huellas del camino y nada más / caminante no hay camino, se hace camino al andar / al andar se hace el camino y al volver la vista atrás / se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar / caminante no hay camino sino estelas en la mar”. Tomar impulso y canta: “Hace algún tiempo en ese lugar / donde los bosques se visten de espinos / se oyó una voz de un poeta gritar / caminante no hay camino se hace camino al andar / golpe a golpe, verso a verso. / Murió el poeta lejos del hogar / le cubre el polvo de un país vecino / al alejarse le vieron llorar…”.

Nicolás le baja el volumen al equipo y nos recita un poema:

“…Nos salvará el amor,

pero no sé si hablamos de lo mismo.

No el amor nido-caliente, que hace habitable

el cascarón del pesimismo. El otro amor,

el viejo cortaalambres, poncho rebelde,

invasor de sueños,

desvirgador de códigos y beatas,

asistente del torturado,

caricia-compañero,

exorcismo del “no se puede”,

pata´e bolsa de la Historia.”

—Esta es la segunda estrofa de un poema que salió publicado en un diario del “Encuentro Popular”, uno de los tantos intentos que hicimos desde el campo popular, en el marco de una resistencia, única manera de pensar en cultura en estos países que tienen pendiente la liberación. El compañero que escribió no lo firmó. Hace años lo hice aparecer en la lucha docente, y atravesó el conflicto docente a lo largo de toda la Patagonia. Me preguntaron de quién era, y como no estaba seguro tuve que decir “anónimo”. La Legislatura de la Provincia de Río Negro lo publicó entonces en la tapa de atrás de un trabajo, con ese lema: “anónimo”, pero en realidad estoy seguro que su autor es Daniel Cieza, uno de los fundadores de las F.A.P., Fuerzas Armadas Peronistas, que existieron en los setentas.

Carla le pide que tome la avenida Leandro N. Alem porque debe recoger un vitral que su mamá le pidió, tomamos una calle en la que casas de colores con dos y tres pisos miran desde la montaña el panorama colorido de la bahía y nos estacionamos.

—Nicolás, ¿Gardel estuvo preso en la penitenciaría de Ushuaia? —Le pregunto mientras esperamos.

—Eso nunca ha sido probado.

Carla sale con la obra envuelta en cartón, recorremos otro par de cuadras y pasamos por la que era su casa. La linda estructura de dos pisos con fachada de madera muerde la montaña. Se levanta con su techo triangular y aquellas ventanas cuadradas desde las que ella miró el horizonte durante su niñez y adolescencia. ¿Cuántos de sus secretos guardará el interior? La mira con esa melancolía que le recuerda todo lo vivido, muerde sus labios y se despide de ella una vez más. Se aleja de nuevo de ese pasado que se quedó atrás y se va llenando de telarañas.

Le insisto a Nicolás en que me lleve al mural sobre la avenida Maipú en el que Alejandro Abt lo retrató en la época en la que le vendía café temprano a los fogones de los obradores. Me bajo del auto y le tomo una foto al mural en blanco y negro, en el que aparece con una boina, su bigote negro, unos rasgos más jóvenes, la chaqueta larga y la cafetera tomada de forma relajada en su mano. Una mujer y un rostro un poco más desteñido, también aparecen en el mural empotrado sobre una fachada de latón.

Regreso al auto. Nicolás vuelve a poner la canción de Jacques Brel. El tono dramático producido por esa voz grave que arrastra las r´s en francés, el sonido dulce de la trompeta, el piano de fondo y el sonido agudo de los violines (cuando la tristeza se intensifica), nos vuelven a llevar a un estado de melancolía. Termina de recorrer las calles que nos acercan al hostal y se orilla en la esquina de Gobernador Deloqui.

—Lo más seguro es que mañana me vaya. No nos volvemos a ver.

—Viaja de día para que puedas ver el paisaje tan hermoso que hay pasando por el Paso Garibaldi. Eduardo, gracias, chamigo. Fue un placer. Espero los hados te acompañen en este viaje que has emprendido. Escribe de cuando en cuando.

Nos damos un abrazo y me bajo del auto. Lo vemos alejarse y subimos al Refugio del Mochilero.

—Aún me sobran unos raviolis rellenos de ricota, aunque falta la salsa.

—Yo puedo ir por una mientras se calienta el agua.

Sale de la cocina, dejo que hierba y arrojo los raviolis adentro. Carla vuelve con una crema de leche justo para cuando los estoy colando.

—Fue lo único que encontré cerca.

Pongo los cuadrados de pasta humeante en un par de platos. Les agrego la crema de leche y nos sentamos a la mesa. Parte uno por la mitad, lo unta y lo lleva a su boca.

—Quedaron ricos, che.

—Sí, nunca los había probado con crema de leche, —confieso—. Me hiciste falta.

—Tú a mí.

