Las luces se encienden. El proyector se apaga.  Tres personas en la sala. Cada una, a su ritmo, se levanta pensativa y escasamente saluda a los demás. Con la cabeza en otra parte, estos tres desconocidos se encontrarán nuevamente cuando se encienda la luz en ocho días, como ocurre hace más de cuatro años.
Escenas como la descrita se presentan quizás todos los días en algún lugar semiclandestino en donde un grupo de cinéfilos con idénticas dosis de pasión, altruismo y ego; prepara una función perfectamente diseñada para un público que rara vez excede en número a los dedos de la mano. La pasión es su motor; el altruismo, su misión y el ego, la recompensa que se recibe cuando otro valora lo que a ellos más les gusta. 


Ser cineclubista es algo difícil de definir y, como cualquier logia, difícil de entender para el que nunca lo ha sido. Desde Riccioto Canudo, uno de los más famosos, hasta nuestro Andrés Caicedo, muchos hombres y mujeres de todas las épocas se han tomado espacios cerrados para inundar de luz una pantalla y compartir con otros una película que el gran circuito no tiene en cuenta porque «a la gente no le gusta».

Yo también fui cineclubista y pasé más de un año programando películas para un público tan reducido como leal.  Varios años después, ya me daba el «lujo» de tener salas de cine improvisadas llenas de espectadores ávidos de ver una película de la que nada sabían, pero que «debía ser buena» porque tenía el sello del cineclub, en este caso «El Perro Andaluz» de la Universidad de Medellín. Que el público vaya al cineclub sin saber qué película se presenta es el mayor indicador de éxito que se puede tener. 


Un cineclub, como cualquier club, es exclusivo y excluyente. En este caso podríamos decir que autoexcluyente, pues la actividad en sí misma aleja a grupos numerosos y desapasionados. Es difícil de definir, además, porque siempre ha rondado entre la clandestinidad y la ilegalidad, pues por lo general ni se cobra por la entrada ni e pagan impuestos y, aunque no lo parezca, siempre hay enemigos al acecho porque la formación de públicos es peligrosa para aquellos que manejan el negocio del cine.

Como a muchos cineclubes, a nosotros nos pasó que se quemara el proyector a mitad de la película, que la copia no fuera compatible con el aparato (se reventó la cinta del VHS o el DVD no fue leído), que se fuera la luz en la mitad, que entrara gente a sacarnos porque tenían reservado el auditorio, que no pudiéramos ver un final y hasta que nos mandaran una carta diciendo que el cineclub era ilegal y que era mejor cerrarlo.


Muchos intentos se han dado en el afán de consolidar el movimiento cineclubista.  Desde los viejos tiempos del cineclub Colombia, pasando por la Iguana (de la que fui parte junto a Iván Acosta y Álvaro Serje) hasta el nuevo movimiento de cineclubes con presencia en redes sociales; los cineclubistas han buscado agremiarse y es justo reconocer que se han logrado cosas importantes: publicaciones, encuentros, participación en eventos… pero como pasa con los proyectos que sólo se alimentan con pasión, estos tienden a ser lamentablemente esfuerzos fugaces. 

Yo también fui cineclubista y asistí como estudiante a las proyecciones de cine de la Universidad de Antioquia, combinando Fassbinder y Renoir con fiambre de arroz y huevo; también lo fui como profesor en El Perro Andaluz, en donde vi pasar varias generaciones que se formaron allí y que hoy llevan el cine en sus venas y lo sigo siendo de corazón cuando en mis clases o en lo que escribo recomiendo películas y llevo en mi cabeza la idea romántica de que lo que digo puedo ayudar a otro a abrir los ojos.  En este mismo momento, en alguna sala semidesierta, un espectador extasiado asiste a una clase con la luz apagada y los ojos puestos en una pantalla.

Espere la próxima semana: ¿Que nos venden las películas?

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4- Que no me guste la película no quiere decir que sea mala
3- El cine colombiano y los colombianos (II)
2- El cine colombiano y los colombianos (I)
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