Caminaba un anciano por la carrera septima como quien va hacía el parque nacional. A muy temprana edad le habían descubierto una enfermedad, de esas en las que Dios escoge a una persona en un millón pa’ que le de. Mientras caminaba recordaba las tres protocolarias visitas a médicos en donde cada uno le diría que su condromalacia no tendría cura y que en algún momento de su vida terminaría en una silla de ruedas, pero gracias a la divina providencia, a los aceites mágicos que le untaba su mamá en las rodillas y a uno que otro tratamiento de científico loco. De esos que tienen agujas grandes y mezclas de brebajes que luego se inyectan, el anciano había podido estar de pie y seguir caminando por 27 cortos años.
Había patinado, nadado, montado en bicicleta, trotado, subido montañas, escalado, hecho el amor en las posiciones más ridículas y en cada una de esas actividades nunca su molestia había vuelto a aparecer. Pero si algo le faltaba, era bailar con el corazón en las piernas y con el cartílago de la rodilla tintoniando la salsa y el merengue y justo después de una noche de un buen bailoteo, sus malditas rodillas volvieron a fallar y mientras cojeaba el anciano que caminaba como quien va hacía el parque nacional, pensaba, JUEPUTA! me tocará tirarme de paracaídas en silla de ruedas…
@1albarracin