Así somos. Vivimos desplazándonos sin pudor entre las profundidades del infierno y las mieles del cielo. Un mes antes, el país había explotado indignado porque la selección Colombia, favorita de todos, iba a ser campeón de América casi silbando, pero las cosas no fueron así y todo terminó con la ira de fanáticos enfermos que hasta amenazaron a Tesillo, el jugador que erró el penal.
Hace una semana, Nairo Quintana -ese mismo ciclista que nos hinchó repetidamente el pecho de orgullo patrio- se quedó en una de las etapas en la que era el claro favorito en el Tour de Francia, lo que le bastó a la jauría caníbal, para vaticinar su retiro definitivo y colgarle el rótulo de exciclista. Pero tres días después, como el Ave Fénix, el corredor conquistó el más complicado premio de montaña en una escalada que revalidó que aún había Nairo para rato, y de paso, silenciando a todos sus críticos, incluyéndome.
Pero desde la mañana del viernes todo cambió: Egan Bernal, un mozalbete de 22 años, oriundo del encantador municipio de Zipaquirá, trajo un nuevo aire fresco a las esperanzas de todo un país que ya se había acostumbrado históricamente al fracaso. Un país al que siempre le faltaba un centavo para el peso, pero que esta vez podía, gracias a las piernas de un joven de mirada apacible, pedalear decidido y carácter imperturbable que habla de su sólida convicción, cambiar el rumbo de la historia.
Y es que lo que acaba de conquistar Egan Bernal, al coronarse ganador del icónico Tour de Francia, es un llamado a nuestra autoestima. Un tirón de orejas al conformismo eterno en el que siempre hemos deambulado. Un grito fiero de que ya no es posible seguir viviendo de glorias idas y de momentos efímeros que hablaban de una superioridad de mentiras. Un despertar a un país que todavía se regodeaba de gozo recordando el 4 – 4 ante Rusia; el 5 – 0 contra Argentina; los casi triunfos de Nairo y Urán en el mismo Tour; el paso a cuartos de final en el mundial de fútbol en el que felices celebrábamos que “casi casi”, sin ganar absolutamente nada.
Ese conformismo dañino en el que asumíamos las derrotas como victorias, en el que la prensa se desboca elogiando, por ejemplo, a la selección, a pesar de que  la eliminan y sigue sin ganar nada. Una prensa que suele endiosar desbocadamente, y después, esa misma, suele hacer leña del árbol caído, sin tener en cuenta que el pueblo colombiano ya había apostado todas sus esperanzas en esos representantes del deporte. Pero ese domingo  28  de julio, un joven casi recién salido a la palestra del ciclismo mundial, acaba de enseñarnos la mejor lección al coronarse campeón del Tour de Francia y, de paso, ser el primer latinoamericano en conquistar semejante hazaña. Es una lección que nos dice que sí es posible ganar. Que sí es posible demostrar que podemos ser los mejores.

Que sí es posible renovar el libreto y dejar de quedar siempre con la sensación de que no se pudo, aún teniendo el talento para poder. Ya Farah y Cabal lo acaban de demostrar hace un par de semanas ganando en Wimbledon. Este semestre, los deportistas colombianos le demuestran al mundo que sí podemos ser más que segundos o terceros. Que con entrega, trabajo dedicado y la persistente convicción de que todo se puede lograr, veremos llegar nuevos y más grandes triunfos.
Hoy no solo es este muchacho de estampa inocente y sonrisa ingenua; ese mismo que llora de felicidad porque lo que soñó, lo consiguió temprano, el único que responde al nombre de Egan Bernal. Hoy, todo un pueblo que está aprendiendo a liberarse de sus propios demonios, puede decir en la puerta de su casa; en la terraza de la tienda de la esquina; en su oficina; en el colegio y la universidad o en medio del monumental trancón del medio día, que también se llama Egan Bernal.
Hoy, Egan somos todos

 

@anuarsaadsaad