Hace una semana, mis amigos y yo nos inventamos un viaje exprés e improvisado de acampada en el Neusa. Ninguno de nosotros lo conocía ni tenía carpa. De hecho, entre los seis, solo alcanzábamos a reunir tres sleepings. Pero, como dice mi mamá, las ganas le pueden al miedo.

En teoría, teníamos un punto de encuentro, al que llegaríamos a las 12 del mediodía, con el fin de simplificar el transporte y cargar el carro con todas las cobijas y el mercado. Como buenos colombianos, no hicimos sino salir cuatro horas más tarde. Llenamos el baúl de jamón, queso, pan, salchichas, carne, galletas, frutas, pizza, agua y cerveza. Creíamos estar equipados para sobrevivir durante esa noche y la mitad del siguiente día en el Neusa. Minutos después de haber arrancado el viaje, justo saliendo de Bogotá, nos dimos cuenta de que nos faltaba un pequeño detalle: encendedores para prender la fogata.

En nuestro camino, teníamos a la mejor de todas las guías, la que no falla: Waze. Pero como paseo sin pérdida no es paseo, obviamos un retorno que nos llevaba a Neusa y nos desviamos hacia Zipaquirá, lo que nos costó unos 30 minutos más de viaje.

En ese recorrido, se pasa por varias trochas o carreteras destapadas. Se comienza a subir la montaña, se cambia de clima, hace un frío del carajo, aparece el aire puro y una vista tan espectacular que le da valor a todo el viaje, en tan solo unos pocos minutos.

Llegamos a las seis de la tarde. Aún el sol no se había ido y podíamos ver el Embalse. Afanados por temor a no encontrar una carpa donde pasar tranquilos la noche, paramos en la administración a preguntar dónde las alquilaban. Antes de salir de nuestras casas, habíamos visto en algún blog en internet que por aquellos lados había quienes ofrecían ese servicio. El celador respondió: “¡Jum! Que yo sepa aquí no se alquilan carpas, pero acérquense hasta Laureles. A mano derecha, hay una casa. Pregunten ahí”.

Nuestro recorrido hacia aquel punto en que los turistas también pueden acampar duró 5 minutos. Al llegar, nos dieron el número de alguien que podría alquilarnos una carpa. En el Neusa hay muy mala señal de celular. Fue por eso que volvimos a la administración, donde, sobre una piedra, y como de película se debía estirar el brazo para que el celular tuviera algo de señal.

La persona que contestó nos informó que el alquiler de la carpa, en la que cabríamos los seis ‘mochileros’, costaba 50 mil queridos pesos. Como seguro, debíamos dejar un depósito de 200 mil pesitos, aunque no íbamos preparados para eso. Gracias a Dios, Alá, la Pachamama o como quieran llamarlo, pudimos reunirlo con el poco efectivo que, de forma desprevenida, llevó cada uno en su billetera. Eso sí, quedamos ‘limpios’ hasta el día siguiente.

Luego de aceptar la oferta, esperamos a que llegara uno de los miembros de la finca que alquilan las carpas. Eran las siete de la noche y a escasos 60 minutos cerrarían la entrada de Chapinero, el punto al que íbamos a acampar.

Jurábamos que aquel hombre, después de haber demorado unos treinta minutos en llegar a donde estábamos, traería consigo la gloriosa carpa. Pero no. Hizo las veces de una paloma mensajera, solo que viajó en moto. “Deben ir a la casa amarilla, la más alta de todo Neusa. Es fácil llegar”, dijo después de bajarse del vehículo y brindar un par de indicaciones. Aunque no lo crean, fue sencillo.

Con la carpa en las manos, entramos a Chapinero. Compramos la leña que venden cerca, por unos 4 mil pesos cada paquete, y nos ubicamos en la entrada dos. En ese punto es donde están ubicados los baños del sector.

Eran las 8:30 de la noche. El frío que hacía entumecía nuestros dedos. Nos dividimos en dos grupos: unos encendieron la fogata. Otros, armamos la carpa. Nos abrigamos y destapamos la primera cerveza. Miramos hacia arriba y vimos esto.

Foto: Jeimmy fajardo

Eso, sin más, hizo que el frío, la lluvia, la espera y la angustia de no tener carpa, valieran la pena.

@1albarracin