Crónica – Camino al volcán Izalco, Parte III – Por: Eduardo Bechara Navratilova
Terminamos el descenso, tomamos la ruta bordeada por trigales y paramos en la salida a la carretera CA-8. Le tomamos algunas fotos al complejo de volcanes y continuamos por la ruta llena de camiones. Paso una tractomula y acelero animado por la música tecno. El sentir sublime me dice que ando viviendo una coincidencia extraordinaria. Una aventura que se despliega ante mis ojos porque salí del confort que me proporciona mi hogar. Ando por el mundo abierto ante lo que se pueda venir. Si te quedas encerrado en tu casa no te pasan estas cosas. Es necesario apartarse de la realidad propia, cruzar las fronteras de tu mundo reconocible para que historias fascinantes empiecen a transcurrir ante tus ojos.
Avanzamos por la carretera de dos carriles ante la llanura de árboles y matorrales. El sol se levanta sobre el cenit llenando al paraje de color. Omitimos el desvío que lleva a Sonsonate y tomamos la carretera 12 hacia el sur en dirección a Acajutla. El tráfico de tractomulas con contenedores se intensifica a medida en que nos acercamos al puerto. Un aviso anuncia la «Ruta de las flores» y nos desviamos por la CA-2 que lleva al litoral. Es una carretera de un solo carril de ida y venida que nos obliga a bajar la velocidad. Perros enclenques se cruzan de forma peligrosa frente a casas de bareque.
–Ahora sí cuéntame la historia de cómo se conocieron Eduardo y tú.
–Estaba haciendo una maestría en escritura creativa en la universidad de Temple en Filadelfia y recibí un correo de una mujer llamada Astrid Bechara. Me decía que era argentina y tenía un hermano que se llamaba igual a mi, Eduardo Bechara –digo mirándolo–. Insistía en que además éramos parecidísimos. Terminaba diciendo que debíamos ponernos en contacto. Lo dejé sin responder porque en aquella época estaba muy ocupado: veía tres seminarios semanales en los que además de asistir a clase tenía que leerme unas ciento cincuenta páginas diarias, tú sabes como son los posgrados en los Estados Unidos –le digo. Asiente con la cabeza–. Aparte trabajaba en la Oficina de Actividades Estudiantiles planeando, organizando y ejecutando unos eventos semanales para los estudiantes cada viernes por la noche, era profesor de escritura creativa para pregrado y seguía escribiendo mi propia ficción y algunas crónicas para un periódico en Colombia llamado El Tiempo. Me iba a dormir todos los días a las 3:00 a.m. y me levantaba a las 7:30 a.m para iniciar la rutina de nuevo.
–¿No te pareció curioso?
–Por supuesto. Me resultó insólito teniendo en cuenta que de por si tengo un nombre extraño. El problema es que no tenía un segundo. Lo había dejado ahí para contestarlo cuando pudiera –digo pasando un camión en una recta–. A los pocos días me llegó un correo de Marisa Bechara, la otra hermana. Decía que Eduardo y yo teníamos muchas coincidencias. Que él había vivido en los Estados Unidos y que yo vivía allá, que él se iba ir a vivir al Brasil y yo había pasado por la costa brasilera, que los dos éramos artistas, yo escritor, él compositor de música folclórica Argentina, pero que además le encantaba escribir y lo hacía muy bien. Insistía en que nuestros rasgos eras muy parecidos, al punto en que ninguno de los dos tenía lóbulo en la oreja y que además compartíamos el mismo lunar en la mejilla izquierda, de forma que en realidad era una situación inusual. Terminaba diciendo que le habían dicho que me escribiera pero que él había respondido que no era para tanto. Adjuntaba unas fotos suyas con las que quedé perplejo. Me parecía estar viendo una foto mía. Respondí de inmediato en un mensaje escueto: «Dile que me escriba».
–¿Te escribió?