—Lamento no haberte visto más, aunque entiendo que debías verte con otras personas. Igual todo el desencuentro me puso mal.

—Una pena, aunque no debiste ponerte así.

—No respondiste mis mensajes, cuando te llame me despachaste, te pregunté si nos veíamos y diste a entender que no. Todas señales que interpreté como si no me quisieras ver.

—He estado ocupada en el trabajo. Tuvimos un par de eventos con los chicos en la Secretaría de Cultura Provincial. Nada más.

—Me dejé llevar por mi cabeza. A veces pasan esas cosas entre los hombres y las mujeres. Todo está bien y luego ya no.

—No soy de esas mujeres. Igual no había pie para pensar eso —dice con cierta molestia—. Yo también te envié mensajes que nunca me contestaste.

Terminamos de comer, lavo los platos, subimos al dormitorio, Carla se acuesta en mi cama, le cuento la historia de Andrés y leo “Pateando cadáveres”. Saco “El viento sopla” y leo algunos otros poemas de Anahí Lazzaroni. Termino con “Graffiti”.

“Alguien debería dibujar de un modo impecable

el mapa de una ciudad loca

a la que abofetea el viento.

Bordeada por un mar gris y murallas de piedra,

con gentes de poco hablar

navegando sus propios océanos.

Nombro una ciudad que no está muerta ni viva.”

Me tiendo a su lado, acaricio su cabeza, la abrazo y nos damos un beso.

—Qué lindo sería hacer el amor —comento.

—No tenemos en dónde.

—Igual no lo necesitamos. Este abrazo es suficiente.

Dormimos hasta que Gerardo entra por la puerta. Se quita los zapatos y se acuesta. Nos quedamos entrelazados hasta las nueve. Comenta que debe volver a casa de Nico y que mañana pasa a despedirse. La acompaño a la puerta del hostal y nos damos un último beso.

Como con un sándwich. Le mando un correo a Alejandro Pinto en el que le digo que mañana viajo a Rio Grande. Otro a Julio Leite. Me responde informando que llega el lunes de la Patagonia. Me invita a una comida el martes en su casa. Trabajo un poco y me acuesto a dormir hacia las doce y media. La almohada aún tiene el aroma a manzanas que dejó Carla. Justo cuando estoy en el vértice de profundizarme entra una mujer y enciende la luz en mi cara. Miro el reloj. Una de la mañana.

—¡Me mataste! —Le digo.

—¿Qué querés que haga? No veo nada.

—Podrías apagar la luz. ¡Qué falta de respeto!

Gerardo me mira desde su cama. La mujer la apaga y deja la puerta abierta. El reflejo de la que viene del corredor también me da en la cara. Otra mujer entra en compañía de una señora mayor y una niña de unos diez años que tiene un timbre de voz alto. Se secretean entre ellas y tienen estallidos de risa que hacen evidente su embriaguez. Se terminan de alistar con ruidos de bolsas plásticas que generan una gran perturbación en el silencio de la noche. La mujer que encendió la luz trepa a mi catre con dificultad. La niña habla en voz alta y la mamá la calla. Se acomodan en el catre de al lado.

—Dejemos la puerta abierta o nos vamos a asfixiar.

Lanzo las cobijas al aire, salto como un gato envalentonado, doy unos pasos decididos sobre el piso de madera, cierro la puerta y vuelvo a la cama con la misma actitud. Escucho el sonido enervante de las teclas de un celular.

—¡Deje de enviar mensajes! —Ladro.

Se ríen con una risa contenida, pero quien quiera que está enviando los mensajes para. Doy algunas vueltas en la cama y al cabo de un tiempo me quedo dormido.

Me levanto a las ocho con cierta ansiedad. He estado más de una semana en Ushuaia y moverme implica romper el estado de “confort incomodo” al que me he ido acostumbrado. Sea como sea hoy te vas de aquí, me ordeno. Saco mis implementos de aseo del casillero sin que me importe hacer más ruido del necesario, voy al baño, me ducho y vuelvo con el pecho desnudo y una toalla alrededor de mi cintura. Abro la puerta del dormitorio y pillo a la mujer saliendo del catre de arriba en calzones. Me ve y se cubre con las cobijas.

—Estás desnudo —dice.

—Sí.

—¿Entonces?

—Nada. Eso es tu problema.

Me siento en mi cama, me pongo los calzoncillos por debajo de la toalla, los pantalones y la camiseta.

Alejandro también está con el pecho al aire y una toalla alrededor de la cintura. Tira sus cosas al piso como siempre, solo que esta vez las mete en una mochila.

—¿Te vas?

—Sí, me despidieron.

—Yo también me voy hoy —le comento sin que me importe por que perdió el empleo.

Termino de arreglarme bajo la vista de las mujeres, espero a que Alejandro libere el espacio del casillero, saco mis frutas y bajo a desayunar. De vuelta en el dormitorio me vuelvo a encontrar con la mujer que me prendió la luz en la cara. Me comenta que se llama Cecilia e intercambiamos algunas palabras amables que nada tienen que ver con el incidente de la noche anterior.

