El pasado 9 de noviembre se cumplieron 25 años de la caída del muro de Berlín. Tras décadas de aislamiento, y varios años de estancamiento económico y descontento social en todo el mundo comunista, los habitantes de Berlín del Este pudieron cruzar el escalofriante muro para reunirse con sus familiares y amigos del Oeste, para escapar permanentemente de la RDA, o solo para caminar por la noche en el otro lado del muro por primera vez en sus vidas y luego regresar a casa.
Es bien conocida la historia de esa noche (tal vez la más emocionante y simbólica del siglo XX). El Gobierno comunista había ya decidido reducir las restricciones de viaje hacia la Alemania capitalista, pero no pensaba hacerlo público tan rápido. Un oficial del Gobierno, claramente confundido, anunció en televisión, antes de tiempo, que no habría más restricciones para el paso fronterizo. Inmediatamente miles de berlineses del Este se agolparon en los puntos de cruce bajo el muro de Berlín, esperando que se abrieran las puertas. Los policías en el muro no habían recibido ninguna orden, y observaban nerviosos cómo la multitud crecía. Para aquellos policías la orden todavía era la misma de las pasadas décadas: disparar contra la vida de cualquiera que intentara cruzar el muro.
Al final fueron los mismos policías quienes abrieron las puertas. Primero de forma ordenada, sellando los pasaportes de quienes cruzaban. Luego las puertas sirvieron de paso sin sellos en los pasaportes, y eventualmente todos cruzaron sin ninguna restricción. No solo por las puertas, sino sobre las rejas y sobre el mismo muro. La felicidad de los alemanes de ambos lados todavía puede verse en los videos grabados esa noche, muchos de los cuales están disponibles en redes sociales y garantizan sacar lágrimas de emoción a quien los vea.
Pero la caída del muro fue un símbolo de un momento histórico mucho más grande. No fue el primer episodio ni el último, sino el más feliz, pacífico y visible de una serie de derrotas que el comunismo se dio a sí mismo. Polonia, Alemania Oriental, Bulgaria, Checoslovaquia y Rumania tuvieron grandes protestas sociales en contra del sistema de partido único, las restricciones a las libertades y el fracaso económico. La Unión Soviética agonizaba, y los presidentes de sus propios miembros principales (Rusia, Bielorrusia y Ucrania) le dieron su golpe mortal el 8 de diciembre de 1991, sin ni siquiera preguntarle a su líder, Mikhail Gorvachev.
Con el colapso de la Unión Soviética terminó el experimento comunista en casi todo el mundo. Hoy quedan muy pocos países que se autodenominan comunistas. China ya no es una economía comunista, sino un mercado capitalista dentro de un Estado absolutista. Cuba atravesó el período más difícil de su historia cuando la Unión Soviética dejó de sostener económicamente a la isla, y solo tuvo un respiro cuando Venezuela empezó a entregar petróleo subsidiado para cubrir las necesidades de energía del país. Pero de caridad no se puede vivir, menos cuando el que subsidia es Venezuela, culpable de su propio colapso económico. Por tanto, Cuba ya ha tenido que adoptar reformas a favor del mercado y de la inversión extranjera, cuyo últimoescalón fue la apertura de todos los sectores al capital foráneo en 2014, con excepción de unos pocos protegidos por el régimen, y la normalización de relaciones con Estados Unidos. Así, Cuba tampoco es hoy un país comunista, sino que se acerca al modelo de capitalismo absolutista chino.
En medio de la Guerra Fría, cuando el presidente Kennedy visitó Berlín y pronunció sus famosas palabras, “Ich bin ein Berliner” (“yo soy berlinés”), se pensaba que el final del comunismo (o del capitalismo) tendría que venir de una guerra y la imposición militar de un sistema sobre otro. Nada más lejano de la realidad. El comunismo fracasó por su incapacidad de generar prosperidad en el largo plazo. Como siempre lo ha mostrado la historia y lo está viviendo Venezuela el castigo de una economía que no progresa es mucho más letal para cualquier régimen que el estallido de las bombas.
La economía planificada desde el centro, si bien puede solucionar algunos problemas de corto plazo, en el largo plazo no tiene la capacidad de innovación de la economía de mercado. En un mercado competitivo (el cual no siempre se ha privilegiado en las economías de Occidente) los ciudadanos tienen la libertad de inventar avances en cualquier área productiva, aunque con el riesgo de fracasar, por supuesto. Pero entre muchos fracasos, unas pocas innovaciones realmente tienen la capacidad de transformar el sistema productivo para beneficio de todos. En la economía comunista, planificada desde el centro, la capacidad de innovar se reduce a las mentes de unos cuantos burócratas. Sin innovación no hay crecimiento a largo plazo, y el mundo comunista se condenó a sí mismo al desastre económico.
A finales de los ochenta, cuando cayó el muro de Berlín, las economías del mundo comunista llevaban estancadas más de una década. Sin crecimiento económico y con altas tasas de desempleo era imposible ocultar por más tiempo el fracaso del sistema para dar bienestar a sus ciudadanos. La caída del muro fue un símbolo de este fracaso, y la caída del sistema comunista en una escala global fue el final de un experimento romántico, teñido constantemente por sangre, que no cumplió sus promesas. Por esta razón el muro fue alzado para evitar que los alemanes cruzaran del lado comunista al capitalista, y no al revés. Y por esta razón las caras de los alemanes del Este se ven tan felices en las imágenes de este día hace 25 años.
*Este texto apareció originalmente en la revista Tribuna de la Escuela de Gobierno Alberto Lleras Camargo de la Universidad de los Andes