Lo que ocurrió en Manizales durante una presentación de la banda bogotana Narcocracia no fue simplemente un ataque físico. Fue un atentado simbólico contra una de las funciones más poderosas del arte: incomodar y cuestionar los cimientos de lo que consideramos “normal” en una sociedad conservadora, violenta y profundamente intolerante.
El pasado viernes 23 de mayo, durante un concierto en un bar del sector El Cable, Leandro Martínez —vocalista de Narcocracia— fue agredido a botellazos por un espectador que, según testigos, no soportó ver a un hombre usando falda sobre el escenario. El resultado: heridas en el pecho que requirieron 19 puntos de sutura. Más allá del dolor físico, queda el mensaje brutal de que la disidencia estética y política aún se castiga en Colombia.
Narcocracia no es una banda cualquiera. Nacida en plena pandemia, en 2020, esta agrupación ha hecho del sarcasmo, la sátira y el humor negro sus principales herramientas para denunciar realidades incómodas: la corrupción, el desplazamiento forzado, la hipocresía religiosa y sexual, la violencia estructural. Con tres discos a cuestas y múltiples reconocimientos en la escena del rock colombiano, su propuesta no busca complacer, sino confrontar.
Vestir una falda en el escenario fue parte de una puesta en escena que, como lo ha explicado el propio Leandro Martínez, no responde a una provocación gratuita, sino a una crítica artística al orden patriarcal y a los discursos de odio que aún imperan en muchos sectores sociales. Esa falda simbolizaba algo más grande: la libertad de romper moldes, de no tener que justificar quién se es, ni cómo se ve, ni desde dónde se grita.
Foto del Instagram de Narcocracia y capturada por @natalia_hook
Y es que el rock extremo, como muchas otras expresiones artísticas, ha sido históricamente una trinchera desde la que se combate el autoritarismo cultural y político. En Colombia, esta música ha narrado desde los márgenes lo que no aparece en los discursos oficiales: el dolor del pueblo, la rabia de los excluidos, la risa amarga de quienes sobreviven al absurdo cotidiano.
Lo ocurrido con Narcocracia revela una verdad incómoda: todavía hoy, en pleno siglo XXI, hay quienes consideran que la expresión artística debe ajustarse a sus prejuicios. El arte, cuando deja de ser adorno y se convierte en denuncia, molesta. Y esa molestia, en sociedades intolerantes, se transforma rápidamente en violencia.
Pero lo que también quedó claro es que el público —en su mayoría— defendió la escena y rechazó al agresor. Porque la cultura no solo se manifiesta en el escenario: también se construye en la manera como nos relacionamos con lo diferente, en la forma como decidimos responder al odio.
Hoy Narcocracia continúa su gira con un mensaje más fuerte: el arte no se calla, se alza. Y cada vez que una banda se atreve a vestir la denuncia con falda, maquillaje, distorsión o poesía, nos está haciendo un favor: recordarnos que la libertad se ejerce, aunque duela.