Porto Alegre (I) – Crónica XVII – Por: Eduardo Bechara Navratilova
(Esta travesía no podría hacerse sin el patrocinio de Gótica Eventos, Damovo y Hanna Estetics, Bogotá)
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Eu escrevi um poema triste
Eu escrevi um poema triste
E belo apenas da sua tristeza.
Não vem de ti essa tristeza
Mas das mudanças do Tempo,
Que ora nos traz esperanças
Ora nos dá incerteza…
A Cor do Invisível
Mario Quintana
Me gusta salirme de las rutas convencionales de viajeros ya que ahí es donde uno conoce el verdadero país. Compro un pasaje a Tramandaí y me devuelvo al camping en donde desmonto la carpa.
– ¿Te vas? – me pregunta Pablo Cesar.
– Sí.
– Para Atlántida.
– No.
Camino a la Terminal y tomo el bus que sale al poco tiempo. La tarde muere sobre la carretera. Hace más de 24 horas llueve y aún cae una llovizna tenue. Abro el libro de Gibrán y lo cierro. Miro la oscuridad pensando que el dolor de una mala decisión no es causado por la decepción que genera la elección, sino por el remordimiento que te llena de rabia al saber que la otra elección era la apropiada. Vuelvo a la noche que pasa de largo afuera de la ventana.
Le di mi cuarto a la abuela porque tenía baño. Me fui al cuarto de huéspedes, en donde colgué mis cuadros y lo ambienté a mi manera. Al principio todo parecía normal. Ella leía algunos libros, cantaba canciones en checo y cuando me alistaba para salir de rumba, preguntaba: – ¿A quién vas a ir a enamorar? -. Después vinieron los síntomas. Una mañana amaneció orinada porque no había encontrado el baño por la noche, empezó a preguntar quién le había robado el reloj cuando lo tenía en la muñeca y un día, pelando una zanahoria, se desmayó cuchillo en mano de cara contra el piso de la cocina.
– Menos mal pude desviar el rumbo del filo – dijo papá consternado mientras la cargamos inconsciente hasta la cama. Cuando se despertó habló en un idioma inteligible que no era checo y luego se puso a llorar. Su cuerpo se fue debilitando y sus delirios se hicieron cada vez más extremos.
El bus llega a Tramandaí a las ocho. Me bajo en el centro y camino a un hotel cualquiera en el que me hospedo.
– ¿El carnaval? – le pregunto a una joven que atiende la recepción.
– El carnaval ya terminó.
Salgo a comer algo a una calle llena de jóvenes que prolongan los últimos momentos de fiesta. Algunos pasan hablando entre su grupo de amigos, otros beben cerveza sentados en el andén, una pareja se da un beso y el resto de entusiastas entran a un centro comercial concurrido en el que hay unos cines y un boliche que se anuncia desde afuera. Veo la movida calle desde la ventana de un restaurante en el que pago 16 reales por pedazos ilimitados de pizza. Los meseros pasan con bandejas ofreciendo sabores variados en los que se encuentra hasta una pizza de chocolate con fresas. A los 10 minutos ya estoy lleno. Vuelvo al hotel, prendo el televisor y miro algunas imágenes en las que está una cantante brasilera animando a miles de personas en el carnaval de Bahía.
A la mañana siguiente camino al río en donde hay algunas personas pescando con largas cañas desde un puente y desde algunos balcones suspendidos sobre el agua. Bordeo la orilla por un barrio de casas coloridas, hasta llegar a la playa en donde veo el mar de color marrón en el que se están bañando algunas personas, bajo el brumoso horizonte en el que se ven buques anclados. Camino la playa viendo a unos niños jugar fútbol, le tomo una foto a una pareja que pasa caminando por enfrente y respiro el olor del océano hasta que empieza a llover de nuevo y me veo obligado a devolverme por una calle central en la que hay viejos edificios de cuatro y cinco pisos a lado y lado. Recojo mi mochila en el hotel y camino hasta la Terminal en la que tomo un bus rumbo a Porto Alegre, en medio de un paisaje verde de lomas no muy altas que atravesamos.
Esa noche llegue tarde del gimnasio. Papá, Mamá y Daniel estaban con cara de acontecimiento.
– ¿Qué pasa? – pregunté.
– Ve y miras a la abuela – dijo papá.
Su cuerpo estaba desgonzado a mitad de cama. Movía la mandíbula hacia arriba y abajo como un autómata, y miraba al infinito con ojos que ya no eran de este mundo.
– Babitcho – le dije, siempre sonreía cuando le decía abuela en checo. No respondió nada. Me senté a su lado; para ese momento todos la rodeábamos. La toqué para ver si reaccionaba. Se sacudió un poco; siguió mirando el infinito asombrada por lo que estaba viendo, dejó pasar un par de segundos y exhaló un suspiro que nos dejó a todos en vilo. Sus gestos de dolor se disiparon y su cara se tornó inexpresiva. Mamá se echó a llorar y papá dijo: – Abuela te queremos mucho, te queremos mucho -. Daniel tomó su mano y la llevo a su pecho repitiendo la frase de papá. Luego se levantó y abrazó a mamá quien me miraba con ojos que indicaban el final de una época.
