Todos los 9 de febrero hacemos lo mismo. Nos lamemos heridas, nos reafirmamos en que somos la berraquera y que tenemos la profesión más bonita del mundo. Y menos lo último, que es cierto, lo demás nos sobra. Nos sobra autocomplacencia y nos falta autocrítica. Y empiezo tan enfadada este post porque me saca la piedra que siempre discutamos sobre los mismos temas en un contexto donde hay tanto de lo que hablar y de lo que debatir.

Los periodistas tenemos una virtud hereditaria por la cual siempre buscamos los problemas de nuestra profesión en factores exógenos: el gobierno, la libertad de expresión, Uribe, los extraterrestres, los Santos, el clima, la tarjeta profesional, el trancón,… Siempre encontramos miles de motivos por los cuales no tenemos la calidad que la sociedad nos demanda, pero nunca los problemas son endógenos. Y ahí es cuando comienza nuestro verdadero problema. En no analizar el problema. En no ser consciente de que formamos parte del problema. Y eso no es exclusivo de un país, es un fallo que tenemos la gran mayoría de los que formamos parte del gremio.

Nuestra profesión es peligrosa. Buscar historias en este país les cuesta a muchos la vida y eso es una realidad tan dura como diaria. Pero siempre lo vemos desde la misma óptica: la falta de libertad de prensa no es nuestro único enemigo, tenemos muchos más. Pero no nos paramos a destriparlos. Hoy la FLIP, la Fundación para la Libertad de Prensa presentaba su informe anual titulado “60 años de espionaje a periodistas en Colombia”. Dentro de los muchos aspectos interesantes que resalta está el de los parámetros para acceder a una protección gubernamental. Y señores y señoras, no creo que para nadie sea una sorpresa que los periodistas de región lo tienen mucho más difícil para acceder a un esquema de seguridad que un periodista en Bogotá, y más, si trabaja en un medio de comunicación grande. Y además es obvio quién tiene más papeletas para tener un final trágico. Y sobre eso no hay casi denuncias. Nosotros mismos no lo denunciamos.

Sin entrar en terrenos pantanosos, nuestra primera pregunta, ya que las preguntas son nuestra principal herramienta, es: ¿qué carajo hacemos mal para que la sociedad no nos crea, para que muchas veces nos perciba como una amenaza?

Con el paso del tiempo cada vez los medios (que no es lo mismo que los periodistas) han estado más cerca de unos poderes que otros, y esa cercanía es la que los ha alejado de una ciudadanía, cada vez más crítica, que no come todo lo que le echen. Y menos hoy en día. Así que ese es un punto de partida. Si los medios no son creíbles, los periodistas sí deberíamos serlo. Es nuestra esencia. No la imparcialidad, eso no existe. La credibilidad. Que lo que digamos tenga solvencia, coherencia y compromiso social, para que nuestras historias sean sólidas, consumibles y respetadas. Respetemos a nuestro consumidor, él se merece lo mejor de nosotros.

Y lo cierto es que hay tanta gente que hace bien esta profesión que a uno le duele un poquito el alma cuando ve el panorama. Hay mucha gente que se juega el pellejo, el de su familia, porque cree que esto es lo que debe hacer, y casi siempre lo hace en condiciones precarias y no en los “centros urbanos principales”. Por ellos, por los propios profesionales que construyen la realidad de forma contrastada y plural, deberíamos hacer una criba y decir: esto es periodismo y esto no. En el periodismo hay profesionales, no gurús ni profetas mesiánicos que nos dicen lo que debemos pensar ni hacer. Ese no es nuestro sitio, no es nuestro campo de juego, nuestra opinión no debería interesarle a nadie. Nuestro trabajo, bien hecho, sí.

Por eso tal día como hoy, Día del periodista, debería servir para pedir más dignidad y para que nosotros dignifiquemos más lo que hacemos.