—¿De dónde eres?

—Colombia.

—¿Estás de turismo por aquí?

Le explico el proyecto y le comento que hoy me voy a Río Grande.

—¿En serio? Nosotras vivimos en Río Grande. Hoy vamos para allá. Si querés te llevamos.

—En serio, mira que tengo una maleta grandísima —se la muestro dentro del casillero.

—Cabe en el maletero. Nosotras vamos a ir al parque nacional y de vuelta te pasamos a buscar hacia las siete.

—Bueno, dale, quedo muy agradecido.

Hago el “check out” con Gerardo, bajo las maletas al depósito, le mando un mensaje a Carla en el que le comento que estaré aquí hasta las siete (responde que pasa luego del almuerzo), vuelvo al cuarto y me pongo a trabajar de cara a la bahía. Me concentro en la escritura del cuaderno de viaje hasta que Carla me envía otro mensaje hacia las tres, en el que dice que está afuera del hostal. Salgo y nos damos un beso.

—Me encantó conocerte

—A mí también a vos. ¿Vas a escribir de mí?

—Claro.

Se sonríe y deja salir un cierto aire vanidoso visible en la mirada.

—Cuidate mucho.

—Nos vemos cuando pase por Buenos Aires.

Nos damos un fuerte abrazo, el último beso y camina calle arriba. Me decido a visitar la penitenciaría y recorro Gobernador Deloqui hasta la vieja construcción de ventanas verdes y paredes de cemento pintadas con color crema. La entrada costosa que incluye la visita al museo marítimo, me inhibe entrar. Vuelvo al hostal y trabajo en el cuaderno de viaje. Hacia las seis y media apago el computador. Bajo a la recepción y espero en compañía de Amelia, la recepcionista. Hablamos algunas cosas mientras se pasa el tiempo. Siete y media, ocho.

—¿Será que no vienen por mí?

—Sí van a venir —dice ella.

Le entra curiosidad por conocer mis libros y le muestro “La novia del torero” y “Unos duerme, otros no”.

—Se ven interesantes. ¿Me los vas a regalar?

—No puedo, la gente no aprecia un libro sino cuando lo compra.

—Yo lo quiero regalado.

—Te lo puedo vender.

El reloj marca las ocho y cuarenta y cinco.

Bebi, el dueño del hostal, se sienta a mi lado y fuma un cigarrillo debajo del anuncio de no fumar.

—¿Qué lindo es romper las reglas así, no es cierto? —Le bromeo.

—Ya ves —dice con su voz tranquila.

Se hecha a toser.

—Bueno, por lo menos sabe uno de qué morirá.

—Ahora sí creo que te dejaron plantado —comenta Amelia al ver que el reloj marca las nueve.

—Sí, es evidente. Voy a tener que hacer el “check inn”.

—El dormitorio en el que estabas está todo ocupado. Te puedo poner con tres colombianas que entraron ayer y están en este cuarto —señala la puerta frente a la recepción.

Las he visto por ahí. Son tres morenas de caminar sensual que tienen la sabrosura propia de las colombianas.

—¿Me vas a comprar las novelas?

—Estoy esperando a que me las regales.

—Te las cambio por el alojamiento de esta noche.

—Sí lo oíste, Bebi.

—¿Qué libros son? —Le explico—. ¿Y vos los querés?

Amelia asienta con la cabeza.

—Dale, cambiale los libros por la noche.

Se los dedico, saco mis maletas del depósito, me instalo en el cuarto de las colombianas y voy a la cocina. Hierbo agua, cocino unos espaguetis, los sirvo en un plato y les pongo la crema de leche que me sobró de ayer. Me siento y enrollo el primer bocado en el tenedor. Gerardo se asoma y dice:

—Llegaron por vos. Te están esperando. Tienen mucho afán.

Dejo el plato servido en la mesa. Salgo y hablo con Beatriz.

—Ya no las esperaba. Estoy comiendo.

—Nos vamos ya, sacá tu valija.

Entro al hostal.

—No sé qué hacer —le digo a Bebi—, tengo la comida servida en la mesa. Aparte quería ver el Paso Garibaldi de día.

—Aprovechá el aventón. Es bueno conocer gente de la ciudad.

Saco las maletas del cuarto y le entrego las llaves a Amelia.

—No te voy a devolver los libros.

—Claro que no. Quédatelos.

Nos damos un abrazo, le doy la mano a Gerardo, me despido de Bebi y salgo a la calle con mis dos maletas pesadas y el morral al hombro. Cecilia está parqueada al final de la cuadra con el baúl del auto abierto. Me llama con alborozo.

 

 

Espere nuevas crónicas y fragmentos del cuaderno de viaje “En busca de poetas”.

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