El juego terminó. Game of Thrones, una de las series de televisión más influyentes del siglo XXI, se despidió en medio de una extraña mezcla entre suspiros y malestar. Pero, a mi juicio, dejó una reflexión que es por donde deseo empezar (ver el siguiente video desde el minuto 2:55, hay spoilers pero como he dicho no me interesan).
“¿Qué une al pueblo? ¿Las huestes? ¿El oro? ¿Las banderas? Las historias. No hay nada más poderoso en el mundo que una buena historia. Nadie puede detenerla”, afirma un reflexivo Tyrion Lannister (Peter Dinklage) antes del momento cumbre sobre el que mucho se especuló: quién se sentaría en el Trono de Hierro. Y, pasando de los memes por delante sobre lo ocurrido con el símbolo del poder que obnubiló a quienes desearon conquistar ese privilegio, Game of Thrones hace una especie de descargo por su propia suerte como show en la voz de uno de sus personajes más icónicos.
Nada detuvo al espectáculo televisivo más grande de esta década, con perdón de obras más redondas. Encontraron una saga literaria, de esas en las que pocos reparaban cuando vio la luz hace más de 20 años y le vieron potencial. Su adaptación a la pantalla chica por poco y no ve la luz, con unas intenciones clara como lo resalta este artículo de la revista chilena Mouse, se sobrepuso con creces y respaldó la confianza de su canal, HBO. Cada temporada la locura aumentaba exponencialmente, regalando momentos de indescriptible terror, violencia y sexo, junto con agudas disertaciones sobre la moral y la política. Game of Thrones no se reduce a una simple coreografía de batalla medieval, nunca se planteó como una serie de aventuras con héroes diáfanos y villanos de opereta. Rompió esquemas en diversos sentidos y hasta su último segundo trató de no ser fiel al fan service, aunque gozara simultáneamente de sus beneficios.
En cuanto a la forma, Game of Thrones fue un experimento multigénero que se dio el lujo de cruzar sin empacho por las corrientes del melodrama más convencional hasta el suspenso y la acción sin perder cierto sarcasmo y parodia cuando convenía, sin olvidar que se trataba de una fantasía. El que su creador, George R.R. Martin, no finalizara la saga no fue óbice para frenar su avance, y los creadores de la serie, Benioff y Weiss (con o sin un verdadero empeño, vaya uno a saber) redondearon el camino que su ocioso progenitor evitó proseguir. No se negarán los errores de sus decisiones creativas, algunas inexplicables, otras de pena ajena, pero elevaron el show a sus límites ¿La prueba? Nos tuvieron años especulando sobre su desenlace, haciéndole la tarea fácil a Martin, que ahora tiene el guiso preparado para un cierre literario a la medida, hecho que me parece más mezquino que terminar la serie al vaivén de los espectadores. Si hay desengaño por su final, la culpa también le cabe a su creador.
En mi caso, ya iba avisado. Gracias a las insólitas filtraciones que se cumplieron al pie de la letra a través de redes sociales como Reddit el capítulo final no fue una sorpresa. Mientras las leía pensaba si este “saboteo” podía verse como un acto desesperado de fanáticos que no se hacían a la idea de que su serie favorita los dejara (amén de una mala leche por parte de quien lo haya filtrado con tanto detalle) ¿Un mal final? Quizás no, tal vez más víctima de las presiones de su ejecución, expresados banalmente en los tan comentados errores de continuidad o en las apresuradas conclusiones de eventos clave como la tan esperada Larga Noche, pero no lo veo como algo deliberado. Daenerys nunca la vi como mansa paloma, Arya se ganó su lugar en el altar de heroínas de ficción y Jon Snow por suerte no fue un Avenger.
Tener la enorme responsabilidad de acabar un fenómeno global desubica a cualquiera. Es una mala época para ser popular: tener que quedar bien con patrocinadores, empresa y ahora con un público sediento de sangre desde sus tronos virtuales no parece un lugar deseable para todos los involucrados en tamaño éxito. Por eso Game Of Thrones es una bisagra de dos tiempos: el de las series semanales de las que nos sabían enganchar y creaban identidad y el de las olas furibundas de críticos casuales que en vez de saborear el momento desmenuzan todo hasta el mínimo detalle y esperan contar con la razón sin derecho a la defensa, escondiendo el temor de dejarse emocionar con algún giro o parlamento decisivos. Es una mal momento ser un espectador en esta generación, de esos mismos que prefieren ir a los conciertos para grabarlos en su totalidad con su celular en vez de disfrutar de la agitación del momento.
Vendrán otras producciones con otras lógicas, que serán exitosas a su manera. Pero el legado de Game of Thrones, con sus aciertos y equivocaciones, será imperecedero. Si falló en interpretar a todos sus públicos, bueno, no creo que deba disculparse, más allá de que haya traicionado absolutamente a su pretensión inicial como historia. Benioff y Weiss creyeron en lo que hacían y cerraron el círculo que empezó en el 2011. De Game of Thrones se harán revisiones, descubrirán otros errores, nuevos aportes, sus artistas hasta renegarán de su participación, pero si admiten que les cambió la vida es una señal de su poderosa influencia. Nos unió como muchas otras, desde M.A.S.H a Lost, desde Dallas a Betty La Fea, desde La Mujer del Presidente a Lost y Breaking Bad, todas despertaron auténtica pasión y se integraron a nuestras vidas, reímos y sufrimos como nunca, pero siempre se nos olvida que todas tuvieron que acabar. Hay que aprender a despedirnos: por muy amargo que sea el adiós y la ira que despierte no podemos cambiar lo sucedido. Quedémonos con lo mejor que nos inspiró y demos paso a nuevas aventuras. Por mi parte le doy gracias a la producción, a HBO y a sus fanáticos más sensatos que me contagiaron de su vibra y comparto con ustedes la incertidumbre de lo que vendrá ahora.
¡Larga vida a Poniente!
@juanchoparada
juanchopara@gmail.com