Mi capitán llevaba un año navegando. La frecuencia de su respiración comenzaba a disminuir, casi no dormía, y la brisa fría de la noche y el sol caliente de la mañana alimentaron una profunda tos que se fue convirtiendo en la enfermedad que acabaría con su existencia. Había huido de la playa como un cobarde y no sabía que esa sería la razón que lo haría lamentarse la mitad de su vida. Olvidó que para el ser humano pesa más el remordimiento de haberlo abandonado todo y no quedarse a luchar y sin pensarlo dos veces huyó al mar.

La vio la primera vez en una fiesta de cumpleaños de su familia. Ambos eran jóvenes, como los frutos de un árbol que no se pueden comer. Mi capitán solo tuvo un acto valiente en su vida y fue invitarla a bailar esa noche. Su piel era blanca, su cabello liso y tenía en la sonrisa la magia de los ángeles cuando se posan en la tierra para hacer un milagro.

Al terminar la velada, muy tarde en la madrugada, mi capitán tomó papel y lápiz y se adueñó de su sentir y la siguió hasta su casa. Anotó en el papel la siguiente frase: “No conozco sentimiento más puro que el que tengo cuando la veo a usted«. Y antes de que ella llegara se lo entregó, sin sentir vergüenza alguna por la única compañía que tenía, Rosa Grandas, su madre.

Su amada era la mujer más bella que había visto en su vida y no le hacía falta conocer a nadie más. Mi capitán, al igual que todos los hombres que pisan la tierra, tenía la facultad de enamorarse una sola vez en la vida y, sin pensarlo dos veces, aquella noche decidió darle su corazón a la única mujer que amaría. No pudo dormir de tanto soñarla. Se imaginó con ella, juntos en la dulzura de la noche mientras atravesaban la brisa del pacifico en su barco. No comprendía el porqué de la felicidad en su pecho si solo la había visto una sola vez.

Salieron juntos el primer viernes del mes de noviembre. Mi capitán  y su amada, siendo aún jóvenes, caminaron de la mano cerca de una legua. Ambos salieron con mentiras de sus casas, mientras en el rostro de cada uno de ellos se dibujaba una sonrisa y el viento de la ciudad los abrazaba y celebraba su amor. Sus padres los buscaban desesperados en cada rincón que tiene la tierra.

Eran inexpertos en temas del amor pero supieron cómo condensarlo hasta volverlo líquido y tomarlo a cántaros. Aquella tarde no hubo tiempo para esperas. No hubo miedo que los coartara de vivir ni mucho menos de soñar. Caminaron sobre la avenida principal de la ciudad hasta muy entrada la noche. Pararon en una vieja esquina a escuchar a los viejos borrachos cantar sobre los amores añorados y perdidos que tuvieron en sus desgraciadas vidas.

Sin advertirlo, se había enamorado, sin tener la más mínima noción del tiempo. Mi capitán no sabía que la perfección del amor había tocado su alma y se posaba en ella como un cachorro que busca calor en el interior de su madre. Se sentaba todas las tardes junto a la ventana para verla pasar acompañada de Rosa Grandas, que aunque caminara a la velocidad de los gallinazos y las brujas sin corazón, dejaba un espacio entre alma y alma para que estos dos jóvenes se vieran a los ojos y se sonrieran mutuamente. Esa mujer tenía en su sangre el gen del desprecio, gen que compartía con cuatro hermanas más. Su madre se llamaba Isabela y en su lecho de muerte se maldecía por haber traído al mundo 5 hijas que no le habían ofrecido más que sufrimiento y deshonra a la sociedad y, acompañada de su único hijo varón, se murió diciendo:

– Hubiese preferido haber parido marranos que por lo menos les sacaba plata…

Y se marchó de este mundo con la conciencia tranquila de haber hecho lo mejor que pudo.

Mi capitán no sabía más que el nombre y la piel de aquella dama. A pesar de esto el mundo entero supo de aquel amor. No fue ansiedad ni benevolencia lo que los llevó a juntarse. Fue romper las fibras del destino, fue acabar con los deseos de Dios. Aquel hombre se dedicó una vida a enamorar a su amor.

Habían pactado verse todos los viernes al caer la noche en una de las barcazas abandonas del puerto. Mi capitán conocía que, pasada cierta hora de la noche, no había alma que se merodeara por el sitio. Se había tomado la tarea de decorar el lugar como si se tratase de una fiesta al amor y dio en el punto. Al llegar, su amada se sorprendió al ver el piso de la barcaza todo tapizado con cojines morados y en un pequeño florero sus flores preferidas, las margaritas. Se sentaron al lado de la única y pequeña ventana que tenía la barcaza, que daba hacia el sin fin del mar. El viento entraba con la suavidad de una madre al cargar por primera vez a su hijo y con la luz de solo una vela y del resplandor que producía la luna llena, se fundieron en un beso tan mágico que, si Dios existe, lo hizo temblar.

Se acercaba la madrugada y mi capitán se confundía si la miraba a los ojos o directamente al alma y no lograba entender qué tenía ella, pues estos le decían mil cosas y al mismo tiempo lo llenaban de dudas. Se imaginaba lo lindo que era mirarla y sin que no pronunciara palabra entender algún mensaje de ella.

Así pasaron 13 meses exactos hasta que Rosa Grandas descubrió que su hija se escapaba de su casa. Se tomó el trabajo de seguirla una noche y los halló mientras se acariciaban a luz de la vela. Tomó a su hija del brazo y entre dientes maldijo al destino por repetir una y otra vez sin cesar el ciclo de la vida y se marchó con ella hasta su casa. Al llegar, aprovechando las ausencias de su esposo debido a su trabajo, borró cualquier huella que pudo haber dejado su hija de su idilio. Si Rosa Grandas tuvo algún gesto bueno en su vida fue este, puesto que si en su lecho de muerte hubiese tenido la obligación de responder si amó a su esposo, su respuesta habría sido que nunca estuvo con el amor de su vida.
Mi capitán pasó cerca de mes y medio sin saber nada de su amada. A las tardes les faltaban horas para poder verla pasar frente a su casa. Iba constantemente a la plaza de mercado y, aunque su fe en Dios flaqueaba constantemente, entraba a las misas de los domingos con tal de encontrársela en alguna de ellas; fue insistentemente hasta su casa dispuesto a dar la cara por lo ocurrido y,  si era necesario, comprometerse con los padres de la mujer que había tocado su alma, pero todos sus intentos fueron en vano…
@1albarracin