Nunca antes había deseado tanto que el tiempo dejara de pasar por un momento como este fin de semana, cuando pude ver a todos mis sobrevivientes ídolos musicales reunidos en un mismo espacio. Jamás se me habría ocurrido hace algunos meses que Bob Dylan, Paul McCartney, Neil Young, The Who, Roger Waters y los Rolling Stones tocarían en un mismo festival. Y mucho menos habría creído que de llegarse a dar ese encuentro, yo estaría ahí para dar fe de que algo tan grandioso realmente tuvo lugar.

Pero pasó. Y luego de varios meses de inmensa ilusión, siendo siempre consciente del enorme privilegio que significaría ver a mis héroes musicales en una misma tarima, llegó el momento de viajar al festival de Desert Trip en el Valle de Coachella para ser testigo de lo irrepetible. Aunque muchos se habían atrevido a llamarlo ‘El nuevo Woodstock’, para mí el encuentro en el desierto californiano representaba un punto de encuentro entre varias generaciones, en donde una eterna juventud ya envejecida le entregaría la antorcha a los más nuevos. Se trataba de algo mucho más que un encuentro de nostalgia: era el comienzo del cierre natural de uno de los ciclos más memorables de la historia de la música.

Y por eso todas las presentaciones fueron exquisitas a su manera, compuestas por repertorios inusuales y exhaustivamente ensayados. Todos sabíamos que lo de Desert Trip jamás se repetiría y la belleza misma del encuentro estaba en que precisamente no volvería a darse algo de su clase. Ya todos los artistas han asumido la vida con una madurez que muchas veces la esencia propia del rock ha intentado evitar, y antes que jugar a la inmortalidad y a los excesos, los ídolos de Desert Trip han entendido que hasta para ellos la vida está compuesta por ciclos que el tiempo se encarga de cerrar.

Quizás la enseñanza más valiosa que la generación de Woodstock mostró sobre esa tarima es que la nostalgia y la reflexión pueden darse en el clímax de una carrera y no solo en su ocaso. En todo momento dejaron claro, a diferencia de muchos otros de su misma generación, que a pesar del paso del tiempo y de las limitaciones que eso trae consigo, están aún en la capacidad de reinventarse y de seguir viviendo de algo más que de la memoria y la vieja fama. En ningún momento sentí la necesidad de observar a mis ídolos con la más mínima dosis de compasión por los años que han pasado.

Cada presentación trajo también la oportunidad de recordar a los que cayeron en el camino; a quienes la exigencia permanente de las giras y los excesos de la vida del rock se llevaron para siempre, y a quienes no alcanzaron a vivir para conocer la inmortalidad de su legado. Lennon este año habría cumplido 76 años. Brian Jones y Hendrix este año cumplirían cada uno 74. Sin duda todo habría sido diferente si ellos siguieran aquí. Pero el amor por la memoria que nos mostraron los veteranos del rock en Desert Trip se encuentra precisamente en la necesidad imparable de seguir creando obras nuevas sin olvidar dónde empezó todo y homenajeando permanentemente a quienes no alcanzaron a llegar a esa etapa de madurez y reconocimiento.

En uno de sus textos más conmovedores García Márquez reaccionó ante la muerte de John Lennon afirmando que hay momentos de la vida en donde no cabe otra opción que dejarse llevar por la nostalgia y por la fuerza de los recuerdos. Nunca antes sentí tanto el poder de esas palabras hasta que vi a mis ídolos de la música en el festival de Desert Trip dándolo todo, incluso sabiendo que el final no está tan lejos como alguna vez pensaron. Pocas veces una generación ha hecho tanto por la música. Haber visto con mis propios ojos el comienzo del final de una de las generaciones que más he admirado será siempre el privilegio más melancólico de mi vida.