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En uno de los momentos más álgidos de la tensión racial en Estados Unidos, la cadena HBO decidió sacar de su catálogo el clásico Lo que el viento se llevó (1939) por considerar que es una película racista. De igual forma, Martha Kauffman, creadora de la popular serie Friends (1994), ofreció disculpas por la falta de diversidad racial de la serie. En el caso de Kauffman, es válido que un creador puede replantear y tomar distancia frente a sus productos, pero esta debería ser una decisión personal y no impulsada por la presión del público.

En cuanto al retiro de un clásico del cine por un asunto de la trama (que además está asociado con un evento histórico real) se trata de una tendencia creciente y peligrosa: la de querer reescribir la historia y pretender que los hechos se muestren como nos gustan y no como efectivamente ocurrieron.

Muchas tendencias nocivas son inspiradas por fines nobles. Es válido y deseable que se destierren de una vez por todas los rezagos de racismo, misoginia, homofobia, xenofobia y cualquier ideología que vaya en contra de la dignidad humana y la equidad. Sin embargo, es posible (y está ocurriendo) que se caiga en un fundamentalismo que ataque los productos culturales sin matices ni consideraciones y en un revisionismo extremo que pretenda reescribir la historia logrando el efecto contrario que el buscado: negar los exabruptos del pasado.

Decir que Tolkien era machista y racista, que Star Wars refuerza prejuicios o que los grandes clásicos de Hollywood son misóginos u homofóbicos no debería ser una razón para censurarlos o demeritarlos. Desde el matiz de muchas reivindicaciones actuales, pocas películas clásicas se salvarían de este escrutinio. Otro punto complejo y que no tocaré en profundidad es el ataque a la obra de algunos artistas por su personalidad o por posiciones políticas e ideológicas. Una cosa es que no coincidamos con las posturas del artista como personalidad pública y otra que subvaloremos su obra por esta razón. ¿Es peor escritor Hemingway por ser fanático de las corridas de toros? ¿son malas las películas de Clint Eastwood por sus posturas políticas? ¿pierden mérito las novelas de García Márquez porque era amigo de Fidel Castro?, claro que no.

En la serie Mad Men (2007) los publicistas de una agencia de los años 60 fuman y beben en la oficina, tratan a las mujeres como objetos y hacen chistes racistas y homofóbicos; en Ladrón de bicicletas (1948), el protagonista abofetea a su hijo en público; en Yo soy Betty la fea (1999) el bullying y la misoginia son constantes y en The Searchers (1956) se habla de «los indios» como una plaga que hay que destruir. Nada de esto nos gusta, pero son imágenes que reflejan los valores de un tiempo en que los afroamericanos eran vistos como divertidos y sumisos sirvientes, las mujeres como un accesorio y los niños como proyectos de personas. Décadas han pasado para que hoy tengamos declaración de los derechos del niño, sufragio universal y toda clase de políticas que abogan por la equidad.  Tristemente, estas declaraciones son muchas veces letra muerta e indigna más la representación de la realidad que la realidad misma.

Incluso obras que abiertamente defienden ideas nefastas pueden tener un alto valor artístico o histórico. Yo nunca estaría de acuerdo con que quemaran El nacimiento de una nación (1915) o El triunfo de la voluntad (1935) aunque aborrezca al Ku Klux Klan y al nazismo. Caso contrario es el de de los monumentos públicos que exaltan personalidades del pasado y que representan ideologías nocivas para la sociedad. En la medida en que esos monumentos tienen un valor simbólico, más allá del arte, puede ser válida la discusión ciudadana sobre removerlos de su lugar para, por ejemplo, ubicarlos en museos.

Es importante que dejemos de infantilizar al público y analicemos con criterio las obras culturales del pasado. Opongamos a la censura una educación crítica de la mirada que permita a los espectadores valorar artísticamente las obras y entenderlas a la luz de su propio tiempo y no desde nuestros valores contemporáneos.

Es importante entender que cada movimiento artístico surge como respuesta al anterior, sin que eso implique la aniquilación de su legado y esto es lo que nos permite una evolución y no un constante reinicio del arte. El riesgo de esta era del «correctismo» es caer en una especie de inquisición de los valores contemporáneos que uniforme las obras artísticas para no herir susceptibilidades y que pueda ser usada por gobiernos totalitarios como herramienta de censura. De ser así, cada cierto tiempo revaluaremos nuestra historia y los productos de hoy serán castigados en unos años por no estar en armonía con sus valores vigentes. Así nunca podremos construir, porque siempre se mirará con recelo lo que se hizo antes. La historia es lo que fue, no lo que nos hubiera gustado que fuera.

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Para ver más textos sobre cine y cultura, visita Jerónimo Rivera Presenta.

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