–Me escribió un mensaje titulado «La importancia de llamarse Eduardo Bechara», en el que decía que cuando nuestro nombre es pronunciado suena como un conjuro para conseguir los favores del planeta tierra. Que es mucho más fácil tener éxito llamándose así y que incluso las mujeres deberían llamarse Eduardo Bechara –digo levantando los hombros ante la sonrisa de Steve–. Añadía que era privilegiado ya que no todo mundo tiene la posibilidad de entrar en contacto con su alter ego, y que si me parecía, uniéramos fuerzas para conquistar el universo. ¿No es ingenioso? –pregunto con una sonrisa.
–Me parece estar escuchándolo hablar.
–Dejé el correo de lado a la espera de tener un tiempo en el que le pudiera responder con algo inteligente. A los tres días me llegó otro mensaje suyo preguntándome si me había ofendido. Decía que a veces le pasaba, que decía o escribía cosas que la gente interpretaba de otra manera, o que él no había sabido expresar –digo llegando a un poblado de casas de uno y dos pisos. El tráfico de camiones y buses frena nuestra marcha–. Le respondí de inmediato diciendo que por el contrario su correo me había parecido muy gracioso. De ahí en adelante empezamos a escribirnos con cierta regularidad. Me contó que se iba a Itacaré. Le respondí que yo había pasado por ahí en el 2007 en el transcurso de una travesía que hice por toda la costa brasilera escribiendo crónicas para El Tiempo en un proyecto llamado «Brasil en dos ruedas», y que se iba a uno de los lugares más pintorescos del Brasil –digo adelantando un bus que se detiene a dejar pasajeros–. Itacaré era un pueblo de pescadores sin una carretera de acceso hasta hace menos de doce años. Hoy en día está habitado por pescadores, surfistas, capoeristas y mochileros. Es un paraje natural de playas paradisíacas y una cultura musical cargada con todo el sabor de los afro-brasileros de Bahía que hacen magia negra y candomblé –añado ante el panorama que se abre. Las aguas azules del Pacífico crispan con los rayos del sol.
–¿Cuanto tiempo vivió Eduardo allá?
–Alrededor de tres años –respondo manejando junto a un risco que bordea la carretera.
–Pero él se devolvió a la Argentina después de dejar El Cairo, ¿no es cierto?
–Sí, y después se fue al Brasil con su esposa Lorena y su hija Azahar –digo bajando el cambio para tomar una curva–. Le pedí que saludara de mi parte al «Mestre Jamaica», uno de los mejores maestros de capoeira del Brasil, a quién yo le había hecho una entrevista, y a Margot, una joyera con quien alquilé un caro y subimos hasta Salvador –añado ante otra de las curvas de la carretera zigzagueante–. Él les dio mis saludos. Eduardo y yo nos mantuvimos en contacto hasta que un día resolví llamarlo. Fue gracioso saber que nuestros acentos eran tan diferentes. Luego acabé mi maestría en mayo de 2009 y me dijo fuera a Itacaré. «Puedes descansar luego de los dos años pesadísimos de maestría y de paso nos conocemos». Respondí que me quería quedar el verano en Filadelfia trabajando en una novela llamada «El juego de María». A los tres días mi mamá me llamó diciendo que necesitaba que la acompañara al Brasil, ya que tenía que revalidar su nacionalidad brasilera y que hoy en día yo hablaba mejor portugués que ella. Le escribí a Eduardo diciéndole que no me invitara tan enserio porque iba. Respondió con un correo en el que escribió que cualquier persona que pudiera llegar a su posada y probar que se llamaba igual a él tendría hospedaje gratis.
–Eduardo siempre ha sido un tipo de un humor fino. En El Cairo era igual –dice Steve ante la entrada de un túnel que se avizora en la ladera de la montaña. Enciendo las luces del carro, me quito las gafas y lo atravesamos a baja velocidad. Un nuevo risco nos recibe de salida. Apago las luces y me pongo las gafas ante el resplandor del sol. El Pacífico forma olas gigantes que revientan en una playa desierta.
