No es un secreto para nadie. La posmodernidad nos consume. Nos habita. Nos sacia. En palabras de Bauman, vivimos navegando en medio de una “modernidad líquida”, que se caracteriza por ser una sociedad de consumidores individualizada y con escasas regulaciones. Es una sociedad ambivalente que se alimenta por su persistencia de trastocar la disciplina; agredir la moral; violentar la ética y de paso, a toda clase de normas que causen impedimentos a esta nueva especie de “relaciones públicas” que es en lo que se han trastocado las necesarias políticas públicas.
El encumbramiento del ego ha encontrado en las crecientes redes sociales, esas mismas que se están convirtiendo peligrosamente en una caricatura de los mass media, un caldo de cultivo para imponer el bienestar particular sobre la ya romántica premisa del bien común.
El prolífero sociólogo polaco dejó en su legado centenares de frases célebres y, algunas de ellas, sobre la amenaza en que pueden constituirse las redes sociales, el gran primogénito de la postmodernidad: “Las redes son muy útiles, dan servicios muy placenteros, pero son una trampa», nos advirtió Bauman, quien hace énfasis en que “…en las redes tú tienes que crear tu propia comunidad. Pero no se crea una comunidad, la tienes o no; lo que las redes sociales pueden crear, es un sustituto. La diferencia entre la comunidad y la red es que tú perteneces a la comunidad, pero la red te pertenece a ti».
Y en esta “sustitución” de comunidades, los grupos (¿o pandillas?) de amigos, o las comunidades repletas de fanáticos seguidores de un determinado líder político o espiritual, o barras bravas de un equipo de fútbol, tienen cabida sin problema en el mundo virtual, aunque en el real, nadie los quiera ni de vecinos, pero son aceptados, comentados y replicados por sus “amigos” virtuales.
Es, a través de ese mismo conducto, en el que el individuo, más desde lo visceral que desde lo intelectual, se limita a una angustiosa necesidad de interconectarse para poder compartir “sus intimidades”, que pueden ser desde unas vacaciones en el mar; una comida con amigos, una convalecencia en el hospital; un familiar muerto en su ataúd, hasta una relación sexual. Conductas propias de comunidades que mantienen vínculos frágiles –y muchas veces efímeros– que buscan con desespero la aceptación del otro a través de un “me gusta”.
A todo lo anterior se le suman los medios de comunicación –ahora en el rol de portales de noticias que se actualizan casi instantáneamente– y que dan cabida (como no hacerlo si mueve el rating y la lecturabilidad) a noticias amarillistas o a replicar hasta el cansancio los últimos escándalos en los que jamás faltan las malas prácticas políticas, los asesinatos, la corrupción y la miseria.
De todo lo vaticinado por Bauman como profeta de la posmodernidad, se le agrega ahora el concepto de posverdad, definida esta, entre otras muchas acepciones, como “el fenómeno que se produce cuando los hechos objetivos tienen menos influencia en definir la opinión pública, que los que apelan a la emoción y a las creencias personales».
Hoy, gran parte de la sociedad contempla casi con horror la posibilidad de convivir, tal como lo dijera el pensador británico A.C. Grayling, en un mundo dominado por la posverdad ya que ello provocaría indefectiblemente la «corrupción de la integridad intelectual» y un daño irreversible al tejido de la democracia. Es por eso que el anuncio de la Corte Constitucional a través de su Presidenta Gloria Ortiz, de penalizar los delitos cometidos a través de las redes sociales –como la injuria y la calumnia—ha sido de buen recibo por el grueso de la comunidad que ve horrorizada como se agrede sin freno a la honra y buen nombre de las personas sean públicas o no.
En las redes transitan sin control los más bajos instintos y sentimientos. Es por eso que el fanatismo político (solo por poner un ejemplo) está creando una especie de Lord Valdemort, célebre en Harry Poter, sin importar que esas prácticas estén sumiendo al país a una polarización extrema, loca y desenfrenada, bajo el pretexto de sostener la postura de sus preferencias.
En las redes nada es lo que parece: el cobarde es valiente; el hipócrita sincero; el alienado se convierte en alienador; el grotesco en romántico; el estúpido en pensador; el pensador en ocioso; la infiel en fiel, el religioso en fanático y el político en honrado. Lo peor de todo, es que así los aceptamos y los aplaudimos cada vez que le damos un “me gusta” a un mensaje compartido aunque, en el fondo, sabemos que ese mismo no corresponde al proceder del que lo emite.
Estamos frente a una nueva muralla que parece aguantar de todo. Una donde la infamia y la mentira se pavonean orondas pisoteando sin reparos a la ética y las buenas costumbres; pisoteando la honra de los demás; desvirtuando la verdad real y la nobleza humana. Lástima que uno de los mayores inventos de la humanidad, ese mismo que permitió acercarnos al mundo sin salir de la casa, termine siendo hoy la muralla del canalla.