Un festival suele relacionarse con fiesta y alegría y Cartagena puede asociarse también con las mismas palabras; pero para quienes cada año asistimos a su festival de cine, la fiesta no tiene que ver con las olas, el bronceado y la playa sino con ver, hablar y compartir alrededor del cine y sus películas.
Esta semana me puse la tarea de escribir un texto que describiera mi más reciente participación en el Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias (actualmente conocido como FICCI), pero dada la poca cantidad de películas que pude ver (una lástima, sin duda) decidí reenfocarlo para comentar lo que ha sido mi experiencia durante dos décadas de asistencia ininterrumpida a este festival que, más allá de ser el más antiguo y uno de los más importantes de Latinoamérica, trae gratos recuerdos y sentimientos para la mayoría de los que por allí hemos pasado. Aclaro que debo escribir en primera persona, porque mis recuerdos, opiniones o percepciones son estrictamente personales. Con este recuento quiero, además, dar mi punto de vista sobre las fortalezas, debilidades y oportunidades de mejora de este gran festival que en los últimos años ha experimentado un nuevo aire.
En veinte años he ido al Ficci como periodista, jurado, cineclubista, tallerista, autor de libros, miembro del comité de los premios de televisión y realizador de cortometrajes. Cada nuevo rol y acreditación trajo consigo una experiencia distinta que me permitió escuchar comentarios sobre mis producciones, compartir conocimientos y aprender del público y de los conferencistas, ver trabajos maravillosos y tener el dilema de decidir los mejores y conocer personas y proyectos que cambiaron mi forma de ver el cine y la tv.
Asistí por primera vez al Ficci cuando la sigla aun no existía y en su nombre estaba presente también la palabra «televisión», dada la dinámica de los premios India Catalina que, entonces, atraían las cámaras y la farándula nacional durante el primer fin de semana del evento para dejar el lunes a los cinéfilos asistiendo a funciones casi solitarias en los antiguos teatros de Getsemaní. Fue en 1998 y desde entonces me enamoré de la posibilidad de asistir a una de las ciudades más bonitas y soleadas de Colombia para, paradójicamente, huir al sol y refugiarme en las sombras de películas que, de otra forma, no podía ver. El festival tenía entonces la mística de las películas, principalmente latinoamericanas, pero vivía a la sombra del glamour de los premios de la tv y la participación del público local y nacional era escasa.
En uno de mis primeros viajes, me ocurrió algo macondiano. De los 10 días que duraba, decidí asistir los cuatro últimos, pero al llegar a la sede principal me informaron que el festival ya se había acabado por una razón desconcertante para cualquier cachaco: «Porque ajá». A pesar de todo, pude disfrutar de algunos clásicos del cine en la gran pantalla y de encontrarme con otros despistados que, como yo, tuvimos que resignarnos a hacer nuestro propio festival. Esta anécdota ilustra el talante del evento de entonces: desordenado, con poca participación, pero una cierta mística que permitía que todos nos encontráramos cada año y nos sintiéramos especiales por hacerlo. El festival presentaba películas en pocos teatros, cercanos entre sí, y era común encontrarse siempre con las mismas personas, lo que motivaba una cerveza para hablar de las películas y los proyectos. En los primeros años vimos morir a tres hermosos teatros que nos recordaban al «Cinema Paradiso» de Tornatore: El Bucanero, el Cartagena y el Calamarí, lugares de una arquitectura mágica, cuyas ruinas permanecen como vestigio de otros tiempos de la ciudad.
Durante muchos años, el centro de convenciones fue la sede y uno de los dos sitios más importantes de encuentro (el otro era el Hotel Caribe). Allí pasamos horas congelándonos con el aire acondicionado en una ciudad de sol radiante, viendo unas cuantas películas y preparándonos para las fiestas y eventos sociales que nos permitían conocer a los invitados y reencontrarnos en el caribe con colegas que vivían en nuestra ciudad y a los que nunca veíamos. De aquellos tiempos recuerdo que existía un solo presentador, que con voz acartonada de locutor de antaño anunciaba las películas, los invitados y los premios. Este señor se convirtió en la voz del festival y la introducción de la canción «Flash» de Queen fue la banda sonora de aquellas versiones del evento.
El festival permanecía en los afectos de quienes año tras año asistíamos a la cita de marzo y pasábamos por alto los problemas de desorganización con tal de disfrutar de la fiesta del cine; pero el modelo no funcionaba bien y el esplendor del que oímos, más que vivirlo, había quedado atrás. La reinvención del certamen, que trajo consigo un nuevo nombre, era necesaria. Asistimos entonces a una renovación profunda que implicó mejoras sustanciales en la curaduría de las películas, aumento de títulos y secciones, mayor cantidad de espacios y una programación tan nutrida que el tiempo ya no alcanzaba y siempre quedábamos con ganas de más. El crecimiento trajo consigo a invitados de prestigio, medios internacionales y películas de renombre, pero también, en ocasiones, un sentimiento incómodo de dispersión. A un festival se va a ver películas, por supuesto, pero también para encontrarse con la gente, hablar de proyectos, hacer alianzas, buscar financiación y soñar con un país cinematográficamente viable.
El ficci ha recuperado su esplendor de otros tiempos. La curaduría nos trae al país aquellas gemas ganadoras de festivales (que solo veremos una vez), ha abierto espacios para que la industria se encuentre y se construyan puentes de colaboración, y en la sección académica ha brindado la oportunidad de conocer y escuchar a los protagonistas del cine mundial. Su crecimiento, sin embargo, implica retos fundamentales que es menester emprender cuanto antes en la tarea de mejorar la logística y reducir la desazón que queda al poder ver pocas películas diarias (este año el número se redujo a solo dos) o quedarse por fuera de la presentación del personaje por el que hiciste una larga fila. Mejoras importantes en la logística de un evento cada vez más grande y en la comunicación con todos los públicos del festival son también urgentes para que todo lo logrado no se pierda con pequeños detalles que pueden ir creciendo en cada nueva versión.
Veinte años después, el público cartagenero no va al festival, es el festival el que va a sus barrios. Los premios de televisión son más incluyentes en sus categorías, dejando poco a poco la imagen de evento farandulero y sesgado para concentrarse en exaltar la industria desde la misma industria. Los invitados de primer nivel consideran a Cartagena como buena opción para sus apretadas agendas, los estudiantes y nuevos realizadores asisten en masa para salir perplejos de películas que les despiertan su curiosidad y los profesionales encuentran la posibilidad de encontrarse, colaborar y conversar. En veinte años, el festival ha cambiado y nosotros también.
El FICCI tiene consigo todos los calificativos presentes en los lemas de las últimas versiones: Es inolvidable y elegante; es imperdible y puro voltaje y es, antes que nada, una cita obligada que cada año nos recuerda por qué nos gusta el cine. ¡Larga vida al FICCI!
Los invito, además, a que me compartan sus experiencias en este y otros festivales.
Para ver más textos sobre cine y cultura, visita Jerónimo Rivera Presenta
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