No hubo que esperar mucho. Solo unos cuantos meses después de su posesión como presidente de Colombia, un gran porcentaje de los colombianos empezaron a sospechar que el elegido con más de diez millones de votos no estaría a la altura de sus responsabilidades. O diciéndolo de una forma más clara: a Iván Duque le iba a quedar grande el país.

Y le quedó. Asumió el poder en una Colombia flanqueada por una profunda crisis económica; polarización; inequidad; descontento de la clase media; un país azotado por el hambre en más de 21 millones de familias y con una corrupción galopante que se trepó hasta los escaños más altos de la justicia, salpicando a magistrados y jueces. Ese era el país que debía manejar. Al que debía llevar a un puerto seguro.

Duque parece estar, pero no está. Su estado gaseoso, difuminado, lejano, casi etéreo, genera un peligroso vacío de poder. Y es que como la mujer del César, no solo hay que ser, sino parecer. Y Duque, aunque es el presidente de Colombia, no lo parece.

Desoyendo todas las voces, Duque dio vía libre a esa especie de Frankenstein concebido por Carracasquilla como reforma tributaria sin contar que esta vez el pueblo, parodiando al desaparecido Horacio Serpa, no se quedó callado y le dijo, a una sola voz,  ¡mamola! Y tuvo que retirarla.

Además de ausente, Duque es mentiroso: olvidó su eslogan de campaña que hablaba de “más trabajo, menos impuestos”. Hoy, el desempleo escaló a cifras históricas, impulsado también, hay que decirlo, por la pandemia.

Pero lo que hemos visto en estos primeros cinco meses de 2021 es la peor versión de un desgastado Iván Duque. El manejo de su gobierno en medio de la crisis sanitaria –solo por poner este ejemplo—no ha sido la mejor. En proporción al número de habitantes de Colombia, el país está entre los diez con más muertes por cada cien mil habitantes, según informe de febrero de la Universidad Johns Hopkins, sin contar la debacle económica que ha sufrido el comercio, que aún espera las ayudas prometidas.

En ese país de Duque, la violencia no recrudece; en esa Colombia de este presidente, hay menos pobres y la clase media respira holgada. En el país de las maravillas de este mandatario que vive desconectado de la realidad, el narcotráfico y las bandas criminales no se han multiplicado, disminuyeron los asesinatos de líderes sociales y, en ese mismo país, en su país, la educación en Colombia marcha a la perfección.

Bajo el gobierno Duque el asesinato de líderes sociales parece ser otra pandemia: según Indepaz, en un informe que recoge el diario El Tiempo, más de 120 líderes fueron asesinados durante los primeros 100 días del mandato de Iván Duque (Lea aquí: 120 líderes asesinados en primeros 100 días de Duque) y además, medio centenar de masacres han dejado luto y desolación en distintas partes del país.

Pero para Iván Duque no pasa nada. El sigue ahí, encerrado en su teleburbuja, refugiándose tercamente en un programa de televisión que no ve nadie y en el que habla de un país que no es en el que estamos viviendo. Porque en el país de Duque, el ausente, la pandemia no se ha salido de las manos. En ese país de Duque, la violencia no recrudece; en esa Colombia de este presidente, hay menos pobres y la clase media respira holgada. En el país de las maravillas de un mandatario que vive desconectado de la realidad, el narcotráfico y las bandas criminales no se han multiplicado y, en ese mismo país, en su país, la educación en Colombia marcha de maravilla.

Duque no solo ha estado ausente y desconectado con la realidad colombiana, sino que evita ponerle el pecho a los problemas sensibles. Solo aparece para tomarse fotos ridículas al lado de un puñado de vacunas, tocando guitarra con un cantante vallenato o inaugurando alguna obra que había ejecutado su antecesor.

Sus iniciativas –que defiende con vehemencia—son ilógicas e impensadas. Defendió la reforma tributaria (que algún día hará de hacerse en términos más equitativos) en el peor momento posible y se ha empecinado en sacar adelante (ahí sí poniéndole el pecho como si se tratara de una urgencia de Estado) la celebración en Colombia de la Copa América. Una copa que demanda gastos; logística, egresos y desgaste de esfuerzos en un país que en este momento necesita el dinero, la logística y los esfuerzos para paliar la terrible pobreza e inequidad que nos está azotando.

El Duque menos malo es el que trata de venderse a través de Prevención y acción y ya es bastante malo. Ahí, él saca algo de lo que su yo interior siempre deseó ser, y –me imagino—que por no ir contra de la herencia familiar, decidió abandonar el histrionismo, la actuación y la música y hacer algo para lo que creyó –iluso él—podría servir, porque de seguro pensaba que manejar un país era como tocar el acordeón: estirar, contraer, altos y bajos… ¡pan comido!

Hoy Duque parece un huérfano abandonado a su suerte. Sin saber para dónde coger. Parece que, al estilo de Shakira, es ciego, sordo y mudo. Cada vez habla menos. Se comunica menos y, lo peor, piensa menos. Hasta de su partido recibe las más fuertes críticas y muchos, han empezado a marcar distancia. (Lea aquí: Críticas del centro Democrático a Iván Duque)

Hoy, sobre ese hombre pasadito de kilos, con cara de buena persona; de sonrisa cordial y de mirada tímida, que en un arrebato su jefe de partido lo arrojó a la candela política, nadie da razón.

Alejado de la realidad; muy lejano de la problemática que agobia al país; de espaldas a la revolución social que se toma las calles; mudo ante los excesos de la fuerza pública; desentendido de la galopante devaluación del peso y del incremento del desempleo y el cierre de empresas, él sigue estando como ha estado desde el primer día de su juramento: ausente.