Tenía 41 años. Dos hijos y muchos planes por cumplir con su pareja. Ese fatídico miércoles 10 de febrero ella había tomado el turno de la tres de la tarde hasta la una de la mañana, y a eso de las 10 de la noche ya veía próxima la llegada a su casa. Era un día como todos. Uno en que, como siempre, daba lo mejor de sí: colaboraba con sus compañeros; era atenta con los clientes y cumplía con su deber.

Esa noche de miércoles Katherine Martínez Sarmiento les regalaba su sonrisa a los clientes que hacían fila ahí, en la caja 11, mientras que ella pasaba, paciente, uno a uno sus artículos, los empacaba y quedaba a la espera de atender al próximo. Pero no pudo hacerlo porque a Libardo Parra, su próximo cliente, un reconocido narco de la costa quien había sido extraditado y era perteneciente a la antigua estructura criminal de Alberto Orlandez Gamboa, alias “El Caracol”, cayó muerto a balazos mientras esperaba su turno para pagar en esa fatídica caja.

La probabilidad de morir violentamente dentro de tu sitio de trabajo en un supermercado es inferior al uno por ciento. Pero cuando la inseguridad se dispara en una ciudad que, paradójicamente, se le conoce como “la capital de vida”, ese porcentaje puede aumentar. Y Katherine hizo parte de esa estadística mortal: una de las balas que iban contra Parra terminó en su estómago.

Solo en lo corrido de enero 23 personas murieron violentamente en Barranquilla y, por desgracia, la tendencia de febrero no es alentadora: la delincuencia común y sicarial cobra víctimas cada semana y ni en la propia terraza de la casa una persona puede sentirse segura.

En la tarde de este jueves 11 de febrero, la Clínica Bonnadona de Barranquilla informó que Katherine Martínez Sarmiento, la mujer de la caja once de la súper tienda Olímpica de la calle 82 en Barranquilla, falleció en las horas de la tarde.

Su muerte es, tristemente, un terrible “daño colateral” de la violencia que las bandas criminales han desatado en todos los rincones de Barranquilla. El llamado “ajuste de cuentas” entre grupos delincuenciales rivales no mide el alcance de sus acciones y poco les importa que vidas inocentes, como la de Katherine, caigan en el ataque.

Y una de las causas de esta violencia demencial en las calles de la ciudad se le atribuye al resultado de una supuesta incursión, cada vez mayor, de células del Clan del Golfo en el departamento y que esta ciudad, refugio de exconvictos y narcos, es el escenario donde se escenifican los trágicos ajustes de cuentas en los que, por lo general, siempre cae una víctima inocente como Katherine.

Katherine era una trabajadora incansable como muchas de las que hay en Colombia y llevaba más de tres años laborando en esta cadena de almacenes donde es recordada como una compañera leal, disciplinada y colaboradora: sus hijos eran el motor de su existencia, dirían amigos de la víctima al conocer la fatal noticia.

“El homicidio de Katherine Martínez no puede quedar impune. A su familia, nuestro abrazo solidario. Y a la Policía de Barranquilla pido no descansar hasta encontrar a sus asesinos. He convocado consejo de seguridad para mañana”, trinó el alcalde en su cuenta de Twitter, quien anunció recompensa por información de los asesinos.

Tal vez sea un paño de agua tibia en una herida abierta que viene minando a Barranquilla desde hace más de una década: la inseguridad. Y es esta, la inseguridad, el enorme lunar que ha hecho mella en los últimos gobernantes que, aunque han salido airosos en su gestión de ciudad, se han rajado en movilidad, economía informal, cultura ciudadana y, por supuesto, seguridad.

Para Jaime Pumarejo la inseguridad en Barranquilla es un mal evidente sobre el que se está trabajando. En declaraciones a medios nacionales, el mandatario reafirmó que “… es necesario seguir enfrentando el micro tráfico y el crimen organizado, que son las cifras que impactan nuestro desempeño y percepción de seguridad. Para ello estamos trabajando con el Ministerio de Defensa y la Policía de Barranquilla”. Pero, preguntamos, ¿la policía y las fuerzas armadas sí están cumpliendo a cabalidad con su misión de proteger? Las cifras de estos dos meses en esta capital parecen decir lo contrario. Si bien los indicadores marcan una “ligera reducción”, es inconcebible que estas sean las cifras de muertes violentas, atentados sicariales, abusos sexuales agravados y feminicidios en una ciudad en medio de la pandemia.

Un informe sobre la violencia en Barranquilla y su área metropolitana publicado recientemente por la Revista Semana da cuenta que el año pasado Barranquilla se ubicó como la tercera ciudad con mayor número de muertes violentas por cada 100.000 habitantes, con un promedio de 20,2. Solo por detrás de Cali, que registró 41 y de Medellín, con 21,2. Lo llamativo es que de los 502 homicidios registrados en el departamento del Atlántico el año pasado, 299 fueron por sicariato. Y una de las causas de esta violencia demencial en las calles de la ciudad se le atribuye al resultado de una supuesta incursión, cada vez mayor, de células del Clan del Golfo en el departamento y que esta ciudad, refugio de exconvictos y narcos, es el escenario donde se escenifican los trágicos ajustes de cuenta en los que, por lo general, siempre cae una víctima inocente como Katherine.

Hoy, en Barranquilla, todos llevamos luto en el alma. Luto por Katherine, quien no podrá estar como siempre en su puesto de la caja 11, y luto por los centenares de “Katherines”, víctimas inocentes de una violencia ciega que tiene aterrorizada a toda una ciudad que, hoy con más fuerza que nunca, pide justicia.