Cuando se lo conté esperaba comprensión, una caricia y tal vez alguna falsa frase de esperanza del tipo seguro que la encuentras. Pero nada de eso.

-Yo sabía, yo sabía, pero es que usted está durmiendo todo el día. ¿Si ve lo que le pasó por dar papaya?

-Amiga, pero es que me robaron la cartera –respondí yo con cara de perrito apaleado.

-Pues eso, que usted es muy confiada y no se puede ser así.

No recibí ni un cómo estás, ni una pregunta sobre el hecho. No llegué a explicar que no había sido con violencia pero que tenía aún el susto metido en cada hueso del cuerpo. Pero eso no importaba. Solo recibí reproches por mi pendejismo. Sentí en aquel momento que el ladrón estaba revisando mis fotos de carnet, bebiendo polas con mi plata mientras se reía muy fuerte, porque él era el vivo, él estaba en la jugada y yo era otra víctima más que se sentía culpable. ¿Culpable de que me roben? ¿Pero dónde hemos llegado?

La frase “no dar papaya” ha tomado con el tiempo una connotación tan amplia que ya no se sabe cuándo es tu responsabilidad y cuándo la del otro. He aquí el problema, porque si te atracan, te estafan, o cualquier barbaridad de ese estilo, nunca va a ser tu culpa. Demonizamos a la víctima y el victimario sigue tendiendo un destello de consideración que no puede ni debe tolerarse. La permisividad con la violencia ha sido excesiva durante toda nuestra historia, incluso en muchas ocasiones vanagloriada. Pero ya, parémoslo, aquí no hay «vivos» buenos si esa viveza consiste en aprovecharse del próximo.

Entonces comienza un círculo vicioso del que es muy complicado salir. Si uno no confía en el otro, el otro tampoco lo hará en ti ni en el de al lado. Vamos, que nos hemos convertido en una sociedad de desconfiados que hasta pedimos la cédula a nuestra mamá para verificar si es ella (sin hablar de la huella). Y las cosas no funcionan porque en una creciente realidad donde el trabajo es cada vez más cooperativo, estamos fregados.

En esas cavilaciones andaba yo cuando descubrí este proyecto que me hizo volver a creer que no todo está perdido. Pues no es que las cosas vayan a cambiar radicalmente. Pero si hay luz hay esperanza, como seguramente diría algún espantoso libro de autoayuda barato.

Este experimento sociológico quiso comprobar qué tan buenos ciudadanos éramos en Bogotá, y la cosa salió bien para los capitalinos. Uno, después de ver el video, incluso podría pensar: pues demos papaya.

Demos papaya a la buena gente, a los gestos compartidos, a los proyectos emocionantes. Demos papaya a las buenas vibraciones y a un futuro prometedor. Seguro que así nadie se enojaría conmigo por mi confianza en el ser humano.