La más reciente tragedia registrada es la del ingeniero Camilo Restrepo. Este diario informó el pasado domingo 15 de mayo que “Desde octubre de 2021 se han reportado 542 casos de intoxicación. En Bogotá los casos se duplicaron”.

En las últimas semanas se han multiplicado por redes sociales toda clase de imágenes de personas desaparecidas cuyo último paradero fue en algún bar departiendo solos, con amigos y/o acompañados de desconocidos, o mientras transitaban en algún lugar de la ciudad. Los familiares y conocidos viven momentos angustiosos hasta que reciben una de dos noticias: constatan que su allegado sigue con vida o que falleció como consecuencia de un ataque inmisericorde.

Seguramente en este momento hay personas que atravesaron una situación parecida. Estamos en el mismo equipo. Hace 13 años sobreviví por alguna razón, víctima de circunstancias absolutamente prevenibles. Aunque agradezco estar de pie para contarlo, queda el sinsabor de las explicaciones y una cierta humillación por la forma como sucedieron las cosas, además de la engorrosa tarea de reponer documentación, celulares y tarjetas. Vergüenza, para no extenderlo más. Y lo más perturbador es fingir que no pasó nada, mientras persiste ese delirio de persecución al cruzar las calles y cada tanto volver la mirada para saber si alguien se aproxima, menguar las salidas en solitario y adquirir mañas como la de no despegarse de la bebida hasta para ir al baño.

En los casos donde los robos bajo efecto de fármacos ocurren en bares o discotecas uno se pregunta por el cálculo tan medido de los agresores. Hombres y mujeres con pinta de amables, dicharacheros, atractivos, serviciales. Casi que ni se esfuerzan en caer bien. Pueden tardarse toda una noche, ser complacientes ante toda clase de galanteos y propuestas, incluso llevarlas a cabo si deciden divertirse un poco antes de cometer el crimen. O simplemente aprovechar un descuido y depositar el narcótico, sin agotar su arsenal de sonrisas mientras perdemos la voluntad ante sus ojos.

Como dije, lo más difícil de enfrentar es la vergüenza que produce articular y repetir una historia fragmentada tres, cuatro o veinte veces ante familiares, amigos y autoridades entre otros. ¿Por qué salió solo? ¿Conocía antes ese lugar? ¿Dónde conoció a la persona que sale en las cámaras junto a usted?

Antes, salir de levante era equivalente a ir de cacería, con una victoria equivalente al tamaño del triunfo obtenido: desde un número de teléfono, una pieza de baile, un beso o una noche pasional, o todo junto si contaba con una suerte infalible. La televisión nos aleccionaba con engaños disfrazados de series o comedias donde la rumba en un centro nocturno era un despliegue de habilidades que comenzaban con el vestuario escogido, seguían con los discursos para romper el hielo y terminaban con un desfogue de carcajadas y lenguaje enredado producto de los efectos del alcohol. Era la anécdota favorita de los padres para explicar cómo se conocieron o dieron el sí a lo que sea.

Hoy en día sí que da pena admitir la manera como abordamos a los demás: ¡esperando un match! Aunque acudimos a los bares, mantenemos la mirada en las aplicaciones de citas donde rastreamos febrilmente a la persona que nos aparezca más cerca y “vemos que pasa”. A veces ni es necesaria tanta logística. Solo queremos sexo, buscamos qué persona está dispuesta y negociamos si en su casa o en la mía. Los más románticos (o precavidos) querrán un poco de conversación y buscarán un lugar público antes, pero de una forma u otra ese es el comienzo de muchas pesadillas como las que he leído hoy en día.

En dichos episodios queda en entredicho el círculo de amigos o personas de confianza de la víctima: ¿Por qué no les dijo nada? ¿Dónde estaban cuando ocurrieron los hechos? No necesariamente es su culpa. La tecnología nos hace tan autosuficientes y orgullosos como para evitar contarles el pequeño detalle de que andamos “pescando por ahí”. Y ese silencio hace la diferencia entre que nos encuentren más o menos rápido cuando caemos presas de criminales. Conocer gente a través de aplicaciones no es un delito, pero con todo lo que ha ocurrido es la peor idea.

Hace más de tres años que no he vuelto a una discoteca, pandemia de por medio. Recordaba las campañas de “rumba segura” en donde las autoridades prometían unir esfuerzos con propietarios de establecimientos para controlar en lo posible los entornos de la fiesta, saber quiénes entran solos y salen acompañados, qué medio de transporte toman para irse, entre otras medidas. La más reciente que recuerdo es «Farra en la Buena», que se adelantó al final del gobierno de Peñalosa. No obstante, esta estrategia estaba más encaminada a controlar un poco los estragos por el consumo excesivo de alcohol que derivan en riñas y lesiones personales. No sé por qué se perdió el impulso al respecto, pero creo que en su momento sirvió de algo. De esa desafortunada experiencia tengo marcado con hierro que zonas como la Primero de Mayo, la llamada “Cuadra Picha” y Galerías se pueden convertir en la antesala del infierno.

Esto no es un asunto de “dar papaya”, como suele mencionarse despectivamente al comentar el asunto. Hay un lucrativo negocio que, tras el prolongado encierro, hace su agosto en medio de escopolamina y benzodiacepinas. Hay bandas dedicadas a esto como si se tratara de la carrera profesional más rentable. La desconfianza está sembrada. Yo me marginé de las expectativas. El terror que causa terminar a merced de una sustancia manipulada por desconocidos no se lo deseo ni a mi peor enemigo. Por fortuna conocí en esas circunstancias quienes eran las personas más valiosas. Desde el policía que me halló en un potrero y esperó a que reaccionara en el hospital, el cuerpo médico que me atendió, los verdaderos amigos que estuvieron pendientes de mí, a los que no les conté que estaba de levante, además de mi familia.

Esa suerte no la corrió Camilo Restrepo, cuyo final me produce mucha tristeza y rabia. Expreso mis condolencias y solidaridad con su familia y amigos. Siempre he proclamado y defendido la necesidad de hablar de las cosas que nos duelen, por difícil o inapropiado que parezca al inicio. Pero siento que es necesario cuando se trata de otras vidas que están en juego. Cuando deseen compartir esta clase de relatos o proponer acciones que contribuyan a sentirnos más seguros con gusto estaré abierto a escucharlos o participar de iniciativas al respecto. No suframos solos.

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