Era un hombrecillo. Aunque se parecía a los de la tierra, que caminan en dos pies, éste vivía en el mar. Su vida era perfecta. Tenía la oportunidad de recorrer todos los continentes sin necesidad de un pasaporte; sin la firma de un ejecutivo. No necesitaba trabajar , en el mar se abre la boca y está el sustento. Este hombrecillo tampoco sufría de aburrimiento. Tenía tantos amigos que a veces jugaba a las escondidas solo por ratos de soledad.
Disfrutaba de los días oscuros tanto como quería, pues a mil metros bajo el mar ya no hay luz. Pero cuando la cosa se ponía muy opresiva era fácil salir como un torpedo y pegar un brinco hasta casi rozar el sol.
Todo iba bien en la vida de aquel hombrecillo. Pero un día se le ocurrió por tocar una costa y sentir la arena caliente, a pesar de que a lo largo de sus años había escuchado que estaba prohibido. Náuseas y mareo fue lo que sintió y un fuerte dolor de cabeza que lo obligó a volver al mar. Pero el hombrecillo quería saber qué había afuera y con una curiosidad de esas insaciables, de esas que sólo genera el amor. Comenzó a indagar por los lugares más remotos qué había fuera del mar.
Uno por uno fueron contándole; primero un pez, que con un acento un tanto nasal le dijo que había visto con sus propios ojos una torre muy grande y que las personas de pie y pulmones se paraban a fotografiar; que había vivido en el país dónde la gastronomía era un arte tan cuidado como las esculturas de bernini.
Luego un pulpo de esos del tamaño de una ballena azul le afirmó que había oído en más de una ocasión en su milenaria vida, que fuera del mar se encontraban montañas tan grandes que aun el hombre con todo y su raciocinio ponía en duda su capacidad de construcción. Los tiburones no se quedaron sin opinar y al momento de hablar dijeron que fuera del mar había rollos de acetato que contenían las más magistrales películas hechas por el hombre.
Aquel hombrecillo, se imaginó París sin conocerlo, tocó la nieve del Everest sin sentirla, sudó con el calor del desierto mientras veía la gran esfinge, vibró bajo las más fuertes notas de la ópera, conoció la simplicidad y magia que nos da el universo en un día nevado, contempló los fuertes brochazos de un pintor que se había cortado una oreja. Lo había visto todo sin siquiera haber podido salir de una playa; lo imaginaba en su cabeza tal cual cómo sería en la realidad de los hombrecillos de pies y pulmón. Pero para cuando el hombrecillo del mar se inventó cómo salir de él, el mundo ya se había acabado y sólo ruinas encontró, el hombrecillo tendría que volver a empezar, para algún día ver lo que había soñado bajo el mar…
@1albarracin