Tenían pues sus labios el pecado.
Tenía puesta mi fe en un ángel
que iba a desaparecer.
No pretendí corromper
el alma pura de aquella mujer.
Solemne me dejó su disolvencia,
cuál ola arrepentida al tocar la ribera
y encogerse hasta llenar el mar.
Benevolente era mi ciencia
de escribir cartas que no leyera.
Y la ausencia de su presencia
me pesó cómo una condena.