La Revolución Cubana fue la odisea latinoamericana. La rebelión de los jóvenes y el alzamiento de los intelectuales en contra de una corrupta tiranía. Los ojos del mundo entero observaban a la minúscula guerrilla liderada por Fidel Castro como una esperanza de liberación y un modelo a seguir para todas las naciones oprimidas por la desigualdad.

Pero la llegada al poder de los rebeldes acabó casi de inmediato con el romanticismo de la revolución. Decididos a vengar la caída de su aliado Batista, los norteamericanos desde el primer día decidieron utilizar todos los mecanismos, en su mayoría clandestinos e ilegítimos, para derrocar a Castro. El objetivo de destruir el proyecto revolucionario jamás lo ocultaron Eisenhower y Kennedy, entregando todo el apoyo de la CIA para la invasión de Bahía Cochinos y los intentos de asesinar a Fidel, e instaurando el feroz bloqueo económico que tenía como propósito estallar una crisis de hambre y necesidades entre la población cubana.

Para el momento de la fallida invasión a Bahía Cochinos, la cual Kennedy abiertamente aceptó haber apoyado, aún la cúpula revolucionaria no había adoptado el discurso radical del comunismo. Pero ante la guerra declarada por Estados Unidos luego del exilio de Batista, los soviéticos encontraron en Cuba el destino perfecto para cultivar la expansión del comunismo en el hemisferio occidental. Y fue durante la segunda mitad de la década de los sesenta cuando Castro adoptó un sistema político totalitario, similar al instaurado por los bolcheviques rusos.

El líder que había abierto los ojos de la humanidad contra la tiranía terminó convirtiéndose en el más radical dictador latinoamericano, obsesionado por las desmedidas facultades y el culto hacia su personalidad que la revolución había institucionalizado en todo Cuba. En ninguna otra nación americana un gobernante ha opacado tanto la institucionalidad estatal como Fidel Castro, a quien el poder transformó en todo lo que inicialmente había luchado por destruir.

El legado de Fidel en América Latina aún se percibe, a pesar de todo su anacronismo, y todavía es observado como un modelo a seguir por parte de gobiernos como los de Venezuela y Nicaragua. Sin embargo, su estrategia guerrillera trajo muchos más problemas al continente de los que pudo solucionar. La guerra insurgente que aún hoy se mantiene con fuerza en Colombia es una herencia directa del proyecto revolucionario de Castro y de algunos de sus promotores, incapaces de aceptar las estructurales contradicciones de la dictadura cubana.

Si tuviera que escoger, me quedaría con la memoria del soñador y revolucionario Fidel, capaz de derrocar una atroz dictadura y de poner en jaque el poder hegemónico norteamericano durante la Guerra Fría. Pero a modo de paradoja, Castro terminó convertido en un tirano, corrompido por el poder desmedido que obtuvo con el triunfo de la revolución. Luego de su muerte y lejos del fanatismo que su figura representa, tendrá una cita permanente con la historia, que revisará con objetividad sus logros, sus virtudes y sus excesos.

El personalismo y el endiosamiento de los líderes jamás liberará a una nación, solo la dejará en manos de un nuevo tirano.