Si usted es uno de los colombianos que tiene dos, tres o más hijos, le aconsejo leer este artículo para que aliste su bolsillo para los gastos que nos trae la Navidad.

 ¿Nota que después de la lluvia hay un extraño aroma en el ambiente y que los vallenatos viejos suenan en la radio y las emisoras empiezan a tronar anunciando que “…se siente que viene diciembre”? ¿Ve usted televisión? ¿Es de esos televidentes minuciosos que no deja escapar ni siquiera los comerciales? ¿Anhela llegar a casa después de la jornada laboral para desplomarse en calzoncillos sobre la cama y apoderarse del control remoto? Les tengo malas noticias: para esta época en especial (la del extraño aroma y discos viejos), este hábito —hasta ahora concebido como reconfortante— es muy perjudicial para la salud.

Confieso que desde el fin de semana pasado me he declarado en franca rebeldía en contra de la Navidad.  Y para el plan de contingencia rebusqué en mi biblioteca y desempolvé La montaña mágica, de Thomas Mann, y un ejemplar muy escaso del famoso libro de Gay Talese, Fama y Oscuridad. Si la cosa se pone más grave, tengo los dos volúmenes de El Quijote. La idea es llegar a casa y desplomarme, no en la cama frente al televisor, sino en el balcón en el que tengo que pelear un espacio con las cuatro plantas ornamentales que mi esposa dispuso decorativamente y un gato que cree que la silla playera es suya. Me dedicaré a leer y solo después del siete de enero retomaré el hábito de ver noticieros, películas y partidos de fútbol en la tele y aprovecharé, entre otras cosas, para descansar de las peloteras políticas, de la polarización y de las ofensas partidistas que pululan en las redes.

De todo como en botica

Y es que, créanme, ¿quién soporta el estrés de los anuncios que como una plaga se multiplican por estas épocas? Anuncios en los que una muñeca cabezona, fea y desgarbada sostiene una grabadora “que habla de verdad” y la maldita muñeca mueve su cadera de celuloide simulando bailar. Eso sí, la muñeca y la grabadora “se venden por separado”. La sesentona Barbie exhibe su nuevo castillo y sostiene un romance con un tal Ken, un muñecote muy parecido a un artificial actor mejicano, con carro incluido y uno o dos o tres ponis que mueven la cabeza. Pero la muñeca, el castillo, el Ken, el poni y el carro “se venden por separado”. Hay de todo como en botica: un robot que se convierte en carro y un muñeco tipo Supermán pero sin pantaloncillos por fuera disparando cohetes por doquier. Hay rompecabezas, armatodos, pistolas, espadas legítimas de samurái y pistas de carros que sugieren una vertiginosa velocidad y un alto costo.

Mientras la andanada publicitaria pasa, mi hija de siete años apunta con su perfecta letra cursiva en una libretita y murmura para sí: “la barbie y la Bratz se las pido al Niño Dios y el IPhone 11 y el computador portátil, se los pido a mi papá…” ¿Cuándo diablos hay que decirles que el Niño Dios y el papá es el mismo pendejo que tiene que hacer maravillas para comprar los regalos? ¿De dónde saldrá la cena navideña, las velitas, la comida y el whisky para las fiestas decembrinas? ¿Cómo hacer para corresponder a los regalitos que los insensatos amigos y vecinos les hacen a los hijos de uno dizque de aguinaldo creando enseguida la obligación de retribuirlos?

Aparte, los amigos del “Golden Group” empiezan a hacer los planes para “compartir en familia” aprovechando las vacaciones y las mujeres del grupo parecen ser poseídas por ataques compulsivos “por renovar”: “Hay que cambiar el árbol de Navidad”, “comprar más luces“, “comprar unos muñecos navideños nuevos”, “tapizar los muebles para que todo pegue” y hasta “comprar una pequeña excursión para disfrutar todos juntos”. Mientras tanto, en el chat de los amigos del Liceo de Cervantes se empieza a especular en dónde será la reunión de fin de año y cuánto costará la cuota. Al pensarlo elevo una oración al Altísimo para que surja, otra vez, el alma generosa dueño de una eficaz y oportuna “tarjeta dorada“ porque a ese tren, en diciembre no hay —ni habrá— plata que alcance.

Ni “el Niño Dios” aguanta

Para remate, el dólar sigue disparado y todas esas cosas que anuncian en la tele, más los caprichos de mujeres y amigos, dependen de la volatilidad del verde, que sigue subiendo. Y en “solidaridad”, además del dólar, también sube la canasta familiar, la ropa, el licor y todo lo que tenga que ver con la temporada decembrina. Pensar en “vacaciones en otro lugar” es prohibitivo, al menos que te endeudes por los próximos 48 meses o te decidas, de una vez por todas, a empeñar las pocas joyas sobrevivientes de la última crisis económica.

Sé de algunos chiquillos que no solo ven los canales de cable donde pasan los costosos juguetes o innovaciones tecnológicas, sino que gracias a la “televisión interactiva” graban los comerciales y se los mandan por WhatsApp a sus padres para que ni ellos ni “el Niño Dios” se confundan.

Mientras tanto, la señora de la casa hace planes para el 24 y el 31 y mientras escribe una interminable lista de posibles invitados, sientes que estás próximo a un paro cardíaco: “invitaremos a mis papás que están en Cartagena, a mis hermanas, a tu mamá, a tu hermana, a mis siete amigas de la empresa y a diez de tus colegas periodistas, esos que toman y comen por 20, y a esos profesores con los que andas…”.

Debo confesarles que estoy a un paso del Prozac y a media noche del Sanax. Mi cabeza ya no solo suma los puntos que le faltan a Junior para llegar a la final, sino cuánto cuesta la Navidad, digo, una Navidad decente, nada ostentosa, esa donde uno —como “cabeza de hogar”— recibe en la madrugada del 25 una camisa de rayitas azules que mi mujer vio en el remate de a la vuelta (igual que la del año pasado), un par de medias negras en promoción (que pegan con todo) y una tarjetica hecha en casa por la que me tocó pagar a mí el colbón y los colores. No hay una botellita de licor (así no sea de 12 años), o una colonia aunque sea de esas de revista, ni mucho menos un celular moderno que reemplace mi algo obsoleto Galaxy 5 con el que ando.

Pero amigos, no me paren bolas. Esto puede ser solo un síntoma inequívoco de la andropausia, pero por si las moscas empiecen a indagar desde ya qué le pedirán sus hijos pequeños al “Niño Dios”, o sus hijos mayores directamente a usted como aguinaldo, porque de seguir las cosas así, lo que le deberían pedir es que no fueran de la familia Pérez, sino de la Santo Domingo. Para rematar, ahora toca a mi puerta una señora vestida con una camiseta que promociona carnes frías, preguntándome si quiero separar y pagar en módicas sumas durante dos meses, un pernil para el 24 de diciembre.

Y mientras trato de tranquilizarme pensando que la Navidad aún está lejos y que habrá tiempo para programar gastos, resuena en el radio de mi carro la voz chillona del locutor que te recuerda, por si se te había olvidado,  que “¡se siente que viene diciembre!”. No lo has asimilado aún, cuando el disco de a continuación empieza entonando: “….faltan cinco pa las doce….”