En los viajes -pese a lo maravillosos que son- también suceden cosas que pueden hacernos pasar muy malos ratos. Experiencias que pudieron haberse convertido en tragedias y otras cosas que pueden pasar en las vacaciones, en la segunda entrada de El Vagamundo. 

En los viajes también pasan cosas terribles. Así como he pasado varios de los mejores momentos de mi vida en los viajes, también he pasado varios de los peores momentos de mi vida en los viajes. Y no piensen que me estoy arrepintiendo del discurso inspirador de la primera entrada de El Vagamundo que, valga decirlo, superó todas mis expectativas. Más de 70 mil personas la leyeron, según los reportes de @eltiempoblogs.

Mucha gente se sintió identificada con mi propuesta de no gastarse la plata en una camioneta sino en viajar. ¡Muchísimas gracias!  (Yo no quiero una camioneta nueva, quiero viajar por el mundo)

Pero es que en los viajes, pese a lo maravillosos, ni la vida ni el mundo se detienen. Y suceden cosas que pueden hacernos pasar muy malos ratos. Suceden porque así es la vida, porque el destino es caprichoso, o porque uno es muy demalas o muy pendejo. O -sobre todo- porque uno viaja sin estar debidamente informado. Y por inexperiencia. Es que viajar no es tan sencillo como muchos creen.

He aquí un listado de cosas que me han pasado en los viajes y otras de las que me he enterado. Corro el riesgo de pasar del anonimato al desprestigio, pero lo hago público para que no les pase a ustedes.



Morir a bordo de un crucero

Hace pocos meses, en un crucero por el Caribe, me enteré de algo muy obvio pero que para mí fue toda una revelación: la gente se puede morir en los cruceros. Me enteré porque un pasajero estaba gravemente enfermo y tuvimos que arribar a un puerto inesperado para que le dieran atención médica especializada. Estaba en riesgo de muerte el señor.

Pero el problema no es morirse en uno de estos buques gigantes. El problema -esto suena muy arjonesco- es el cadáver. No, no lo arrojan a los tiburones. Lo guardan en una nevera, en una especie de morgue flotante hasta que se acabe el itinerario. Y hay cruceros desde una semana hasta de un año.

No me imagino, en las vacaciones soñadas, con el muertito en una nevera, sin poder velarlo ni nada, mientras cinco mil personas a bordo están de fiesta. Pero así está contemplado en el contrato que uno firma antes de abordar, y que, a lo bien, nadie lee con detenimiento.

La otra opción es bajar el cuerpo y repatriarlo, pero ya por cuenta del doliente. ¿Se imaginan el encarte y la plata que habría que pagar para enviar un muerto desde las islas Gran Caimán hasta la casa de uno?

Los muertos en los cruceros son más comunes de lo que la gente podría imaginarse. Claro, muchos de los pasajeros son adultos mayores, jubilados, ya con la salud deteriorada.

Así que si viajan en un crucero, por favor, eviten morirse.

Meterse sin culpa a un país

Yo me metí a Canadá de manera ilegal, pero sin culpa. Se los juro. Era un viaje para periodistas, entre esos, dos colombianos. La idea era conocer diferentes lugares de Estados Unidos y así llegamos, primero, a las Cataratas del Niágara, que son un sueño. Y la idea era conocer el destino desde las dos orillas (desde el lado estadounidense y desde el lado canadiense) pues la perspectiva de esas inmensas cascadas, que dan la impresión de que arrastran toda el agua del mundo, es distinta.

Pero ni el colega ni yo teníamos visa para ingresar a Canadá -los organizadores no nos informaron con tiempo para hacer el trámite-, así que nos dejaron en la ciudad de Niágara Falls, en el estado de Nueva York.

La cita, con todo el grupo, sería al día siguiente. Así que, a las 10 de la mañana de un día primaveral del mes de junio del 2011, a mi colega y a mí nos dieron un carro y un mapa en papel para llegar al hotel donde teníamos la reserva.

