De pronto lo tuviste a tu lado mucho tiempo. Pero para ti era solo un empleado más. O si tú eras el empleado, siempre creías que tu jefe no era más que otro millonario de mierda.

Cada vez que vas a ese supermercado, te quedabas mirando los precios y murmurabas para ti que esos bandidos se enriquecen a costa tuya.

Cuando hablabas con tu hijo al llegar del trabajo, enfurecías porque ese profesor siempre le llamaba la atención y le ponía notas que para ti no eran justas. ¡Esos profesores son todos comunistas!, solías estallar.

No podías ver que tu alcalde aparecía en televisión porque lo primero que salía por tu boca era una frase de desconfianza. “Todos son la misma vaina. La diferencia es que unos roban y hacen y otros solo roban”. Y cuando el que aparece es el Presidente, era como si vieras al diablo. “De verdad que cualquiera puede ser presidente”, sentenciabas pensando que este es más malo que los otros.

Cuando te reunías con tus amigos mirabas de reojo a ese, el que siempre hablaba más, sonreía más y llegaba siempre en esos seis metros de automóvil que tú envidias. “Quién sabe de dónde habrá venido esa plata”, rumiabas para tus adentros.

Agarrabas el periódico con indiferencia y ya no querías escuchar la radio ni ver la televisión porque para ti, siempre, todos esos periodistas estaban vendidos. “Solo informan lo que les conviene”, repetías a los cuatro vientos.

Renegabas cuando tu EPS te daba cita con un médico general porque para ti, “…esos principiantes no saben nada. Ni siquiera te miran la cara cuando uno va a consulta. A los médicos solo les importa la plata”, recitabas muy convencido.

Y es que para ti, y para muchos de los que ahora están leyendo esta columna, Colombia es un país cuya desgracia, precisamente,  son los colombianos. Eres de los que se acostumbró a ver el vaso medio vacío y a encontrar siempre la maldad en el rostro de los otros.

Se te olvidó que en Colombia -y en el mundo- también hay gente buena. Esa misma gente que hoy le está haciendo frente a la pandemia más grande de los últimos cien años y que tiene contra las cuerdas al mundo entero. Esa misma que pensaste que solo le daba a los ricos pero que ahora ves con terror que todos se pueden contagiar.

Ese empleado al que ni le conoces el nombre, o ese jefe al que desprecias, han puesto un grano de arena para mitigar el dolor. Tu jefe mantiene tu sueldo mientras te cuidas en tu casa y además, donó mercados y ayudas a los más pobres. Juan, el empleado, se unió con amigos para promover ayuda a los que la necesitan.

El supermercado del que despotricas armó más de treinta mil ayudas para los más pobres, mientras que los profesores, a los que insultabas a diario, siguen enseñando desde sus casas durante horas y horas a tu hijo y a los de todos, mientras tú ves televisión comiendo papas fritas con Coca cola.

El joven médico del que mal hablas está dispuesto a dar su vida por la de los otros, a costa de un sueldo irrisorio para su profesión. Él se expone a diario atendiendo a todos los que sientan los síntomas de esa enfermedad a la que tanto le temes y de la que ya no quieres ni decir su nombre. Tú, ahí en el sofá, mientras que médicos y personal de enfermería y auxiliares, se la juegan por todos.

Si no te das cuenta, la prensa no se ha detenido. Los periodistas están ahí afuera para que tú puedas estar informado de, entre otras cosas, cómo va la enfermedad y cómo ese alcalde y ese presidente a los que sigues cuestionando en medio de una crisis que debe unirnos, no se detienen en tomar todas las medidas posibles para los que no tienen un sueldo seguro y una alacena llena, como tú, puedan sobrevivir en medio de la tragedia.

Lo mismo que hace ese amigo del automóvil caro y ropa de lino: sin que tú lo sepas dona, ayuda, promueve solidaridad y recauda fondos para ayudar a otros.

No es el momento para rencores. Es la hora de construir. Es la hora de celebrar la amistad. De respetar al otro. De apoyarnos. No importa si eres santista, petrista o uribista: lo que Colombia necesita no son fanáticos de partidos o apolíticos blasfemadores. Lo que necesita son colombianos: sí. Colombianos con el corazón así de grande que sean capaces de encender una luz de esperanza en medio de la tragedia que está enlutando al mundo.

Ellos, los buenos, están ahí tratando de mitigar la desgracia. Esos mismos que están demostrando que la solidaridad, la sensibilidad y la vocación de servir, sí puede cambiar al mundo.

Lástima que tuvimos que esperar que un virus microscópico se metiera dentro de nosotros, para que pudiéramos valorarlo.