El cine es un cristal que nos permite ver hacia afuera o hacia adentro. Es una ventana cuando nos muestra lo que hay al otro lado, aquello a lo que tal vez nunca tengamos acceso, y también un espejo que nos permite conocernos, vernos con claridad, identificarnos y, porque no, encontrar soluciones a males que nos aquejan. Este espejo, sin embargo, no siempre nos muestra el lado que más nos gusta. Aunque quisiéramos siempre lucir esbeltos y atractivos, el espejo es implacable cuando evidencia aquello que no nos gusta y nos avergüenza.
Además de entretener, el cine tiene que servir como válvula de escape, medio de denuncia y punto de reflexión de la sociedad. Como comenté en mi texto La otra Colombia (que pueden leer aquí) «Colombia no es una sola. A pesar de que todos sabemos que así es, es muy probable que la mayoría sólo hayamos conocido una: la Colombia del centro comercial, los partidos de fútbol, el reinado, los realities y las discotecas». Muchos de nosotros vivimos atrapados en una pequeña ciudad que delimitamos por nuestra zona de comfort. Conozco paisas que nunca han pasado de San Diego al centro y bogotanos que no conocen nada al sur de la 72.
Además de las zonas invisibles en Colombia, que sólo aparecen a veces como escenario de conflicto en los noticieros, nuestras ciudades tienen también zonas invisibles que más de uno quisiera esconder debajo del tapete para que nadie pueda mirarlas: Algunas comunas de Medellín, Ciudad Bolívar en Bogotá, el Distrito de Agua Blanca en Cali, el barrio Mandela en Cartagena, son sólo algunos ejemplos.
El cine colombiano ha servido para visibilizar algunas de estas zonas y vale la pena mencionar antecedentes importantes como Rodrigo D No Futuro de Víctor Gaviria y Chircales de Marta Rodríguez y Jorge Silva.
En septiembre de 2011 una película colombiana pasó con más pena que gloria por las carteleras y su invisibilidad fue tan grande como la del tema y la zona que quiso mostrar. Se trata de Silencio en el paraíso de Colbert García. En esta película se aborda el espinoso tema de las víctimas de los falsos positivos sin mostrar explosiones, ni hacer alarde de la vulgaridad y la ramplonería; exaltando el papel de los héroes cotidianos y denunciando una situación dolorosa y tan absurda que cuesta creer que haya sido real.
Ese mismo año, Alfonso Acosta dirigió el cortometraje Los niños buenos se acuestan temprano en el que escenifica una fiesta juvenil como telón de fondo para abordar el tema de las milicias urbanas y las amenazas a los jóvenes de barrios populares en Bogotá. De nuevo aparece un lenguaje sobrio y un tratamiento audiovisual limpio y respetuoso.
El pasado viernes se estrenó en el país la película Estrella del sur, ópera prima del joven director Gabriel González Rodríguez. La película aborda una temática poco trabajada en nuestro cine: La vida cotidiana de un colegio distrital ubicado en un barrio popular de Bogotá. A pesar de la crudeza de la realidad vivida por estudiantes y docentes, los valores que se oponen en la obra son los sueños de sus protagonistas y las amenazas que enfrentan diariamente para conseguirlos: Conocer el mar sin tener un peso, ser piloto sin «pinta» ni dinero, conquistar a la chica de los sueños que es la novia de un pandillero o educar en medio de la apatía de estudiantes y maestros.
Como en los casos anteriores, la película no elige el efectismo de las balas y las explosiones, ni mostrar las peripecias de los bandidos o el atractivo mundo narco; opta, por el contrario, por mostrar el tedio de la vida cotidiana, el miedo al peligro que acorrala y las historias de vida de gente que lucha por salir adelante y elige presentar a los victimarios como fuerzas oscuras sin rostro: Toda una lección para nuestros canales privados de tv.
El reparto de la película es realmente notable, pues pareciera ser una historia interpretada por los mal llamados «actores naturales» (personas sin formación actoral) pero sorprende ver que se trata de jóvenes actores sin gran figuración en la televisión pero con título profesional y amplia trayectoria. Sus actuaciones son tan profesionales que logran la tan codiciada «naturalidad» de los actores sin escuela.
La música es un gancho importante de la película, no sólo porque da ritmo y contexto a la historia, si no porque con su letra lleva parte del hilo conductor y contribuye a generar la tensión que aparece de principio a fin. La fotografía y el arte se confabulan para mostrar una Bogotá que pocas veces se ha visto tan gris, opaca como las expectativas y el futuro de muchas personas, fria y distante como muchos bogotanos, pero a la vez muy colorida de puertas hacia adentro en donde la pobreza se lleva con dignidad y color.
Buena propuesta ésta que llega a nuestra cartelera, para que conozcamos la ciudad desconocida, llena de gente buena que tiene que vivir sus días de formas que usted y yo probablemente ni imaginamos, pero que sueña, lucha y, en muchas meritorias ocasiones, logra volar alto y demostrar que la gente buena también escribe nuestra historia.
Espere en mi próxima entrega: Cine que crece con los espectadores
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