Llego a la estación de Porto Alegre y camino a la información turística en la que conozco a una alemana que me dice que consiguió un hotel por 15 reales. La sigo hasta allá entre una calle sucia, abarrotada de personas. Llego al hotel en el que me dan un cuarto en el último piso, que da a una calle ruidosa. Bajo y una mujer que está en la recepción se ofrece a llevarme hasta donde cambian dólares. Voy con ella y luego caminamos por la rua dos andradas hasta la casa de cultura, cuyo edificio hace años era un elegante hotel.
– No te devuelvas muy tarde. Es peligroso – me dice.
Nos despedimos. Una joven que atiende me da unas postales con poemas de Mario Quintana, me regala un mapa de la ciudad y me averigua la fecha en la que juega el Cúcuta Deportivo contra el Gremio. Vuelvo al hostal y subo los cuatro pisos hasta el cuarto. Abro la puerta y entro percibiendo un olor a humedad que invade mi nariz. Miro alrededor buscando una toma en la que pueda conectar mi computador en el espacio de 2 X 2. Me acuesto un segundo en la cama y me doy cuenta que el techo tiene un hueco dentro del cual hay un pedazo de sábana que se mueve con el viento. Me levanto y veo que al armario se lo están comiendo las termitas. Saco mi cara por la ventana para escapar del olor a humedad y veo a una prostituta en minifalda, exhibiendo sus gordas piernas. Salgo a la calle. Es de noche. Camino algunas cuadras con sentimiento de inseguridad, hasta que llego a un hotel cerca de la Terminal de buses en el que me cobran 60 reales, pero tiene aire acondicionado y conexión a Internet directa en el cuarto. Lo pago. Me devuelvo al otro hotel por las oscuras calles del centro y le digo a la persona que atiende que no me voy a quedar ahí.
– Igual tienes que pagar – dice. Discutimos. Al final me devuelve 7 reales de los 15. Me instalo en el otro hotel y hablo con mis papás.
– ¿Qué tal es Porto Alegre? Cuando yo vivía en Brasil se decía que era una ciudad alemana muy bonita – dice mamá.
– Aún no la he visto bien, pero a primera vista me parece sucia y desordenada.
– Que tristeza, así es como se volvieron todas las ciudades brasileras. ¿Los patrocinadores ya te dieron alguna plata? – pregunta cambiando de tema.
– No.
– ¿Qué vas a hacer?
– Aún tengo el dinero de la venta de mi carro.
Al día siguiente me levanto temprano y camino hasta el mercado público, ubicado en una gran edificación clásica pintada de amarillo al lado del puerto. Desde la rua dos andradas es posible verla, con las grúas de fondo elevando sus brazos sobre el horizonte. La peatonal está abarrotada de gente que camina en una y otra dirección. Llego hasta una plaza adoquinada en cuyo piso hay figuras ondulares formadas por piedras de color blanco y negro, a la vieja usanza portuguesa. Sigo derecho por la peatonal que en ese punto cambia de nombre a rua da praia, observando algunas fachadas clásicas que ahora lucen viejas. Muchas de ellas tienen parches negros de humedad que denuncian su descuido. Otros edificios estatales, como uno del ejército, me dejan imaginar el esplendor de otra época. Sigo adelante observando las fachadas de arquitectura portuguesa pintadas de diferentes colores hasta que la calle se acaba y llego al canal de los navegantes, desde donde se observa la Isla da pintada. El día está sombrío y las primeras gotas de agua se insinúan. Me siento a ver la laguna Guaíba, al lado de una joven mulata que pierde sus ojos en el agua. En una segunda mirada puedo ver que llora. Saca un paraguas y continúa observando el infinito. Me levanto y le tomo una foto a la Usina do gasômetro, una vieja construcción de una termoeléctrica inaugurada en 1928, que tiene una chimenea de 107 metros y que en la actualidad sirve de centro cultural de la ciudad. Unos barcos turísticos que hacen paseos en el verano descansan amarrados a un muelle. La bruma se apodera del horizonte y decido volver por otra calle hasta llegar a la catedral cuya cúpula y campanario de color café sobresalen desde lejos. Camino hacia ella cruzando la plaza de la Matriz, en la que hay un monumento en honor al gobernador Julio Prates de Castilhos, construido por Décio Villares, quien también hizo el diseño actual de la bandera del Brasil. Al lado de la catedral resalta el palacio Piratini, la cede del poder ejecutivo, que fue construido con arquitectura estilo Luis XVI por orden del mismo Júlio Prates, para expresar la fuerza política del estado. Del otro lado de la plaza está la asamblea legislativa y el palacio de justicia, en cuya pared hay una enorme escultura en bronce verde de una mujer en túnica con un libro y una espada. Hacia el norte de la plaza está el teatro Sao Pedro de estilo barroco portugués inaugurado en junio de 1858, época en que Porto Alegre se denominaba Provincia de Sao Pedro. En su visita a la ciudad en 1820, el biólogo francés Auguste de Saint Hilarie, escribió en su diario, que el paisaje de la plaza de la Matriz constituye uno de los lugares