El colega conducía. Seguíamos las indicaciones del mapa hasta que, al fondo, vimos la fachada del hotel y fuimos hacia esa dirección. De repente vimos un peaje. Nos llamó la atención un peaje dentro de la ciudad, pero pagamos, seguimos y nos encontramos con este aviso:

¡Welcome to Canada!

Sí, era la frontera. Mi colega y yo nos miramos con cara de terror.

¿Qué vamos a hacer?

Jueppp. ¡Nos metimos a Canadá!

El man se quedó congelado, pálido, verde, con las manos petrificadas sobre el timón. Sin avanzar. Hasta que de la frontera empezaron a brotar policías, que caminaron rápido y amenazantes hacia nosotros. Con toda razón.

¿Qué pasa?, disparó el oficial y mientras revisaba nuestros pasaportes nos preguntaba qué hacíamos en territorio canadiense y por qué no teníamos la visa de ese país. Muertos del susto, con las palabras atragantadas, respondimos que estábamos perdidos, que nos equivocamos en la ruta.

Mostramos el mapa, señalando el hotel al que íbamos, y el oficial nos miró como queriéndonos decir: pendejos, queda al otro lado, y señaló con el índice derecho. Y sí, ahí estaba nuestro hotel.

Pero al frente, de este lado -del canadiense, donde estábamos en ese momento- quedaba el hotel repetido, el que nos confundió: el mismo nombre, el mismo aviso, la misma fachada. Igualitos. La ciudad de Niágara Falls, en Ontario (Canadá) comparte el nombre y muchas similitudes con su vecina. Como los dos hoteles.

El oficial revisó nuestras identificaciones y entendió que realmente era muy fácil equivocarse. Asintió con la cabeza y, de puro buena gente, autorizó el ingreso al terreno canadiense y así, como sin alma, sin hablar, nos devolvimos. Fue un susto horrible. Nos pudieron haber detenido y deportado.

Pero bueno, después de ese mal rato, dijimos: parce, todo bien,  ya pasó, pudo ser peor. Y nos fuimos a conocer esas poderosas cataratas y a caminar por los jardines que la rodean. En fin. También he aprendido que ningún mal rato puede ser capaz de dañar un viaje.

Casi me encarcelan en Inglaterra

Fue en junio del 2008, en la ciudad de South Hampton, en Inglaterra. Y por poquito y me encarcelan. El crucero en el que navegábamos las frías y plateadas aguas británicas se detuvo en esta ciudad, que fue la misma de donde zarpó el Titanic. Así que con una colega decidimos bajarnos del barco y conocer.

Primero fuimos el museo del Titanic, que no es tan sorprendente. Y luego fuimos a una tienda de cadena a comprar cosas. Yo compré unos tenis muy baratos. Y mi colega compró cinco carteras, también muy baratas.

Pero al salir nos detuvo un guardia: la colega llevaba en una bolsa las carteras que había pagado, y una más, debajo del hombro, como si fuera de ella. La pobre se echó a llorar y con un inglés peor que el mío dijo que había sido un error. Pero el guardia insistía en que era una ladrona y yo su cómplice.

En mi mente le pedía a Dios que nos sacara de esa. Explicamos que éramos periodistas y mostramos nuestras identificaciones. Después de 15 minutos nos dejaron ir. Fue horrible. Me imaginaba en una fría y estrecha celda, y luego deportado como un vil delincuente. Pero menos mal no pasó nada y decidí creerle a la colega, que insistía en que fue puro despiste. Esas cosas pueden pasar.

Otra vez, en Atlanta, perdí el pasaporte y me di cuenta cinco horas antes del vuelo. Tuve que sacar uno nuevo y me gasté en trámites y taxis como 400 dólares. Otra vez, en Roma, eché la maleta en el bus que no era. Otra vez, también en Roma, me metí en un carro a la bellísima plaza Navona. Pero esas serán historias para otra entrada de El Vagamundo.

¿Y a ustedes, qué les ha pasado en sus viajes? Compartan sus historias y anécdotas en:

@JoseaMojicaP