Somos bichos raros. Preferimos pagar por entrar a cine que descargar gratis en Internet; nos gusta concentrarnos en la sala en vez de comer y conversar; compramos una sola boleta y no pedimos el combo especial; disfrutamos de las películas y no sólo de ir a cine. Somos los cinéfilos y Hollywood nos tiene en vía de extinción.
Mucho antes del inicio formal del cine en 1895, las imágenes en movimiento habían hecho presencia en ferias y carnavales fascinando a grandes y chicos con la «magia» que permitía ver imágenes moviéndose en pequeñas secuencias. Aquellos primeros aparatos tenían excéntricos nombres como Phenakitoscopio, Zootropo o Taumatropo y con los años muchos de ellos se han convertido en juguetes (estoy seguro de que, sin saberlo, usted también ha jugado con alguno). 

A pesar de que el cine es industria y entretenimiento, los gobiernos de muchos países, los realizadores y los mismos estudios de Hollywood, han entendido que las películas son también el séptimo arte y su presencia es fundamental para preservar la identidad y la memoria de los pueblos.  Esto ha permitido que desde el inicio se hayan contado grandes historias, construido personajes inolvidables y abordado temas importantes para muchas generaciones.
La semana pasada Lucas y Spielberg, los grandes gurús de Hollywood, han hecho mención públicamente de la crisis de la industria y estos problemas van más allá del andamiaje industrial. A pesar de que la piratería avanza sin control y mucha gente prefiere ver las películas gratuitamente y en la comodidad de su casa, el problema está en las historias. Hacer cine para el gran público no debe consistir en hacerlo de baja calidad.
Desde hace más de una década, los estudios decidieron centrar sus esfuerzos en hacer inversiones «seguras» propiciando el avance de la tecnología de los efectos visuales para producir películas deslumbrantes, protagonizadas por estrellas y basadas en fórmulas narrativas que habían funcionado en el pasado.  Es revelador descubrir, por ejemplo, que el 88% de las películas más taquilleras de la historia (sin ajuste a la inflación) son secuelas, precuelas o remakes de películas anteriores, adaptaciones de «best sellers» de la literatura o de comics (aquí hablo de este fenómeno).
Hoy las buenas historias están en las series de tv norteamericanas.  Mientras el cine replica fórmulas y se centra en los efectos especiales; la televisión cuenta con los mejores guionistas de la industria y cada vez es más común que los actores del star system aparezcan allí, algo impensable hace algunos años por quienes han despreciado históricamente la pantalla chica.
Hollywood hoy vende experiencias, más que películas.  Se trata de asistir a la sala para disfrutar de los efectos visuales de una realidad creada por computador y filmada frente a una pantalla verde. El efecto en el público es el de los primeros años: Deslumbramiento.  El espectador que Hollywood desea se fascina con el cine y no con las películas,se entusiasma con la forma y no con el contenido, disfruta la experiencia pero poco le importa el relato y así no se construye cinefilia. No se trata, por supuesto, de alabar al cine arte, a veces tan aburrido, pero el viejo Hollywood también se avergonzaría de lo que sus nietos hacen hoy.
Hay varias clases de cinéfilos: Algunos recitan los diálogos de las películas, se disfrazan y compran costosos juguetes conmemorativos; otros conocen el estilo de los directores y entienden los símbolos y códigos de los films y otros más están al tanto de los premios, la taquilla y las características de los actores más relevantes.  Todos somos muy distintos pero tenemos en común nuestra pasión por las historias.
Si usted es uno de nosotros seguramente no recordará con nostalgia una explosión ni la prótesis de ojo de un personaje, pero sí aquella historia que lo conmovió, el personaje que lo cautivó o lo que aprendió sin saber mientras se divertía. El cine es entretenimiento, pero definitivamente no tiene porque ser superficial. La cinefilia, puede degenerar en cinefagia (devorar películas), cineacaparamiento (coleccionar películas) o en algo más grave como lo que enfermó a Andrés Caicedo: cinesífilis.  Lo peligroso de esta condición es que los enfermos somos felices y no nos queremos curar.


Espere en mi próxima entrega: El cine más allá de las crispetas

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