Luis Carlos Galán. Foto: Archivo EL TIEMPO

Ese día, inusualmente, me fui temprano a casa. Antes de las ocho y media de la noche, ya estaba en mi apartamento que estratégicamente había arrendado al frente del diario El Heraldo, donde en ese entonces, me desempeñaba como Jefe de Redacción.

Era viernes y empecé a averiguar por la vida de mis amigos quienes muy poco me llamaban sabiendo que mi oficio me impedía muchas veces trasnocharme en sus fiestas interminables. Quería preguntarles, entre otras cosas, que si íbamos juntos a ver el primer partido de las eliminatorias en Barranquilla para el mundial de Italia 90 que sería el próximo domingo 21 ante Ecuador.

A pesar de mis insistentes llamados, no encontré a ninguno en sus casas (bendita época sin celulares) y decidí quedarme en mi apartamento acompañando a mi esposa y a mi pequeña hija, que estaba próxima a cumplir su primer año de vida.

Definitivamente me quedaría en casa y por ello me arreglé para no salir: una bermuda desteñida y raída; una camiseta de propaganda que decía «Café Almendra Tropical» y unas pantuflas desiguales cuya juventud se había vencido hacía varios lustros.

Estaba derrumbado en el piso disfrutando el poder pasar tiempo con mi hija, cuando llamaron a la puerta.

-Debe ser Miguel Turbay- pensé. -Seguro que hay alguna fiesta esta noche-

No era Miguel. En la puerta, en cambio, sembrada como una testigo de Jehova, estaba una jovencita periodista que apenas hacía unos pocos meses nos acompañaba en el diario.
Ella estaba de turno. Me miró tal vez apenada por la interrupción, y me dijo con voz nerviosa:

-Creo que pasó algo en Soacha con Galán. Parece que hubo un altercado. Se habla de disparos  y dicen que lo hirieron…

Sin cambiarme, atravesé la calle y con ese atuendo de vendedor ambulante en desgracia, llegué al diario y empecé a ver los informes de prensa y escuchar las noticias de radio, esperando el último boletín de las agencias noticiosas. Sin internet, el periodismo se hacía a pulso y las confirmaciones demoraban horas.

 

La mafia asesinó a Galán. Archivo EL TIEMPO

 

Por lo que describían algunos medios radiales, (balazos en el bajo abdomen justo donde acababa el chaleco antibalas) pensé que el líder en el que todos teníamos las esperanzas para construir un nuevo y mejor país, ya debía estar muerto. Un frío me recorrió la espina dorsal. Al parecer, el día iba a cerrar igual de tétrico que como empezó: en la mañana ya había tenido que editar la nota sobre el asesinato del coronel Valdemar Franklin Quintero en Medellín, un hombre que luchó con denuedo contra el imperio maldito de Escobar.

Llamé a un equipo de periodistas de apoyo para que llegara al diario ante la magnitud de la noticia y antes de que alguien apareciera, ya se confirmaba lo peor: Galán, el líder en el que todos creíamos, había muerto.

Las manecillas del viejo reloj de la sala de redacción caminaban lentamente hacia las diez de la noche y fue cuando caí en cuenta que aún no me había comunicado con el director del diario: Juan B. Fernández Renowitzky quien llevaba décadas al frente del periódico y el que me había enseñado prácticamente todo lo que sabía a mis escasos 24 años. Tenía que informarle, pero Fernandez Renowitzky (apellido que aprendí al fin a escribir correctamente después de un memorando por haberlo redactado mal) no respondía las llamadas  y ni en su casa daban razón de él. Traté entonces de localizar a su hijo, pero fue inútil. Llamé a un directivo del diario que me dio luces: El director del periódico estaba en el Country Club en el matrimonio de una importante dama de la sociedad barranquillera.

Sin pensarlo dos veces, me monté en el vehículo del diario y le ordené a Pedro Acosta, el veterano conductor, que me llevara raudo al Country Club. Pedro Acosta no dejaba de hablar y ya en sus disparatadas frases, había «descrito» lo sucedido en Soacha. -Qué vaina- me dijo de pronto. – La mafia mató a Gaitán- Nunca supe si lo decía en broma, o si había confundido inconsciente los apellidos, pero preferí quedarme en silencio para evitar un nuevo discurso no deseado.

Llegamos en un suspiro. El guardia nos detuvo a la entrada y me confirmó que, en efecto,  el señor Fernández Renowitzky  sí estaba en el salón principal como invitado al matrimonio que allí se celebraba, pero que de ninguna manera me dejaría entrar «así».

Luis Carlos Galán con sus hijos. Foto: Archivo EL TIEMPO CASA EDITORIAL

-¿Así? ¿Cómo así?- le pregunté indignado.

Entonces caí en cuenta que estaba “vestido” de forma espantosa con esa camiseta de propaganda que, además, tenía un hueco sobre la manga. Traté de esconder los pies para que no se notara que las viejas sandalias no eran iguales.

Sin pensarlo dos veces, me tiré literalmente del carro. Corrí como alma que lleva el diablo seguido por el guardia que me gritaba frenético que me detuviera. Tropecé con dos meseros y alcancé a escuchar el estrépito de las copas rotas y pude ver, allá al fondo, la entrada del gran salón de donde brotaba la música de un merengue de moda.

Abrí las puertas de par en par justo en el momento en que el guardia me ponía las manos encima. Seguí caminando y lo arrastré hasta el salón dónde la música se silenció de repente y doscientos pares de ojos me miraban con espanto. No sé de dónde apareció la impecable figura del director quien me miraba entre aterrado y disgustado, pidiéndome sin hablar, una explicación.

Me desprendí de un tirón del guardia y arreglándome la camiseta de propaganda y ajustándome con falsa dignidad la roída bermuda que trataba de deslizarse sola, grité:
¡Mataron a Galán!

Un silencio de sepulcro llenó el recinto. Las risas y la música se apagaron para siempre. Uno a uno, los respetables invitados al matrimonio y todas las figuras públicas que allí estaban, fueron saliendo del lugar.

La fiesta acabó cuatro horas antes de lo esperado. – Vamos a trabajar- dijo el veterano director en tono sombrío mientras yo empezaba a contarle los últimos sucesos. Después, en el auto, nos envolvió  un silencio profundo. Ambos estábamos pensando en el titular de la historia. Uno que nunca hubiéramos querido escribir. Iba a ser una larga noche. De esas en las que la tristeza y la desesperanza nos acompañarían a cada minuto.

La misma que a veces nos sigue persiguiendo, treinta años después.