Douglas aún no había iniciado su vida. Era un feto, por decirlo de alguna manera, cuando en su cabeza comenzó a dar tumbos una vocecilla que le diría ya es hora de partir, que ya es hora de morir.
Eran las dos de la tarde de un día caluroso, las calles de la ciudad estaban desoladas, los árboles no respiraban, ni daban el más mínimo indicio de que en algún momento de la tarde sus hojas por fin se moverían. Una voz ronca se escuchó tras la puerta que daba a la entrada de la casa, era una señora de muy alta alcurnia, que se acercaba a concretar el negocio pactado por la venta de aquel hogar. Josefina se levantó de inmediato de su mecedora y se dispuso a abrir la puerta grande de madera; que tenía un lujoso vitral en la mitad en forma de Jesucristo mal hecho.
Juntas volvieron a ver la casa que gozaba de 3 salas vacías, un comedor viejo y un solar que lo acompañaba una mata de mango, se detuvieron en uno de los cuartos, era el del único sobrino. Aunque el cuarto tenía el tamaño perfecto para ser una cocina, en él solo había una cama sencilla y un viejo equipo de sonido. Por las ventanas que estaban abiertas de par en par y que daban a la calle entraba una pequeña corriente de azufre como si una bruja estuviese alertando un oscuro porvenir.
Una buena cantidad de dinero le habían dado a Josefina por la venta de su casa, el suficiente para haber vivido una vida tranquila, quizás en una casa que bordease la cordillera de los andes, donde hiciese un clima templado y pudiese cultivar y alimentar sus animales como siempre lo había soñado. Sin embargo, siguiendo las leyes de su fe, decidió invertir su capital en su sobrino Douglas; un desprovisto que no tenía nada ni a nadie en el mundo, luego de que sus papás murieran, según su tía, en un accidente doméstico. La única verdad era que ambos habían citado a la muerte para que les arrancara la vida al mismo tiempo.
Josefina le daría al pequeño huérfano más amor del que la vida estaría dispuesta a darle a alguien, desde enseñarlo a montar en bicicleta o en pequeños patines, hasta ayudarlo a enfrentarse con los vejámenes de la adolescencia. Aprender las terroríficas tablas de multiplicar, trasnochar cuando al pequeño infante se le había olvidado la clásica maqueta del volcán, o entenderlo cuando sin percibir por qué, salía a flote su más tradicional esencia canceriana, pedir un abrazo.
Él como siempre imprimió su sello en un sonrisa que envió de vuelta y su amiga al percatarse de esto, le dijo:
– ¿Conoces a Teresa?
A lo que él respondió.
– Claro.
– Es rara, hace unos días me dijo que tú necesitabas mucho amor.
Douglas no supo que más decir, lo tomó como una conversación sin sentido, pero de nuevo los augurios querían tomar protagonismo y la frase se perforó en su inconsciente para siempre.
Al terminar su bachillerato su tía, o su madre si bien podemos decir, le propuso irse del país por un tiempo, conocer otras culturas. Quería que él tuviera la oportunidad que ella y su única hermana no habían tenido, viajar y darse cuenta que la vida podía verse desde diferentes perspectivas, que lo que para nosotros está bien, al otro lado del mundo Dios lo ve con otros ojos. Pero para entonces, Douglas había puesto sus ojos en una rubia color girasol y se negó al viaje. Agridulce se volvió el sentimiento de Josefina hacia Douglas quien prefirió irse de la ciudad a estudiar una carrera que no lo llenaba, con tal de caminar despacio por los senderos del amor, quien luego de un tiempo se aburriría de él como se aburren los perros cuando están encerrados en una casa.
Lo primero que salió a flote fue aquella frase que se había perforado en su inconsciente y que buscó entender de todas las maneras posibles, ¿a que se refería aquella señora con la frase que escucharía en su adolescencia? Por más que lo intentada solo aparecían nuevas preguntas.
Rondaba la muerte en su habitación, se paseaba con el viento, como el arrullo de un gato, lo miraba fijamente a los ojos hasta que se sentaba a su lado como una fiel amiga, tomaba su mano y lo abrazaba fuertemente hasta que salía el sol. Lo visitó cada noche, cada madrugada. Dando los mismo tumbos, los mismos saltos, entrando tímida como cuando entra el amor a la vida de alguien. Sutil se sentaba todas las noches a su lado hasta que se ganó su confianza.