Todavía no me acuerdo si eran las seis de la tarde o las ocho de la noche. Solo sé que ella bajó su mano y dijo – ¿ah, sí, muy nerviosito?- (con un ligero acento paisa). Su cabello era castaño, su piel blanca y el cantar de sus labios era del grosor de las montañas. Su recuerdo se nubla después de aquella frase. Luego de esa noche, la palabra virgen ya no existía en mi pensamiento; pero, cuidado tener 13 años y una relación con una niña de 18 no es cosa fácil. Silvia se llamaba; la mayoría de mis amigos soñaban con tener el mínimo contacto con una situación como la mía, pero lo que no sabían es que en medio de ese desalojo de miles de hormonas también había un choque de emociones y sentimientos.
Este no es cuento rosa de finales felices; aquí, aquí hay lágrimas, llanto, gritos, rabia, desconfianza y sí, por qué no decirlo, mucho sexo.

No sé si decir que fue mi primer amor, pero la quise con las vísceras. Silvia no era la típica niña rosa, tierna, que te lleva cartas de amor, ¡no! Desde un principio el marco de esta relación no se basó en detalles, pero sí en besos sentidos con el corazón. Las visitas de ella a mi casa se hacían cada vez más evidentes, hasta el punto en que mi familia ya no me dejaba solo porque sabían que la «dignidad» del primo menor de la casta se estaba jugando en aquellos cuartos de la casa.

Una bermuda café que se estiraba a la altura de la cadera, una minifalda rosada y un brasier negro fueron los únicos acompañantes de aquella primera vez, y es que díganme: ¿cuantos adolescentes no han hecho hasta lo imposible por tener la casa sola?

Al principio todo es curiosidad, uno se asusta, pero las ganas le pueden al miedo, las caricias y los besos de aquella niña bajaban de mi cuello, hasta llegar a mi niñez. El corazón se me aceleraba y si bien había pena, corrí con la suerte de una buena maestra.

Su visita era como la de un médico, con cita y tiempo definido, había condiciones, solo nos podíamos ver en espacios privados, nunca en uno público. Y es que aún no entiendo por qué lo prohibido es lo que más le gusta al ser humano, y sí, en medio de mi casa, su casa, mi cuarto, su cuarto, nos fuimos enamorando y ya no bastaba con verla un par de veces a la semana.
Estoy seguro de que ella, al igual que yo, en algún momento pensó y dijo: – esto será un vacilón de par de meses- y par de meses duraron casi 7 años. Hubiésemos podido llegar a tener miles de arrugas juntos. Si Carlos, su novio, no hubiese llegado de sorpresa a la casa de Silvia, solo así no se habría enterado de que el sudor de mi piel llegó a su cama. Por ahí comentan que entre cielo y tierra no hay nada oculto y que todo en esta vida se devuelve y cuánta razón. Pero, bueno, el cómo se entero es lo de menos: ciudad chiquita, infierno grande.

Dicen que las mujeres maduran más rápido que los hombres, que los hombres nunca se enamoran, que las mujeres son las que lloran, pero si nos ponemos a pensar en que, últimamente, un sinónimo de madurez es complicar las decisiones y los sentimientos más sencillos como amar; si paramos el tiempo un rato, y vemos a nuestro alrededor, tal vez nos demos cuenta de que seguramente los hombres se enamoran más rápido. Solo que probablemente lo hagan una sola vez en su vida y en ese orden yo comencé a tomar ventaja.

Una noche estábamos esperando taxi en una pequeña esquina, donde antes había una emisora, sentados en el andén se lanzó a darme un beso sin importar cuánto iba a esperar el taxista. Seguramente las relaciones tormentosas siempre se desarrollan a mitad de la luna, donde las malas energías y los malos pensamientos abundan. Subimos al taxi con la idea de llegar a su casa. Silvia, muy fresca, le indicó al señor la dirección, pero para mi sorpresa no era la de su casa, ni la de la mía. Se detuvo frente a una residencia de rejas blancas, eran alrededor de las once de la noche y a esa hora el calor ya había bajado, dejando ver los poros erizados de quien se excita. Silvia tenía las llaves de aquella casa; entré tranquilo, pensando que era de algún familiar.
Mientras ella abría la puerta, las pocas personas que pasaban se quedaban mirándola, puesto que rara vez escondía aquella tez blanca de sus piernas, que se iluminaban con el pequeño rubor de las personas que la admiraban. Creo que esto nunca me incomodó, ciertamente porque nunca la sentí mía.
Entramos a la casa. Inicialmente había una sala grande en donde perfectamente cabían cuarenta personas; al lado derecho, el comedor; al lado izquierdo, un sofá verde, par de sillas y un viejo televisor en la esquina. Las paredes eran totalmente blancas, al fondo estaba la cocina, se me acercó y me indicó que no hiciera mucho ruido; atravesamos la sala, subimos por unas escaleras en forma de caracol hasta llegar al segundo piso, estando allí, no entendí para qué el silencio, pues la casa estaba sola.
Había tres cuartos, tomamos el del lado derecho; en este había una cama doble en el centro. Ella cerró la puerta con cuidado, puso seguro y caminó hasta la ventana, la abrió dejando entrar la leve brisa de la madrugada que ya se acercaba. Llevaba una blusa blanca ceñida a su piel; la sinvergüenza, al verme estático en la puerta, se la quitó y se acercó a mí, me dio un beso en la frente, tomó mis manos sugiriéndome que tocara su piel suave; me quitó la camisa, besó mi pecho, bailamos a luz de la luna, con la brisa y las estrellas mirándonos desde el cielo, bailamos hasta llegar a la cama; en esos tres cortos pasos que dimos no quedaba ropa, con la poca luz que había en la habitación descubrimos las claves de un baile sincronizado, sin confusión, donde todos los movimientos fluían, donde no existía la timidez; bailamos en la cama, ella arriba o abajo, bailamos hasta fundirnos y ser un solo cuerpo…