–¿Qué pasó entonces?
–Le pregunté si le servía que fuera al final de julio. Respondió que sí. Viaje al Brasil con mi mamá, hicimos las vueltas que teníamos que hacer en Río de Janeiro y São Paulo, lo llamé y le informé el vuelo en el que estaría llegando. Dijo que enviaría un ‘remís’ a buscarme. Acompañé a mamá hasta inmigración en el aeropuerto de Guarulhos, ella tomó un vuelo de vuelta a Bogotá, y a las tres horas yo tomé uno a Salvador. Hice una conexión a Ilhéus. A la salida del aeropuerto me recibió un señor con una sonrisa en la boca. «¿Qué, muy parecidos?» le pregunté. «Igualitos, solo que Eduardo es un poco más alto y tiene el pelo más largo», respondió.
Condujimos la hora de distancia hasta Itacaré, nos parqueamos frente a Posada Mandala, Eduardo me vio, se paró de la mesa y caminó hacia el carro. Nos paramos uno frente al otro y le dije: «Que locura, pero aquí estoy». «Me dije que no lo creería hasta que te viera», respondió. «Yo siempre cumplo lo que digo», añadí. «Eso me parece bárbaro, en Argentina serías una celebridad solo por eso», agregó.
–¿Qué te produjo estar frente a él?
–Era muy extraño. Me dí cuenta de cómo me ve la gente. Teníamos los mismos gestos y expresiones, la misma cara de malevos que hace que nos paren en todos los aeropuertos del mundo. Esa noche Eduardo me invitó al lanzamiento de un disco de unos amigos suyos y mientras esperábamos me dijo que estaba preocupado ya que tenía a un narcotraficante colombiano alojado en su posada desde hacía veinticinco días y no le había pagado un solo real. Me confesó que el hombre, un tipo llamado Julio Álvarez Escobar, quien decía ser el sobrino de Pablo Escobar, le había pedido que le prestara la cuenta bancaria para que le consignaran diez mil dólares. Le pregunté a Eduardo si lo estaba pensando y me dijo que sí, que así podría cobrar lo que le debía por el hospedaje. Le dije a Eduardo que lo hiciera si es que quería acabar con una orden de captura por lavado de activos o narcotráfico. «Estás siendo ingenuo», me atreví a decirle. Respondió diciendo que era un poco ingenuo. Esa noche estábamos sentados con una familia de Barcelona en la mesa y Julio pasó con actitud arrabalera. Patio la puerta de su cuarto, la cerró de un portazo, salió de nuevo a la calle de tierra y gritó: «!Rasta!». Un rasta lo siguió como sombra entre la penumbra y se fueron a esconder tras unos arbustos enfrente. «¿Qué hace Julio allá?», preguntó el papá de la familia de Barcelona. «Fumar marihuana. Fuma marihuana todo el día», respondió su hija de dieciséis años». Para mi era una situación muy incómoda ya que soy colombiano y escribo en El Tiempo, de forma que me fui a dormir con cierta zozobra. Mi cuarto quedaba al lado del suyo y lo podía escuchar tosiendo, escupiendo y yendo al baño. La posada era rustica y el ruido alcanzaba a colarse por el espacio entre el muro y las tejas.
–¿Y si era sobrino de Escobar? –pregunta Steve afilando la mirada.
–Ni idea. Eso le dijo a Eduardo –añado desacelerando ante una nueva curva. La carretera sigue bordeando el mar junto a un nuevo risco–. Le aseguraba que Pablo Escobar no estaba muerto sino que vivía escondido en el interior de una montaña en Suiza –añado levantando la ceja–. Al parecer Julio le llegaba con un cuento diferente a cada persona.
–¿A ti también te lo dijo?
