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Nota al lector: Esto no es ni una guía turística ni un manual de viajero.

 

Liberarse siempre es un acto de valor; no importa la circunstancia. Te hace sentir fuerte pero al mismo tiempo te roba algo. Atrás se queda una parte de ti que jamás volverá, un aire que era tuyo pero que ya no es. Entonces piensas: vendrán otros aires, otros rostros, otros paisajes, todo será nuevo. Es cierto, pero eso no te importa porque en tu huida parte de ti se muere. Se queda con el viento, con la arena, con las olas, en las malditas fotos que vuelves a mirar una y otra vez, pero después guardas en algún cajón o fólder escondido para no verlas nunca. No quieres acordarte de esa pequeña muerte que dejaste atrás pero que está ahí como tatuaje que te marca para siempre.

 

Estás hablando en clave; vuelves a filosofar. Tu nunca me entiendes, no te das cuenta que dejar todo esto atrás me pone sensible. Te has vuelto un masoquista, un llorón. ¿Qué sabes tú del amor? Se que te puede destruir o reivindicar, todo depende. Dime ahora quién es el que está hablando en clave.

 

Una nube negra que se aproxima del sur deja caer las primeras gotas sobre el entablado. El mar se cubre de lluvia al tiempo en que algunas personas en la playa buscan refugio. Me siento en una de las mesas de la pizzería de la ‘Fazenda Verde’ y pido una cerveza. Los últimos surfistas salen del mar justo antes de que los rayos dejen caer su furia.

 

El mesero trae mi cerveza. Debe tener unos treinta y cinco años. Es de rostro huesudo y cuerpo atlético.

 

– ¿De dónde eres? – le pregunto.

 

– De Río de Janeiro.

 

– ¿Qué haces aquí?

 

– Vine por el surf unas vacaciones y aquí me quedé.

 

– Lo supuse. ¿Y los otros meseros?

 

– Todos están aquí por el surf.

 

Tomo mi cerveza viendo las gotas caer como gruesas agujas que lo cubren todo. El panorama colorido es ahora una combinación de grises que le roban el brillo a la playa. El viento sacude el techo de paja chisporroteando el agua hasta mi mesa. A mi lado una pareja se toma un trago resguardada contra una esquina en donde no alcanzan a llegar las  gotas que la ventisca levanta. Se dan un beso y luego se miran con ternura inclinando la cabeza hacia un lado. En otra mesa, ubicada un par de metros más allá, un hombre de edad come pizza con su mujer.

 

Quisiera gritarle al océano, decirle: ¡Todo me importa un culo! No puedo, estaría mintiendo. Supongo que no soy un buen asesino, lo pensaría tres veces antes de apretar el gatillo. Esa maldita indecisión es la que te tiene hecho un llorón. Qué quieres, que lo mate todo; no te has dado cuenta de que no puedo. Sí, ya me di cuenta de que no vas ni para adelante ni para atrás. Por lo menos me estoy yendo de esta playa. Nunca debiste volver. ¡Maldita sea! Deja de atormentarme.

 

Pido otra cerveza y la bebo a medida en que la nube se descarga. Un olor a madera mojada y vegetación inunda el ambiente. Unos surfistas que aguardan debajo de una choza de paja situada junto a la caseta de los salvavidas, se lanzan al mar una vez que la tormenta se acaba tan rápido como comienza. Termino mi cerveza, la pago y me hecho playa arriba en dirección a la punta norte. El mar recupera su color aunque una espesa bruma cubre parte del horizonte. Una carreta halada por dos búfalos vuelve a la playa guiada por un hombre.

 

Sigo caminando hasta que me topo con un pescado plateado que la violencia del mar arrojó hasta la orilla. Le tomo una foto y sigo adelante viendo un gran columpio de madera, en el que una mujer se impulsa parada sobre una tabla. Se balancea como un péndulo sujeta a unas sogas que dan contra un tronco que sirve de biga central.

 

Llego hasta la punta en donde algunos surfistas mar adentro montan unas olas que rompen con fuerza. El sonido del océano embravecido se acentúa cerca de los riscos. Del otro lado de la montaña está Praia Vermelha. Doy los primeros pasos y subo por un camino de tierra en el que se resbalan mis zapatos. Me sujeto a los troncos de unos matorrales y asciendo. El dolor de la hernia se acentúa, pero sigo adelante hasta que la perspectiva del paisaje va cambiando. El grupo de sufistas parece una bandada de aves negras y extrañas flotando en el agua. Un conjunto de grandes piedras claras que yacen como monolitos enormes, resalta contra la vegetación y el agua.

 

Respiro profundo; el aire puro infla mis pulmones. Lo boto y vuelvo a respirar viendo el paisaje abierto ante mí. Permanezco ahí un rato sumido en una melancolía que me atormenta. Quisiera estar bien pero no puedo. Todo vuelve a mí como un hechizo maldito del que no logro escapar. El victimario retorna con toda su corte de opresores y veo a Tatiana una vez más en aquel angustioso año nuevo, la veo de cara a la ventana del carro en la laguna de Conceiçao y aquí en Praia do Rosa, con su rostro de amargura y dolor.

