Un día te ríes de los disfraces de carnaval que parodian un virus extraño que azota por allá a los chinos o compartes eufórico memes burlándote de “esa gripita” que anda por ahí… y al otro día no te quieres ni asomar por la ventana porque, cuando menos lo pensabas, el virus llegó a tu ciudad.
Un día te mofas de tu madre que te aconseja que tengas cuidado con la pandemia porque, según tú, “esa vaina solo mata a los viejos”, y al otro día lloras aterrorizado porque Juan Carlos, tu amigo de toda la vida, no pudo a sus 26 años, soportar el virus.
Un día comes crispetas, papitas picantes y coca cola en un cine de la ciudad pensando que esa película que estás viendo y que te habla de contagios excéntricos, de pandemias catastróficas y de ciudades desoladas, no es más que la prolífera imaginación de los libretistas de Hollywood, y otro día te das cuenta que la realidad que estás viviendo, es peor que la ficción.
Un día piensas que eso que muestra la televisión de lo que pasa en Venezuela donde hay que hacer filas para entrar a un supermercado es por el maldito castrochavismo, y otro día te ves, tú mismo, haciendo una fila interminable en cualquier supermercado de tu ciudad con el temor que ya no haya huevos ni papel higiénico.
Un día te levantas pensando que definitivamente el dinero sí lo es todo y estás decidido a multiplicar la pequeña fortuna que te heredó tu padre para poder darte los lujos que quieres y comprar los antojos que te provoquen, y otro día te das cuenta que sin salud, el dinero no es más que un montón de papel con dibujitos que no te sirve para comprar la vida.
Un día te burlas de tu abuelita, esa señora digna, religiosa y de buenas costumbres que te regaña amorosamente para que agradezcas con una oración antes de comer y para que asistas a misa los domingos, y otro día rezas desesperado en la soledad de tu cuarto para que Dios, el mismo al que ya no le hablabas, te libre y proteja de todo mal, mientras que buscas en la tele el canal en que dan la misa de las siete.
Un día inventas que estás enfermo para no ir a la universidad, porque estás aburrido de las clases de redacción con ese profesor exigente y fastidioso, y otro día suspiras añorando el tener que salir a buscar una crónica en la calle, reportear y presentarle, a ese mismo profesor gruñón, el trabajo para que con su fiera lapicera roja, te lo corrija a su antojo.
Un día despiertas renegando de tu trabajo, de tu jefe y de tu salario, gritando a los cuatro vientos que no hay como quedarse en casa sin hacer nada, y otro día sigues minuciosamente las noticias para ver si la bendita curva ya está aplanada y puedes volver a tu trabajo de siempre, con el mismo jefe y con el mismo sueldo.
Un día, decepcionado de tu equipo de fútbol favorito, tuiteas que el balompié en Colombia es tan malo, que no vale la pena pagar 30 mil pesos para verlo por la televisión privada. Otro día, rebuscas en los diarios a ver si alguien dice algo de cuándo empieza la liga y si ese canal privado del que tanto has hablado tendrá una oferta para suscribirte.
Un día solo sueñas con pasear por la Puerta de Alcalá, el Arco del Triunfo o los coliseos romanos, y otro día das gracias a Dios por no haberte ido en esa promoción de febrero que te hacían tour exprés a bajo costo por países europeos.
Un día exclamas que esa nueva generación solo sirve para estar pegada a los móviles y a los portátiles y que no quieren salir de su cuarto, y al otro día estás tú mismo pegado a los móviles y los portátiles para poder trabajar a distancia.
Un día te acuestas convencido de que el Presidente es totalmente incapaz para gobernar este país y que sus políticas solo son para proteger a los ricos, y otro día te das cuenta que está tomando medidas que nos han permitido tener una tragedia mucho menor a la de otros países.
Un día crees, confiado, que nuestros dirigentes no son tan corruptos como los quieren hacer ver, pero otro día te das cuenta que hay algunos que son peores: se aprovechan de la pandemia y la desgracia de los más pobres, para feriarse los recursos de las ayudas y hacer política con la tragedia ajena.
Un día te burlas de ese amigo maniático que lava tres veces la lechuga, cuece exagerado los alimentos, se quita los zapatos antes de entrar a casa y por lo general limpia con dedicación su sitio de trabajo, y al otro día te ves tú mismo desinfectándote con alcohol, protegiéndote con guantes y tapabocas y restregando frenético todos los rincones de tu casa.
Un día exclamas que esa nueva generación solo sirve para estar pegada a los móviles y a los portátiles y que no quieren salir de su cuarto, y al otro día estás tú mismo pegado a los móviles y los portátiles para poder trabajar a distancia.
Un día sueñas con tener más tiempo para compartir en casa con tu familia, y al otro día te enteras que durante un tiempo aún indefinido, no podrás salir de casa y piensas que es la oportunidad de reponer el tiempo de calidad con los que quieres: ese mismo tiempo que antes no habías tenido.
Un día no entiendes cómo la gente tiene tanto tiempo para ver novelas turcas y series de Netflix, y al otro día, al borde del desespero, empiezas a buscar como loco qué novedades hay en la tele, si van a repetir ‘El Sultán’, y hasta vuelves a reírte con los viejos capítulos de ‘El Chavo’.
Un día te mofas desde tu ventana de esos que se las dan de atleta y madrugan para caminar cuando el sol aún no ha despuntado, y otro día tu mismo, en la misma ventana, mientras miras el parque de allá enfrente, añoras poder recorrerlo así sea bajo el ardiente sol del medio día.
Un día reniegas por las cantaletas repetidas de tu madre, y otro día te ves preocupado porque no llama, no la puedes visitar y te preocupa que ya no tenga todo lo necesario en casa.
Un día piensas que vivirás para siempre. Tu juventud y deseos de conquista te hacen arrogante y crees, como muchos, que las tragedias les pasan a los otros. Es entonces, solo entonces, cuando esa enfermedad que creías un chistoso disfraz de carnaval o un ingenioso meme en las páginas de Facebook, hizo que tu realidad fuera distinta. Porque llegó el día en que no sabes qué es lo que va a pasar mañana ni a quién le tocará la lotería de la muerte. Pero llegó el día y sabes, como todos, que aunque no vas a vivir para siempre, tienes que agradecer porque es otro día, y sigues vivo.