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Cerré la puerta del taxi y saludé al conductor que me había recogido. Tenía afán de llegar al trabajo con tiempo, y el tráfico mañanero parecía no poder ser peor. Revisé el correo electrónico durante el comienzo del trayecto hasta leer el último mensaje y navegué entre una y otra aplicación del celular, sin encontrar más que hacer. Podía oír que el conductor llevaba el radio encendido, pero no entendía nada de lo que sonaba. Le pedí que subiera el volumen.

Debatían desde todas las emisoras esa mañana sobre la firma del punto para la terminación del conflicto armado y el ambiente mezclaba esperanza con incertidumbre. Probablemente al haber visto la identificación del medio para el cual trabajo, el taxista me preguntó con interés:

-¿Usted es periodista?

Yo le respondí que sí.

-¿Qué opina de todo esto?- volvió a preguntarme.

Le dije que si los colombianos dejáramos de matarnos y empezáramos a pensar en un futuro más próspero, el destino del país cambiaría para siempre. La idea pareció agradarle y asintió la cabeza, haciéndome entender que estaba de acuerdo. El tráfico parecía no moverse y cada vez miraba con más frecuencia el reloj.

-El problema es que aquí unos quieren la guerra, pero mandan a otros a pelearla- argumentó con convicción el taxista.

Yo le respondí que tenía razón, y que la dinámica de la guerra cambiaba radicalmente entre las ciudades grandes y el campo. Le conté mi ejemplo personal, que yo nunca he visto a un guerrillero, y de manera inconsciente le pregunté si él alguna vez había visto a un actor del conflicto. Durante varios segundos no hubo más que silencio.

-Yo me desmovilicé en el 2004- me dijo con timidez.

-¿De la guerrilla?- le pregunté.

-No- respondió en seco. Así que entendí de inmediato.

Durante el resto del camino, el conductor me contó sobre sus años jóvenes en un pueblo santandereano. Había crecido en medio de la pobreza y en su condición, explicaba, ir al colegio no representaba oportunidades reales para él ni para las necesidades de su familia. Por eso a los dieciseis años decidió irse de la casa y terminó en las filas del Bloque Central Bolívar, sin tener demasiado claro en qué consistía el proyecto paramilitar, que por ese entonces pasaba por sus días de mayor poderío.

El día a día como combatiente, me contaba, era difícil y lleno de temor. Sin embargo recibía más dinero del que jamás habría creído que llegaría a ganar, y llevar un fusil en el hombro lo hacía sentir más poderoso que cualquiera de sus vecinos. Participó en combates y aprendió de la disciplina que le imponían sus superiores. Pero cansado de la miserable vida de la guerra, recibió con esperanza la posibilidad de desmovilizarse durante los diálogos de paz con las AUC. En medio de mucha reserva me contó que había cambiado de identidad y que llevaba doce años viviendo una nueva vida.

Regresar a la legalidad no era tan rentable como la guerra, desde el punto de vista económico, pero la tranquilidad de trabajar de manera honrada compensaba cualquier preocupación, me explicó. Además confesó, con algo de nostalgia, que con poca frecuencia viajaba a visitar a su familia por el riesgo que implicaba regresar a su pueblo. Mientras tanto el recorrido que antes parecía eterno, lentamente llegaba a su final.

Antes de bajarme en mi destino, no aguanté preguntarle si alguna vez había matado a alguien en sus años dentro de las filas paramilitares. Una pregunta apenas de esperar de alguien que jamás había visto con sus propios ojos a un actor del conflicto armado. Él solo levantó las cejas y se tapó la boca con una mano, dejando en evidencia algo de vergüenza e impotencia. “Estaba muy joven”, fue lo único que me respondió.

Cuando abrí la puerta, me dijo: “ojalá los muchachos guerrilleros también tengan oportunidades”. Yo le pagué la carrera y me despedí. No me demoré mucho en caer en cuenta que una conversación tan inesperada me había dado a entender que todos tenemos derecho a una segunda oportunidad de vida y que como ciudadanos estamos en la obligación moral de recibir a aquellos que están buscando una manera de regresar a la vida civil.

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Politólogo de la Universidad de los Andes. Analista de temas políticos y activista por la paz. Creo en un país de jóvenes empoderados, críticos y comprometidos con el futuro colectivo. Músico de tiempo completo.

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2 Comentarios
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  1. Claro que la mayor parte del país está de acuerdo en darle una segunda oportunidad a los guerrilleros rasos igual que lo que se hizo con los paras. Pero lo que muchos creemos que es una verguenza es darle todo a unos criminales, que nunca se han arrepentido, que se siguen burlando de las víctimas como son las cabecillas de las Farc. Señor bloguero, no trate de confundir al lector por favor.

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