 

Sigue caminando, siempre que paras a mirar el paisaje en estas montañas te pones así. Qué quieres que haga, he intentado no pensar en ello. Por eso, sigue adelante, deja de alimentar el dolor, lo que fue, fue, pertenece al pasado, tienes que mirar al frente, ya veremos qué pasa. ¿De un momento a otro te volviste condescendiente? Qué quieres, estoy aquí para ayudarte. No estoy seguro, hay conciencias que llevan al suicidio.

 

Sigo adelante hasta llegar a la cima. La cadena montañosa se prolonga hacia el norte formando bahías contra el océano. Una nube de mosquitos me persigue y continuó por el camino descendiendo por un acantilado al lado del cual una pequeña Virgen yace solitaria. Praia Vermelha se dibuja ante mis ojos y puedo ver su corta extensión de arena cobriza. Me topo con un par de argentinos que vienen subiendo con una tabla de surf y veo a un surfista abajo que monta olas en la solitaria playa. Desciendo un poco más hasta que decido volver. Bajo por la resbalosa superficie de barro, camino por la playa en donde un hombre es ahora quien monta el columpio gigante, paso al lado de un fotógrafo que le toma fotos a unos surfistas con una cámara montada en un soporte, subo bordeando la ‘Fazenda Verde’ hasta el ‘Engenho do Rosa’, cierro la puerta, me baño, me visto, salgo a una noche que cae y camino hasta el centro donde me conecto a Internet.

 

Mañana me voy – le escribo por el chat a Tatiana // ¿A dónde? // Florianópolis… Sigo pensando en todo lo que pasó // ¿En serio? // Sí, no me deja en paz // Ya lo metiste todo dentro de una bolsa plástica y le prendiste fuego // No puedo, tu me hiciste demasiado daño // Por qué me haces esto // No sé, sólo te digo lo que siento.

 

Flavia se me acerca y me dice que está cerrando la tienda.

 

Tengo que irme // Me vas a dejar así // Tengo que irme // No me dejes así // Lo siento.

 

Supongo que la vida es así, un continuo de momentos que te iluminan o te destruyen. Te deja probar ambos lados para que no te sientas invencible, un superman ambulante que camina como desfilando sobre una pasarela.

 

Salgo de la tienda con un nudo en la garganta. Por lo menos me voy de aquí. He estado una semana pero me parece un año. Las crónicas se han ido a la mierda así como todo lo demás. Subo por la calle principal hasta el albergue en donde me pido un ‘prato feito’. Lo espero invadido de una alegría repentina que me desborda al pensar que no estaré aquí mañana. Revuelvo los frijoles negros con el arroz y la ensalada, bañándolos en un compuesto que tiene 40% de aceite de oliva, y me lo como en compañía de un filete de pollo. Pago y me voy.

 

El cielo está cubierto de nubes, aunque es posible ver estrellas del otro lado del hemisferio. Llego a la posada y me topo a Daniel, quien me invita a una casa contigua, donde se acaba de trastear. Tiene una sala espaciosa en la que hay un par de sofás y otros asientos de bambú bien acolchonados, un equipo de sonido y algunas decoraciones tropicales que incluyen móviles hechos con conchas, un cenicero de estrella de mar y otras cosas por el estilo. En la cocina, incorporada al resto del ambiente, está su mujer embarazada preparando la comida. La saludo viendo que su barriga está a reventar. Nos sentamos afuera. Daniel trae unas cervezas y me cuenta que esa casa la arriendan en alta temporada. Una oruga verde sube cadenciosa por una de las patas de la mesa. Le cuento que estuve en Praia Vermelha y me dice que pertenece a un millonario que vive en Porto Alegre. Le pregunto si hay alguna persona que sepa de leyendas en la zona y me dice que me levante temprano mañana y hable con Pedro, un pescador dueño de una tienda cercana a la que siempre voy a comprar pan, queso y yogurt. Terminamos la cerveza agobiados por los mosquitos, justo antes de que su esposa lo llame a comer.

 

Vuelvo a la posada. La ropa que dejé colgada en las cuerdas está completamente mojada. La exprimo y extiendo de nuevo. Empaco algunas cosas en la mochila hasta que me vence el cansancio, me quito la ropa y me acuesto en la cama. A mi mente llegan ecos lejanos, gemidos que oí en esa misma cama de una pareja de argentinos que hacían el amor. Tatiana y yo los escuchamos en nuestro cuarto, del otro lado de la pared de madera. Mi verga se empalma y bajo mi mano hacia ella. Recuerdo con claridad los gemidos, pienso en Tatiana, recuerdo la última vez que hicimos el amor en aquel sitio, la forma desenfrena en la que nos saciamos. Restriego mi verga con fuerza, me concentro en aquella imagen y luego pienso en otras mujeres de mi pasado.

 

 

Esta historia queda en continuará…, porque el mundo es mejor verlo con los propios ojos que por el Discovery Channel. (Las publicaciones se harán los martes aunque su periodicidad no puede garantizarse dada la naturaleza del viaje. Espere los jueves reportajes gráficos). Para ver más fotos del viaje y todas las crónicas, diríjase a las páginas www.eduardobecharanavratilova.blogspot.com y www.eltiempo.com/participacion/escarabajomayor Agradecemos a los siguientes colaboradores: Embajada brasilera en Colombia, Ibraco (Instituto cultural de Brasil en Colombia), Casa editorial El Tiempo, eltiempo.com, Avianca, Hanna Estetics Bogotá, Jugos Blast, Gimnasio Sports Gym y la revista Go “Guía del ocio”.

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