más peculiares y encantadores del mundo. Vuelvo al mercado para darle un vistazo desde cerca, pero salgo corriendo por diversos olores pestilentes a pescado reconcentrado y a cloaca. Desde ahí parte una línea de tren de cercanías por la que se mueven muchas personas que trabajan en el centro pero viven en los suburbios. Frente al mercado hay una enorme plaza en la que se percibe un gran desorden de personas que la cruzan y de otras que la habitan desarrollando diferentes actividades comerciales. A su lado hay una hermosa casa restaurada de principio de siglo, pintada de verde y gris. Me acerco a ella y veo que sirve de restaurante. Está rodeada por una reja que protege a los comensales de los vendedores ambulantes y vagabundos que pululan y pasan pidiendo dinero. Entro y pido un pollo a la plancha con arroz y ensalada caprece. Desde su terraza puedo ver el flujo constante de gente que pasa. Una mujer se acerca a la reja con un hijo en sus brazos y otros dos pequeños que la acompañan. – Tenemos hambre – dice estirando su mano. El mesero le indica que se vaya. Diagonal a ese punto se eleva un edificio de ladrillos en obra gris, de unos veinte pisos que se quedó a mitad de camino. El color ocre está negreado y en algunos puntos es posible ver soportes de hierro oxidados por el aire, en un juego de cubos, rectángulos y diversas formas geométricas que destruyen la visual, pero por otro lado, hacen pensar en la estética de lo grotesco. Frente a ese edificio pasa una calle peatonal que está tomada por carpas de vendedores que amarran los improvisados tejados de plástico por piolas y amarres desde cualquier poste, árbol o señal de tráfico que se pueda, formando un juego de colores naranja, amarillo, azul y negro. Salgo del restaurante y me acerco. Hay gente vendiendo oro en las calles, otros comprando, hombres ofreciendo hacer piercings y tatuajes, chancletas, paraguas, vestidos de todos los tamaños, camisetas de fútbol, muñecas, lapiceros, tijeras, carros de juguetes, transistores, carcasas de celular, correas, pilas, calculadoras, ollas y sartenes. Camino por entre los estantes improvisados debajo de las sombrillas, plásticos y lonas, viendo como todo el mundo intenta ganarse la vida como puede. Me acerco a un hombre moreno que luce una camiseta del Gremio, sentado en una silla al lado de un estante de cartón que sostiene unos juguetes. Le explico lo que hago y pregunto: – ¿No tienen miedo que los saquen por invadir el espacio público?
– Nosotros estamos legalmente fiscalizados, pero esos que están ahí si deben tener – me dice, señalando a unos vendedores ambulantes que cargan estuches improvisados de madera y metal en los que hay diversas gafas y CD’s piratas.
– Puedo tomarle una foto.
– Está bien. No tengo nada que esconder -. Se la tomo y se la muestro. – Toma otra, allá en tu país van a pensar que en Brasil parecemos orangutanes -. Esta vez medio sonríe.
Me acerco a uno de los voceadores que publicita ventas de películas. Me mira con desconfianza. Le explico quien soy y le pregunto si tiene miedo. Al final termina diciendo que es un simple voceador y que no está haciendo nada. – ¿No quieres un CD? – pregunta.
Voy al otro lado de la plaza en donde está la prefectura municipal en un edificio clásico que tiene una torre con reloj, junto a unas estatuas en mármol que contrastan con otra de una mujer con un niño en las manos y una corona de espinas, situada en uno de los bordes del techo. La construcción es de color ocre y en ella se destacan columnas blancas y marcos a media punta pintados de verde, en una combinación de matices que termina en un palco central en el que penden las bandera del Brasil, la de Rio grande do sul y la de la propia municipalidad, ondeando de frente a una fuente en baldosas de porcelana invadida por palomas.
Camino por otra calle peatonal al hotel, entre todo tipo de comercio callejero. Veo almacenes de ropa económica, panaderías, farmacias, servicios eléctricos, compraventas, ferreterías, ventas de animales, pericos, conejos y hasta calzones de un real. De noche me duermo pensando en que la vida de los humanos es tan salvaje como la de los animales. Así como en el reino animal se comen unos a otros, en el reino de los hombres cada quién tiene que comer de las necesidades del otro.
Esta historia queda en continuará…, porque el mundo es mejor verlo con los propios ojos que por el Discovery Channel. (Las publicaciones se harán los martes y jueves aunque su periodicidad no puede garantizarse dada la naturaleza del viaje). Para ver más fotos del viaje diríjase a las páginas www.eduardobecharanavratilova.blogspot.com y www.brasilendosruedas.blogspot.com Agradecemos a los siguientes colaboradores: Embajada brasilera en Colombia, Ibraco (Instituto cultural de Brasil en Colombia), Casa editorial El Tiempo, eltiempo.com, Avianca, Gimnasio Sports Gym y la revista Go “Guía del ocio”.
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