En una estación de gasolina, o bomba como se le dice coloquialmente, la vi. Llevábamos dos días sin hablarnos, lo cual con el paso del tiempo comenzó a ser normal, solo la vi de espalda, su cabello castaño y su torso me ponían tan nervioso como la primera vez. Recuerdo que con tan solo un tiempo de haber estado saliendo me la encontré en una clínica donde me realizaban unos exámenes de las rodillas; me puso tan nervioso que no fui capaz de saludarla; todo lo contrario, salí disparado. Asimismo ocurrió ese día, cuando el tanque estuvo lleno me fui.

Recibí un mensaje de texto al día siguiente, aún conservábamos las claves que teníamos cuando éramos «amantes». El mensaje decía:- cuando el sol caiga, a la altura de las velas, hay 4 bancas rodeadas por cuatro árboles, en una de ellas estaré esperando-. La cita era en un viejo parque del barrio, a las 6 de la tarde. No les voy a negar que con tanto tiempo ya ese sistema me parecía un poco insignificante; sin embargo, le agregaba algo de emoción a la situación.
Muchas veces me dijeron que lo que empieza mal termina mal, y esta no iba a ser la excepción, solo que de joven uno se siente súperpoderoso y que los malos tiempos no llegarán.

Ella estaba en el parque cuando llegué; quería invitarme a una fiesta con sus amigos de la universidad, en un viejo apartamento cerca. Caminamos un par de cuadras, atravesamos el parque de Bella Vista, y llegamos a un edificio muy alto con un nombre un tanto colonial, algo así como El Conquistador. El apartamento estaba en el último piso, nunca me acordaré del nombre del dueño, seguramente porque no me caía bien. Al entrar se veía un ventanal gigante que permitía deleitarse con la vista de la ciudad, de ahí el original nombre del barrio.
La sala quedaba en todo el medio; al lado izquierdo, un pasillo muy largo que llevaba a la cocina, seguido de un corredor que nos dirigía hacia las habitaciones.
Nos sentamos en la sala junto a unos amigos de ella, nos sirvieron un par de tragos de aguardiente, por lo general las conversaciones de su club social se basaban siempre en las mismas personas, se criticaba mucho y se valoraba poco.

Alrededor de las once de la noche, la gente comenzaba a bailar, cuando de sus labios salieron las palabras «tengo sueño» ¿tengo sueño, aquí? Me pregunté. Se levantó de la silla, me tomó de la mano, atravesamos la cocina. Entramos al primer cuarto que encontramos, en él había una cama doble y una ventana al lado, que se abría de par en par. Si ustedes alguna vez se han preguntado si es posible hacer el amor sobre una ventana, la respuesta es sí…

En medio de la noche, su celular vibró; Carlos le había enviado un mensaje de texto en donde solo había un punto. Siempre he sido enemigo de revisar celulares, no me gusta la idea de tener a una persona como propiedad privada. Aun así era consciente de que cualquier cosa podía pasar. Cuando salimos del apartamento eran alrededor de las cuatro de la mañana. Caminamos hasta llegar a mi casa. Tenía un portón de color cobre, cuando entrabas a la izquierda veías una sala con un diván, dos sillas; al fondo, el comedor y un bar separado por una puerta corrediza; al lado derecho, una puerta que nos lleva a la cocina. Nos acostamos un rato en el sofá. Me quedé dormido, abrazado a su pecho; para cuando desperté ya no estaba.

El tiempo había pasado; yo ya no era un niño, su amor lo tenía de lejos, pocas veces nos saludábamos, pocas veces nos veíamos. Todavía no me acuerdo si eran las seis de la tarde o las ocho de la noche; era blanca, de cabello castaño, sus ojos iluminaban los valles más oscuros del universo. Su recuerdo se nubla después de eso. No recuerdo si fue un sueño, no recuerdo si estaba en una playa, solo sé que la volví a ver y sentí mi corazón vibrar como las cuerdas de una guitarra, como un beso que se da con el alma…