Mi capitán se desempeñó como comerciante así acumuló una inmensa fortuna. Se dedicaba a atravesar el mar junto a ella. Vieron juntos las agresivas playas de una ciudad abandonada por sus indias y sus habitantes. Una ciudad acartonada en el olvido. Mi capitán no había hecho el amor nunca, salvo con ella. Un ser lleno de luz y anonimato para los ojos de los transeúntes que algún día soñaron con tenerla. Mi capitán nunca pudo dominar sus deseos banales, sus deseos carnales, sus deseos superficiales. Se entregaba a ella, al ritmo sublime de las olas, al viento fresco que ofrecen las costas y al arrullo que producen las tormentas cuando se está con la persona que se ama.
No era su sonrisa, no era el dominio que tenía al caminar ni mucho menos su alma que se reflejaba al mirar sus ojos lo que lo había enamorado. Tenía marcada brutalmente su esencia, la había conocido de un palmo y eso lo había anonadado.
Mi capitán había encontrado el brazalete que le había dado cuando la luna había estado llena 4 veces, cuando el sol había dado tres cuartos de vuelta. Lo había encontrado abandonado en un motel. Pero, ¿qué hacía mi capitán en un motel? Le pregunté y la respuesta fue: entregándole la piel a quien no debía a quien no merecía, justo ahí entendí que aunque la amaba y me amaba, ni ella ni yo nos sentíamos un amor único, fiel y desbordante y me marché. Prefiero morir en la soledad del mar, al borde de la locura, a ser consciente que la vida es un engaño que aunque el amor es el deseo mas preciado por todos los seres humanos es inalcanzable a los sentimientos imperfectos e inocentes que llegamos a tener.
Y así fue, mi capitán partió para siempre sin rumbo y sin regreso. Partió para siempre sabiendo que aquello del amor no sería para él algo como la primera vez y se fue en paz, incapaz de volverse a enamorar…