Nadie sabía por qué. Ni tampoco nos importaba preguntarlo. Al fin y al cabo, el Barómetro Global de Felicidad y Esperanza nos había ubicado repetidamente, tres años consecutivos hasta el 2016, como el país más feliz del mundo. Como para morirse de la dicha si en verdad no fuéramos un país que presume de felicidad, pero al que le sobra ira.

A principios de este año, la Encuesta Anual Global publicada por Gallup International ubicó a Colombia como el segundo país más feliz, detrás de las Islas Fiji. Pero la felicidad este año no duró mucho. El informe ‘World Happiness Report’ de la ONU, vino a dañarnos la fiesta: Colombia apareció ubicada en el puesto 43 y en Latinoamérica está por debajo de Costa Rica, Chile, México, Panamá, Argentina, Brasil y Uruguay.

Lo que más llama la atención, es que el índice de felicidad cayó abruptamente en muchos países impulsado por varias razones entre las que se cuentan “sentimientos negativos como la preocupación, la tristeza y la furia”, según citan los autores del informe. Los países más felices según la ONU

Entonces… ¿a dónde carajos se fue “la felicidad”? La respuesta debe estar, seguramente, dentro de los recovecos del informe en el apartado que habla, entre otros sentimientos, de la furia.

¿Tiempos de furia?

Estos son los nuevos tiempos. Tiempos en la que una oficina, cabe ahora en la palma de la mano. Donde el papel  se reemplazó  por  archivos digitales y las reuniones ejecutivas se hacen a través de dispositivos móviles. Ya nadie espera una carta: simplemente ojea el mail. Nuevos tiempos en los que se perdió para siempre la intimidad porque la vida la tenemos colgada en un muro del facebook y compartimos en él, y en otras redes ya inimaginables, si estamos tristes o contentos. Hoy, un hombre no termina una relación con una mujer –o a la inversa—en la intimidad de un pequeño restaurante: hoy lo sabe el mundo entero. La velocidad con que la tecnología cambió al mundo y con ello a las personas, también envolvió el ritmo de vida multiplicando el estrés de diario vivir. Todo debe ser más inmediato. Más urgente. Más efectivo. Más individual. Y esas angustias se multiplican por miles a través de la velocidad de la red.

Y en esa loca carrera, queremos registrarlo todo. Es así como se viraliza en segundos la violenta agresión que sufre una patrullera de la policía en Cali, por imponer una multa de tránsito; o nos impacta la aparición de un desadaptado que, revolver en mano, amenaza a funcionarios de Electricaribe en Barranquilla, para que “bajen del poste o les meto un pepazo”; o a la mujer que apuñalan por denunciar que alguien se estaba colando en el Transmilenio en Bogotá; o la que insulta a los docentes que marchan por protestar para reivindicar sus derechos;  o a aquel que golpearon hasta matarlo, porque alguien en la red dijo que era un abusador de niños. Nos saciamos en lo macabro: multiplicamos hasta el cansancio el video de la masacre en una mezquita en Nueva Zelanda que dejó 49 muertos y ya ni nos asombra ver como asesinan a alguien en la 116 en Bogotá. Pero, a pesar de todo, estamos molestos porque no estamos entre los más felices.

En Barranquilla, barrios enteros viven más de 5 horas sin luz y aún existen municipios en la Costa Caribe donde tener agua es un lujo. En la Guajira, centenares de niños mueres por desnutrición y en política, rivales se burlan sin vergüenza de la enfermedad de un líder de la oposición. Mueren de calor, de sed, de hambre…¡no de felicidad!

El mal de la polarización

En Colombia extrañamos los debates con argumentos en la política: ahora la violencia, los insultos, las ofensas y la intimidación, los han reemplazado.  Ser “uribista” o “santista” equivale a una pelea de bandas de barrio que no pueden verse, porque generan violencia. En un país donde la prensa debería llamar a la mesura, también se polarizó. Ya lo dijo el maestro Juan Gossain en un conversatorio: “En un manicomio, hasta el loquero perdió la razón”: la intolerancia nos castiga, nos consume.

Y todavía tenemos el descaro de preguntarnos … ¿por qué no somos los más felices?

¿Felicidad de dónde? Si hasta las muestras de amor, la lucha por conseguirlo, el cortejo, y las citas, parecen cosas del pasado. Y es que el amor, como decía Bauman,  –ese sentimiento que nos debería llenar de felicidad y que parece cada vez más ambiguo, abstracto y extraño en la medida que nos envuelve la modernidad tecnológica y sin corazón—también se ve permeado en el nuevo tipo de sociedad que cohabitamos. Es un amor sin responsabilidades, gaseoso, lejano y cada vez más negado a un vínculo estrecho y duradero. Un amor que hoy no se busca en el alma de las personas, sino en las páginas web o en un rincón del facebook.

Y las redes sociales son, por desgracia, un reflejo de lo que es el país. Un país donde, por ejemplo, un hombre puede agredir mortalmente a otro porque le reclamó que hiciera la fila para abordar el Transmilenio; o el parroquiano que asesinó a su amigo por que este le ganó jugando billar. ¿Puede acaso alguien atacar mortalmente a un agente del orden cuando este interviene para evitar un conflicto en la vía pública? ¿Se justifica que un novio asesine a su pareja porque ella no lo quiso más? ¿O acaso se puede aceptar que un ex-presidente a punta de trinos macabros que manifiestan violencia pretenda sembrar más odios en un país de por sí intolerante? ¿Por qué volvemos viral el odio en las redes?

Por lo que leemos, vemos y escuchamos en los medios, parece que sí se pudiera. Los valores decadentes en los que cada vez los otros importan menos, han hecho que se nos acabe la capacidad del asombro y de indignación. Las cifras lo dicen: más de 9 mil homicidios fueron causados durante 2018, casi mil más que el anterior. Y si aún persisten dudas sobre la inversión de valores y el desconocimiento del otro que ahora “es una amenaza”, más de 90 mil cuadros de intolerancia que reposan en los archivos de la Policía el año pasado, se enmarcan en violencia intrafamiliar y peleas callejeras. Homicidios subieron en el 2018

¿Y todavía se pregunta si en verdad Colombia es un país feliz? Este es un país en el que cada vez nos vemos menos personalmente, y cada vez más nos escondemos en una muralla de fantasías, tal vez, para que no se den cuenta de  que no solo no somos felices, sino que estamos locos: locos de ira.

 

 

@anuarsaadsaad