–A mi no –respondo negando–. A la mañana siguiente llegó al desayuno con el pecho desnudo. La joven de Barcelona le dijo que yo era un escritor de Colombia. Él apoyó sus brazos gruesos en la mesa de roble, se hecho hacia delante y clavó sus ojos en los míos. «¿Y vos que escribís, o qué?», preguntó levantando su barbilla. «Novelas, cuentos, crónicas, artículos de opinión». Me paré de la mesa y fui a buscar una copia de «Unos duermen, otros no», mi segunda novela. La ojeó con desconfianza pero luego de un momento pareció que eso había roto el hielo. Le entró una llamada de su esposa italiana y empezó a hablar una mezcla de italiano, portugués y español, que no era ninguna de las tres lenguas. Se levantó y fue a su cuarto. De vuelta al mío le mostré la novela por entre la ventana abierta y le pregunté si quería la copia. Asintió aún con el celular en la oreja. Le pregunté cómo era su nombre completo y me sacó la fotocopia de una cédula colombiana en la que aparecía la foto de un afro-colombiano. Intenté disimular mi sorpresa, él no era afro-colombiano, su aspecto era más bien aindiado. Le dediqué el libro y me fui a leer a la hamaca. Al poco tiempo llegó con un libro de John Grisham. Dijo que me lo regalaba ya que yo le había regalado el mío. Ese fue el final de mi preocupación en ese sentido –digo entrando en un nuevo túnel. Nos saca del otro lado de la montaña junto a un nuevo risco que bordea el mar.
–¿Eduardo que decía?
–Para él era muy incomodo. Necesitaba sacarlo de su posada pero no sabía cómo. Julio era un tipo peligroso. Jugaba con Azahar, lo visitaban malandrines todos los días, mostraba con orgullo nueve tiros que se veían como asteriscos en su cuerpo. Decía que le habían hecho un atentado en Pereira. «A todos esos muñequitos que me mataron a mi mujer y a mi hija yo me los llevé después», me contó. Decía que había vivido en Italia, que había sido el jefe del cartel de Medellín en la costa noreste de los Estados Unidos: «llené de coca esa puta costa», alardeaba. Hablaba inglés como ‘gangster’, decía que había tenido un Lamborgini y un Ferrari. Tenía cosas finas: unos zapatos Louis Buiton, camisas Calvin Klein, una T.V. de pantalla plana en la que veía videos de música ochentera: Samanta Fox, Lucky Dubie, Roxette, REO Speedwagon. A Eduardo lo desesperaba pero yo compartía su gusto musical. Al cabo de unos días la T.V. se daño por la humedad del mar y la posada quedó en silencio. Para mi fue muy interesante ver algo así –agregó llevando la punta de mis dedos al pecho–. Era la postal de un narcotraficante fugitivo entrado en desgracia. Vivía de su pasado. Perdía la mirada en el vacío buscando en el mar todo aquello que había perdido. Muchos criminales se van a esconder al Amazonas y a la costa brasilera porque son sitios en los que no hay mucha vigilancia policial y pasan desapercibidos. Un día me pidió cincuenta reales prestados y le respondí que le estaba pidiendo dinero a la persona equivocada. Le recordé que era escritor y no tengo dónde caer muerto.
–¿Qué te respondió?
–Nada. ¿Qué podía responder? Esa noche me fui de rumba con él, con un suizo que estaba drogadísimo y con el cuidandero de la posada de al lado. Le ofrecí invitarlo a una cerveza. No aceptó. Dijo que cuando salía de rumba y tomaba, le gustaba hacerlo por lo alto. Contó que la última vez que había salido de rumba se había comprado una botella de whisky Buchanans y había terminado gastando quinientos reales.
–¿En serio saliste de rumba con él?
–Sí. Nunca en mi vida hubiera pensado en hacer algo así –digo frenando ante un mirador que yace ante un tercer túnel que rompe la montaña–. Pero lo hice. Las circunstancias lo permitían.
Lea la parte I y II de «Camino al volcán Izalco» en: www.eltiempo.com/participacion/escarabajomayor
Vea fotos en: www.eduardobecharanavratilova.blogspot.com
escarabajomayor@gmail.com
www.eduardobechara.com
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