El “Coronell” sí tiene quien le escriba
Lo decían las abuelas. Lo repetían las madres hasta el cansancio y lo escuchábamos en el sirirí interminable de las vecinas: “el remedio salió peor que la enfermedad”.
Debe ser –digo yo acá desde la cocina—que por los tranquilos pasillos de la Revista Semana nadie recordó el refrán de los mayores. Y es que intentar darle sepultura al cuestionamiento al medio sobre el por qué engavetó una investigación de profundo interés para la comunidad despidiendo al columnista que, precisamente lo cuestionó en una de sus mismas páginas, no fue de modo alguno un acto de inteligencia.
La génesis de todo, fue la publicación de la nota periodística ‘Las órdenes de letalidad del ejército colombiano ponen en riesgo a los civiles, según oficiales’, firmada por el periodista Nicholas Casey, corresponsal del prestigioso diario The New York Times en el que devela que se impartieron órdenes para “duplicar el número de criminales y rebeldes que matan”, y que muchos han entendido como la reactivación de los “falsos positivos”.
En la columna de la discordia, Coronell reseñó que “…los lectores tienen derecho a saber si faltó diligencia periodística, si hubo un error de criterio o si –en el peor de los casos– Semana privilegió su relación con el gobierno sobre su deber de informar a los ciudadanos”.
La decisión de la Revista de separar al periodista por el contenido de su escrito (tomada por muchos como un atentado a la libertad de prensa) desató el respaldo de miles de usuarios en redes sociales lanzado así un claro mensaje a Semana sobre el desencanto que la decisión causó en sus lectores. La complejidad del caso radica, más allá del despido del columnista, en la pobre explicación que el medio entregó sobre los verdaderos motivos que la llevaron a engavetar una investigación que estaba en su poder tres meses y que, en una semana, llegó a manos del The New York Times que sí la publicó…¡y ahí fue Troya!
Para nadie es un secreto que el periodismo de hoy está muy, pero muy lejano, del oficio romántico del que nos enamoramos. El mismo que desde el afán de ayudar a construir una mejor sociedad, se ejercía con ahínco en las redacciones aún llenas con el olor a tinta fresca. Hoy, la cacareada “libertad de prensa” camina entre cáscaras de huevo asaltada con frecuencia por nuevas fusiones, nuevos intereses, cambios abruptos de la política editorial, favorecimientos políticos, intereses comerciales y amiguismos extremos que terminan modificando el original deber ser de las casas periodísticas.
No pretendo ser mojigato ni darme golpes de pecho porque ahora el periodismo de hoy es concebido como una empresa que, como todas, debe generar utilidades y seguir creciendo en competitividad y sostenibilidad. De ahí que enfrentarse “abiertamente” a un gobierno, puede sentenciar su prematura decadencia.
Es un hecho que la prensa no es una obra de filantropía. Necesita ingresos que sostengan el complicado aparataje que la pone a funcionar. Sin embargo, medios importantes como Semana habían sabido navegar sobre esas turbulentas aguas dando prioridad a la información que la comunidad merecía saber. “Un periódico es como una fábrica de salchichas: en vez de vender embutidos, vendemos información”, frase célebre que le escuché repetidamente a un director de un prestigioso medio regional, cada vez que cuestionaba el contenido de una información que él desaprobaba.
¿Será que la fusión con el grupo Gillinsky ha influido en la política editorial de la revista? Solo ellos pueden tener la respuesta al interrogante. Pero achacarle el suceso a la mera casualidad, sería también un acto irresponsable. No es el primer caso que se da con un columnista, y seguramente no va a ser el último. Lo especial de este, es que a quien despiden es a uno de los mejores exponentes del periodismo de investigación. Uno que le ha dado una nueva connotación a “la opinión” ya que más que esa mera cualidad, sus columnas están llenas de datos, enlaces, citas, testimonios y todo un arsenal probatorio producto de una investigación juiciosa sobre el tema. Sin pretender caer en la exageración, casi la mitad de los que mantienen sus suscripciones con Semana, de alguna manera lo hacen impulsados por la columna de Coronell. Por saber qué se va a destapar hoy. Por tratar de dejar al descubierto la corrupción galopante que pretende acabar con el país.
Contrario a la célebre novela de García Márquez, aquí “el Coronell” sí tiene quien le escriba. Como prueba están los miles de tweets y estados en Facebook que literalmente se tomaron las redes en el momento mismo en que se filtró la información sobre el periodista. Si bien nadie es indispensable y seguramente mañana otro escribirá en ese mismo espacio, la marca que Coronell ha dejado en sus lectores es indeleble.
Se reconoce su dedicación por ahondar en hechos que quieren mantenerse ocultos y él mismo ha sido víctima de persecución infame a manos de jefes políticos encumbrados que lo ven como una amenaza. Esos que, seguro, ayer celebraron con whisky (o con aguardiente en alguna haciendita antioqueña) lo que ellos creen que es la caída del periodista.
Pensar así es orinar fuera del tiesto. Si bien Semana es una excelente tribuna para divulgar sus investigaciones, no es la única. Ya hay voces que reclaman para él un espacio en el Washington Post o en el mismo The New York Times, en su versión para hispanohablantes. Semana tardará en reconocer que tratar de acallar a al columnista fue un desacierto que va a terminar convirtiendo al mensaje (Coronell) en el mismo medio: desde donde escriba, la influencia sobre la actualidad política del país seguirá siendo la misma. Y tal vez mayor.
Mientras tanto, los que bregamos cada día por tratar de enseñar el periodismo moderno, tendremos aquí un ejemplar estudio de caso que pretenderá demostrar que, al fin y al cabo, los periodistas son solo una rueda del coche que hoy manejan empresarios con influencia política. Y tocará, ahora, pensar en las respuestas que le daremos a avezados estudiantes que querrán respuestas verdaderas sobre si esa tan mentada libertad de prensa, ciertamente existe.